Las fases habituales de estos procesos de destrucción creativa han sido resumidas por Sorando y Ardura (2016). Estos señalan la sucesión de una etapa inicial de abandono del espacio por otra de estigmatización que reduce aún más la demanda de alojamiento y devalúa los precios; a estas les sigue un periodo de regeneración en el que comienza a hacerse evidente el cambio de tendencia, la posterior mercantilización de esas áreas, sometidas ya a intensos procesos especulativos y a cierta densificación allí donde predominaban viviendas de escasa altura o unifamiliares, que finalmente pueden dar origen a la aparición de movimientos de resistencia. Pero la generalización de estas dinámicas en ciudades de muy distinto tamaño, ubicadas en ambientes institucionales también heterogéneos, plantea que se trata de una tendencia consolidada para la que es necesario establecer las claves que la provocan, entre las que merecen destacarse al menos tres.
Están, ante todo, las de índole financiera, que entienden esta tendencia como una activación de suelos e inmuebles que contaban con ciertas ventajas comparativas potenciales que ahora se ponen en valor mediante la acción de inversores y promotores inmobiliarios –a menudo con la participación subsidiaria de gobiernos locales–, ya sea comprando y rehabilitando viviendas para su posterior salida al mercado con precios muy superiores a los de antes de la operación, ya sea mediante la instalación de servicios y equipamientos acordes con la demanda de los nuevos residentes. También deben considerarse las claves culturales, ante la revalorización de estos ámbitos como espacios patrimoniales e identitarios, lo que conduce en ocasiones a su museización y a un incremento del turismo, que hace crecer la demanda por alojarse en ellos y por tanto los precios. Están, por último, las claves sociales, pues los espacios gentrificados suelen atraer de modo especial a profesionales de lo que Florida (2002) identificó con una clase creativa, junto a hogares unipersonales y parejas jóvenes de clase media acomodada, que conquistan territorios que les eran ajenos, desplazan a sus antiguos moradores y otorgan una acusada personalidad a esos ambientes urbanos. El aumento de los estratos superiores de la pirámide social en estos barrios, junto al rejuvenecimiento de su pirámide demográfica, son así tendencias complementarias que contribuyen a transformar los mapas urbanos.
Renovación y megaproyectos urbanísticos
Con este objetivo de resignificar determinados espacios urbanos y cambiar su imagen, en el que a menudo convergen intereses privados y políticas públicas, las operaciones de renovación que acaban de mencionarse han multiplicado los grandes proyectos urbanísticos apoyados en la construcción de inmuebles icónicos, ya se trate de nuevos centros corporativos donde las grandes torres de oficinas de nivel premium compiten en altura y espectacularidad para redibujar el skyline de la ciudad, de equipamientos públicos emblemáticos (auditorios, museos, palacios de congresos…) o de grandes infraestructuras (aeropuertos, puentes…), firmados de forma habitual por arquitectos de prestigio internacional que aseguran un mayor impacto desde la perspectiva del marketing urbano. En este sentido, utilizados como herramienta para posicionar a las ciudades en la actual competencia global, «la expansión de la gobernanza urbana empresarial ha favorecido el desarrollo de los megaproyectos urbanos convirtiéndolos en una de sus herramientas estratégicas» (Díaz Orueta, 2015: 181).
La necesidad de fuertes inversiones para poner en marcha tales proyectos exige siempre la participación y el acuerdo con alguna entidad financiera que aporte el crédito necesario, en tanto los concursos para llevar a cabo su diseño y las obras de edificación suelen priorizar a los grandes operadores inmobiliarios por la escala de las actuaciones que se deben realizar, lo que contribuye a reforzar ese bloque inmobiliario-financiero ya mencionado, que también se beneficia de la frecuente revalorización del entorno residencial. Por su parte, los megaproyectos son una estrategia de transformación urbana, pero también una herramienta política que a menudo prestigia a los gobiernos que los emprenden, lo que justifica que los poderes públicos resulten un apoyo indispensable mediante la aprobación de un planeamiento ad hoc y suficientemente flexible para facilitar la operación –con especial utilización de los planes estratégicos– junto a la aportación de cuantiosos recursos públicos.
Pero, al mismo tiempo, los megaproyectos suelen conllevar elevados riesgos que pueden afectar de forma negativa al desarrollo de las ciudades como consecuencia de su frecuente exceso de ambición (Flyvbjerg et al., 2003). El principal es, sin duda, el alto endeudamiento para las finanzas locales que, agravado en el caso de aparecer sobrecostes, provoca la obligación de destinarle cuantiosos recursos durante un periodo prolongado en detrimento de otras necesidades más inmediatas de interés social, junto a una dependencia respecto de las entidades financieras convertidas en acreedoras que puede condicionar otras políticas públicas.
Estandarización de las periferias urbanas
Como contrapunto a esos intentos de promover espacios de identidad y autenticidad –ya sea real o construida–, las periferias urbanas, que ocupan una elevada proporción de la superficie total urbanizada, han experimentado un proceso de estandarización progresivamente acusado, convertido en el mejor exponente de esa contradictoria urbanización sin ciudad, en cuanto «la omnipresente urbanización ha modificado la propia condición urbana hasta dejarla irreconocible» (Koolhaas, 2014: 14). Ya se trate de bloques de edificios en altura característicos de los polígonos de vivienda, urbanizaciones abiertas o cerradas de viviendas unifamiliares, polígonos industriales, parques comerciales o plataformas logísticas, la uniformidad despersonalizada y monocorde es la norma. Surgen así las metáforas de la «ciudad fractal» (Zarza, 1996), concepto que alude a esa estructura en la que se produce la interminable repetición de un modelo simple de forma urbana, o de la «urbanalización» (Muñoz, 2008), un proceso del que forman parte esos fragmentos de ciudad que, como espacios de consumo, se repiten de forma masiva y pueden verse clonados en cualquier otra, con el consiguiente empobrecimiento de los paisajes urbanos.
Pero no debe olvidarse que esas periferias extendidas son también el ámbito donde tanto el crédito a los promotores como a los compradores alcanzan un mayor volumen –proporcional al número de inmuebles construidos–, por lo que en bastantes casos han sido también asiento privilegiado de la oleada de ejecuciones hipotecarias que acompañó el estallido de la crisis. Por el contrario, si en el pasado una parte a veces significativa de estas áreas se utilizó para la edificación de viviendas sociales, el retroceso generalizado de la promoción pública y el progresivo dominio del mercado de vivienda libre han limitado su presencia a periferias de cierta antigüedad, frente a simples enclaves en las de más reciente urbanización.
Fragmentación socioespacial creciente
Las ciudades han sido a menudo caracterizadas como espacios de integración, pero no conviene olvidar que también, «desde siempre y de maneras diversas la ciudad, lugar mágico, sede privilegiada de toda innovación tecnológica y científica, cultural e institucional, ha sido también máquina potente de diferenciación y separación, de marginación y exclusión» (Secchi, 2015: 19). Reflejo particularmente destacado de la lógica de mercado que domina la construcción del territorio, la ciudad contemporánea se ve así identificada por una fragmentación creciente, tanto de su espacio físico como social o simbólico, lo que permite hablar de la coexistencia de varias ciudades –que se superponen y yuxtaponen– en una sola.
Читать дальше