Por último, la financiarización urbana también ha tenido su reflejo en la construcción de coaliciones de actores con especial incidencia para definir unas agendas locales favorables a sus intereses, en la que las entidades financieras ocupan una posición destacada. De este modo, en muchas ciudades se articuló lo que Campos Venutti (1998) calificó en su día como un bloque inmobiliario-financiero, en el que bancos, fondos de inversión, propietarios del suelo, promotores inmobiliarios y empresas constructoras –más allá de sus diferentes intereses y frecuentes conflictos– mostraron una innegable influencia conjunta sobre los gobiernos locales y sobre la orientación de sus políticas. Se promovieron así formas de gobernanza –con desigual desarrollo según lugares y momentos– calificadas como «empresarialistas» por Harvey (2007), o como «desarrollistas y corporativas» por los teóricos del régimen urbano (Mossberger y Stoker, 2001), dirigidas de forma prioritaria a promover mayor competitividad y crecimiento económico, junto a una flexibilización del planeamiento y la eliminación de todo tipo de obstáculos al proceso urbanizador. Aunque en la idea de «ciudad negociada» que Theurillat, Vera-Büchel y Crevoisier (2016) proponen como alternativa a la de «ciudad financiarizada» se incluyen también las interacciones de estos con otros actores (usuarios y consumidores, otras entidades públicas, turistas, etc.) en la generación de valor urbano, la posición jerárquica de los operadores financieros en cuanto a capacidad de influencia sobre el resto parece difícil de cuestionar.
La acción conjunta de quienes integran estas coaliciones urbanas es, en buena medida, responsable de las profundas transformaciones en la estructura y la forma que las ciudades han ido adquiriendo en las tres últimas décadas, calificadas en ocasiones como una verdadera metamorfosis (De Mattos, 2016). La elevada aportación de capital destinado al negocio inmobiliario hizo posible que en este tiempo se haya construido –y en algunos casos también destruido– más que en todas las generaciones anteriores, con el impacto territorial derivado.
Al mismo tiempo, más allá de las diferentes trayectorias seguidas en el pasado por los procesos de urbanización según países y regiones, aún visibles en los heterogéneos paisajes urbanos actuales, en estos años se han difundido ciertos comportamientos homogeneizadores que dan origen a lo que Koolhaas calificó como «ciudad genérica». En su acelerado dinamismo reciente, esta «no es más que un reflejo de la necesidad actual y la capacidad actual», donde la urbanización y el urbanismo se disocian de forma progresiva ante la primacía de la razón económica, para la que la ciudad «si se queda demasiado pequeña, simplemente se expande. Si se queda vieja, simplemente se autodestruye y se renueva» (Koolhaas, 2014: 41). Como respuesta a ese contexto, en ella convergen todo un conjunto de procesos –especialmente visibles en las grandes áreas urbanas, pero también de forma parcial en otras de menor tamaño– que han provocado una mutación de la estructura y la forma urbanas, sintetizada en el esquema de la figura 1.3 que, tras enumerar los condicionantes del proceso, identifica su impacto sobre el desarrollo inmobiliario y sobre los principales componentes de esa metamorfosis urbana.
FIGURA 1.3
Financiarización, desarrollo inmobiliario y metamorfosis urbana
Fuente : elaboración propia.
Urbanización extensiva y ciudad difusa
La primera tendencia que se ha de destacar, en cierto modo paradójica, es la coexistencia de procesos de compactación y densificación de determinados espacios centrales, junto con la constante ampliación de una periferia urbana extensa y de límites poco definidos, origen de lo que Abramo (2012) calificó como «ciudad com-fusa».
El componente más visible resulta, sin duda, la generalización de una urbanización extensiva que permite hablar de ciudades «difusas» y «sin confines» (Nel·lo, 1998) –en un contexto de urbanización planetaria (Brenner, 2013)–, que desbordan ampliamente sus límites tradicionales, lo que conlleva la artificialización de grandes superficies de suelo a expensas de espacios naturales o agrarios y la formación de un tejido urbano discontinuo, con fragmentos no necesariamente contiguos pero integrados en su funcionamiento cotidiano, que se diluye de forma progresiva en las franjas periurbanas. Desde una perspectiva mercantil, esta tendencia resulta coherente con la puesta en valor de grandes paquetes de suelo con expectativas de urbanización y de generar así elevadas plusvalías, que son ocupados por inmuebles de nueva construcción y se incorporan al negocio de la ciudad por la acción prioritaria de agentes urbanizadores privados con acceso a financiación, además de con la permisividad y hasta el respaldo de un urbanismo neoliberal que prioriza los proyectos concretos frente al establecimiento de normas generales, a menudo más restrictivas, que caracterizaban el planeamiento regulador anterior. Como complemento a este desbordamiento consentido, la acción pública permite, mediante la construcción de infraestructuras de comunicación, una revalorización selectiva de los suelos mejor conectados y de este modo orienta las direcciones del crecimiento.
Esa expansión de la mancha urbana, en apariencia desordenada, supone la primacía de los intereses económicos privados sobre el bien público y con frecuencia sustituye la articulación de las unidades urbanas por su simple adición y yuxtaposición. No obstante, la misma lógica mercantil favorece en ocasiones la formación de subcentros en núcleos periféricos de las grandes aglomeraciones, o en nodos estratégicos de transporte, lo que permite hablar de cierto grado de policentrismo que diversifica los flujos diarios de movilidad forzada y mejora la accesibilidad a determinados equipamientos productivos, comerciales o de ocio, con el consiguiente aumento de precios en torno a esas áreas de actividad.
Revalorización de áreas centrales
Complemento a esa explosión urbana sin precedentes, con ritmos y tiempos diversos según territorios, es la revalorización de determinados espacios centrales y pericentrales de las ciudades frente al abandono y deterioro de otros próximos, refugio de población envejecida, sectores sociales de escasos recursos y diversas formas de marginación. Su contrapunto son algunas áreas que a su accesibilidad suman cierto capital simbólico, y ello las convierte en objeto de deseo para ciertos grupos de profesionales cualificados, sectores sociales de alta renta y empresas necesitadas de centralidad –desde sedes de grandes empresas a franquicias–, lo que posibilita rentabilizar unos activos previamente devaluados. Tal como señala Leal (2016: 12), «resulta paradójico que cuanto más fácil es la comunicación con los demás a través de la imagen y del sonido, cuando la transferencia de cualquier tipo de documento es más fácil y más barata, los espacios centrales resultan más codiciados», registrando dos tipos de procesos que se refuerzan mutuamente.
Por un lado, la renovación de antiguas áreas de actividad (industriales, ferroviarias, portuarias) casi abandonadas que adquieren nuevo valor de mercado a partir de actuaciones urbanísticas y fuertes inversiones para cambiar su uso, dotarlas de nuevas funciones y hacer así más atractiva la ciudad para los inversores internacionales, ya sea reutilizando esos contenedores para el ocio o la cultura, ya sea sustituyendo los inmuebles preexistentes por viviendas o por grandes edificios de oficinas que se convierten en exponente del capitalismo financiero y permiten extender los antiguos centros de negocios, etc. Por otro, un proceso de gentrificación que afecta a sectores residenciales deteriorados, donde se promueve un proceso de expulsión de sus anteriores residentes –mediante la subida de los alquileres por los propietarios de los inmuebles o mediante proyectos de transformación y mejora de esos barrios– con la consiguiente sustitución social que Atkinson y Bridge (2005) consideran un nuevo tipo de colonialismo urbano.
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