—No. ¿Qué era?
—Pues el concurso más famoso y visto de España. Un concurso que lo vio una generación completa, y gran parte de las siguientes. Llegó a tener más de veinte millones de espectadores que, si ya era una burrada de audiencia en los años posteriores al boom de la tele en España, lo era más si tienes en cuenta que en los setenta solo había treinta y pico millones de españoles. Fue tan exitoso y popular que su formato se exportó a otros países como Reino Unido o Italia.
—Me suena que en alguna otra sesión me comentaste que en España por esta época solo había dos canales de televisión.
—Sí. ¿Y?
—Que entonces es normal que fuese el concurso más visto, ¿no? —alegó Kino con una sonrisa burlona.
—Pfff, tú no lo entiendes —contestó Ricardo ofendido.
—Hombre, entiendo que para ti era importante trabajar aquí, pero lo que no entiendo es por qué.
—Pues porque este concurso estaba producido por una de las mentes más lúcidas y brillantes de la industria audiovisual de la época.
Enfrente de la puerta de entrada de los Estudios Roma, el joven Ricardo vestía su uniforme (camisa azul cielo y pantalón negro) mientras se apoyaba sobre su mesita con los brazos cruzados. La vista pendiente del reloj de pared, pues a esa hora solían terminar las lecturas de guion los domingos como aquel. Los primeros en abandonar los estudios solían ser los actores, músicos y artistas invitados, que a no ser que fueran grandes estrellas siempre iban a las lecturas y a los ensayos. Después de las modelos y secretarias del programa salía el presentador, el polifacético Kiko Ledgard, quien siempre con su peculiar vestuario (elegante pero excéntrico, con calcetines de diferentes colores o varios relojes) y sus buenos modales, salía despidiéndose de Ricardo, fría pero amablemente. Y, por último, cuando ya parecía que no debía quedar nadie más en el edificio que los vigilantes, conserjes y limpiadoras, salía la cabeza pensante.
—Buenas tardes, don Narciso.
—Buenas tardes, don Ricardo —contestó Chicho Ibáñez Serrador con su peculiar y melódico acento, un deje muy sutil de la mezcla de acentos de su Uruguay natal y su Argentina adoptiva, aunque muy bien disimulado con el mismo tono neutro que empleaban los locutores de radio españoles al hablar.
Caminando por los pasillos de Televisión Española apareció un hombre que para Kino tenía aspecto de profesor de Historia, o de Lengua y Literatura. Era un hombre de facciones angulosas, aunque suavizadas por unos kilos que, aunque no le sobraban sí evitaban que se le pudiese llamar delgado. Tenía una abundante mata de pelo oscuro que se peinaba hacia la derecha salpicada con alguna que otra cana, y la tupida barba le tapaba los carrillos. Desde detrás de unas enormes y cuadradas gafas de cristal brillante se podían ver dos ojos de mirada penetrante que brillaban aún más que sus lentes, como si a través de su iris pardo se pudieran ver reflejos y destellos de todas las historias que constantemente tenían lugar en el interior de aquella cabeza tan imaginativa.
—Por favor, don Narciso —dijo Ricardo algo apurado—. Me da mucha vergüenza que me trate de usted.
—Y a mí me haces sentir viejo, pero tú sigues tratándome de usted. Que no hay manera, macho, por gente como tú envejeceré antes.
—Bueno, pues haré lo que pueda por tutearlo.
—¿Cómo « tutearlo »? Será « tutearte » —replicó Chicho fingiendo indignación.
—Era para ver si estabas atento.
Ambos se rieron.
—Será descarado…
— ¿Qué tal la lectura, don Chicho?
— ¿Don Chicho no era el de «El Padrino»?
— Sí, es verdad —contestó Ricardo riendo al caer en la cuenta de que su interlocutor tenía razón—. Era el cacique de Corleone .
— ¿Qué me quieres decir con eso, Ricardito? —Nuevamente se rieron los dos—. Ven, vamos afuera que necesito algo de aire.
Como bien sabía Ricardo, lo que en realidad quería decir era que le apetecía fumar y, paradójicamente, al aire libre para respirar mejor. Cosas suyas. Si bien es cierto que a diario tampoco se cortaba un pelo a la hora de fumarse un puro en pleno estudio, que para algo era el jefe, ¿no?
En el exterior, Ricardo se sacó un Ducados de la cajetilla, y Chicho movió la bufanda blanca que le colgaba por los hombros para coger de su chaqueta gris un Montecristo que tenía ya empezado, probablemente de cuando estaban enfrascados en la lectura del guion. Por la cara que lucía aquel día, probablemente tampoco fuera el primero ni el segundo.
—Pues eso, ¿qué tal fue la lectura?
—Horrible, Ricardo, horrible. ¡Maldita sea la hora en la que le hice caso a Kiko con la temática de la semana que viene!
— ¿Cuál será?
—«La máquina de vapor». ¿Cómo mierdas haces una temática para un concurso familiar que gire en torno a una cochina máquina? ¿Cuántos datos curiosos se pueden sacar para hacer interesantes las preguntas? Esto está siendo más un trabajo de investigación que de escritura. Yo no sé qué vamos a hacer, de verdad… Todas las ideas para anécdotas y preguntas que se han sacado los guionistas son muy flojas.
Mientras le daba una larga calada al puro, Ricardo aprovechó para hablar:
—Los gringos han empezado a trastear hace poco con un nuevo concepto en la ciencia ficción que tiene algo que ver con eso. Se llama «steampunk», y consiste en mezclar aspectos de la estética y la tecnología victoriana con conceptos habituales de la ciencia ficción.
—Vaya… no tenía ni idea, pero suena muy interesante. ¿Cómo dices que lo llaman?
—Steampunk.
—Steampunk… Parece el nombre de un grupo de música inglés. —Hizo una pausa para dejar que Ricardo riera—. Voy a buscar más sobre el tema. Aunque no creo que valga ya, porque este programa se tiene que estar emitiendo el viernes. Ay, se supone que el director soy yo, pero aquí opina todo el mundo. ¿Te puedes creer que hoy nos ha venido el representante de Camilo Sesto con la propuesta de un número cómico y chistes para después de su actuación musical? ¡Chistes! ¿Desde cuándo se dedica a la comedia este… pelotudo?
—Pues hombre, con ese pelo yo sí le veo futuro como cómico.
—¡Ja! Sí… No, pero en serio, hacer comedia es un arte en sí mismo. Por eso me revienta que me vengan a meterse en cosas que no son lo suyo, porque si queda mal, es el programa el que queda mal… En fin, perdóname, que te estoy calentando la oreja, pero es que me tienen las bolas por el piso.
—No es molestia, hombre.
— ¿Y cómo te va lo tuyo?
—Pues ahí va.
— ¿Cuándo veré esa novela terminada?
—Pues no lo tengo nada claro, don Narci… Chicho. No lo tengo nada claro, Chicho.
— ¿Y eso?
—No sé, creo que no es lo mío.
— ¿Escribir?
— ¡No! Escribir sí. Las novelas.
—Ah, claro. Cada formato tiene su intríngulis. ¿Y por qué no te ves haciendo novela?
—Pues porque hay demasiada descripción que meter entre las escenas de diálogos. Siento que no hago avanzar la acción y que no llego nunca a aquellas escenas sobre las que quiero escribir. Además, que no sé qué pasos tendría que seguir para conseguir que me editaran.
Kino no dijo nada, pero entendía perfectamente cómo se había sentido su padre.
—Te entiendo —dijo Chicho—. Pero también te digo que hasta que no termines nada de lo que tienes no vas a poder dedicarte a esto. Preocúpate antes por terminar, que si el producto se puede vender los contactos saldrán solos. Además, tú tienes buenas ideas. Como la serie aquella sobre una habitación de hotel que cada capítulo está ambientado en una época diferente y con un reparto distinto y tocando géneros desiguales. O la otra serie de los viajes en el tiempo sobre la que me estuviste contando aquel día. Aquella que me recordó a Dr. Who. Que, por cierto, ¿has conseguido ver ya algún capítulo?
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