—En la Avenida de Oporto.
—Vale. Pues cuando hayas cruzado el río y dejes atrás el Matadero, tú pregunta por el Antojo. Y una vez ahí, ya seguro que encuentras la Avenida de Oporto.
—Joder, pues muchas gracias, Marcial.
—De nada, chaval, de nada. Ya me contarás qué tal con mi hermana, ¿vale?
—Me flipa que te pusieras a hablar con un desconocido.
—¿Cómo que te flipa? —preguntó Ricardo a su hijo.
—Pues que me parece superraro. ¿Te ponías a hablar con la peña random o es que todo el mundo era así?
—Por aquella época la gente aún no se había olvidado de cómo comportarse como seres humanos, y aún se practicaba la educación. No siempre, tampoco nos engañemos.
—No, si es solo porque ahora, hoy en día, nadie habla con nadie por la calle.
—Muchas veces ni siquiera, aunque se conozcan. No, pero tienes razón. Por aquella aún quedaba el espíritu de los barrios.
—¿A qué te refieres?
—Pues que, aunque viviesen en una ciudad grande, había cultura de barrio y la gente era cercana y familiar. No como ahora, que si ven a alguien atropellado no le hacen caso por miedo a que le denuncien.
Kino sabía a qué se refería su padre. Cuando él aún era pequeño, hubo una noticia en la prensa muy sonada de un hombre al que atropellaron y el conductor se dio a la fuga. Una señora que pasaba por allí y lo vio decidió ayudarlo, pero no contaba con que el hombre al que iba a ayudar la iba a terminar denunciando a ella al no tener a nadie más a quien exigir indemnización aparte de un conductor huido. Aquel despojo llevó a juicio a su buena samaritana particular, y la argumentación que dio de su caso fue que siendo aquella señora una persona no formada, y por tanto no capacitada para tratar gente herida, cuando fue a socorrerlo le causó una serie de lesiones al intentar moverlo.
Todo mentira, por supuesto, pero una mentira bien contada convence a cualquiera, y en este caso convenció al juez. Fue un caso bastante mediático, y una de las consecuencias que tuvo fue que la poca solidaridad que existía dentro de la sociedad para con el prójimo terminase de desaparecer. No como en las imágenes que estaban visitando en aquel momento, donde los vecinos se saludaban desde lejos y los extraños se ayudaban. Kino recordaba a su padre enfadándose cada vez que aquella noticia salía por la televisión.
Pero en aquellos momentos la imagen que tenía de él era la de alguien despreocupado, que bajaba desde Atocha hacia el río con su macuto al hombro, llegando hasta las abandonadas naves del Matadero sin necesidad de pararse a preguntar a nadie más. Para asombro de Kino, quien se sorprendió del buen sentido de la orientación de su padre, puesto que se movía por aquellas calles como si ya las conociese.
La zona que, aunque recientemente había comenzado de forma oficial a llamarse Usera, para todos los locales seguía siendo Carabanchel, ofrecía un paisaje que a Kino no se le parecía a nada que hubiese visto él en Madrid en todos los años que llevaba viviendo allí. Algunos de aquellos edificios le recordaban a las últimas casas que habían tirado por la zona en la que él vivía, por sus formas cuadradas, su poca altura y sus tejados naranjas (cuando Kino se estaba terminando de instalar habían empezado a derribar aquellas viejas viviendas, y en su lugar había ahora nuevas torres de apartamentos idénticas a aquella en la que vivía él). Sin embargo, aquel paisaje le recordaba más a los abandonados pueblos manchegos. Casas sobrias y austeras, funcionales, de acceso fácil y construcción sencilla. Las de Carabanchel eran casas baratas pensadas para obreros e inmigrantes (ya que más de las dos terceras partes de la población de Carabanchel en esos días venía de fuera de Madrid), y calles anchas con aceras espaciosas que parecían hechas a medida para que los niños de pantalones cortos y jerséis de rombos jugasen libremente, pero siempre a una distancia a la que alcanzasen a oír la llamada de su madre desde las ventanas.
—No parece Madrid —dijo Kino—. Parece un pueblo.
—Bueno, en Madrid se le llama barrio a lo que en otros sitios se le llama pueblo. Por proximidad, supongo. Como si siempre hubiesen sabido que la gran ciudad les iba a terminar absorbiendo tarde o temprano y que no tenía sentido resistirse intentando ser un municipio independiente.
—Es que se me hace muy raro porque parecen las afueras de Madrid.
—Es que eran las afueras.
—Y hoy es pleno centro. Flipa. ¿Y qué tal fue vivir aquí?
—Pues estuvo bien, la verdad. Aunque el barrio tenía mala fama.
—¿Por qué?
—Pues por delincuencia, más que nada. Aunque yo nunca tuve ningún problema. Normalmente los chavales del barrio cruzaban el río, se afanaban una motillo y se iban hasta el barrio de Salamanca. Y ahí era donde se ponían a hacer tirones, donde estaba la pasta fácil, para los que no reventaban tiendas o farmacias.
—¿Tirones?
—Desde la moto, pasaban al lado de alguien con una mochila o un bolso y… —Ricardo hizo un gesto con el puño como si agarrase un objeto invisible que flotaba ante él—. Y bueno, también estaba la cárcel. Casi todos en el barrio conocían a alguien dentro a quien iban a visitar de vez en cuando, así que ese era otro motivo para no liarla demasiado cerca de casa. Una visita de vez en cuando estaba bien, pero tampoco se trataba de convertirse en compañeros de celda, ¿entiendes?
—¿Y a ti nunca te atracaron?
—Pues hombre… la verdad es que sí. Pero por el acento más que nada, porque se pensaban que estaba de paso por aquí (que tampoco era mentira), pero ya te digo que estos chavales no solían liarla por el barrio en el que vivían.
—Ya, ya… Bueno, supongo que tiene sentido, por no atraer atención y tal. Pero eso, ¿te llegaron a atracar a ti?
Ricardo suspiró, y acto seguido el ambiente en torno a ellos cambió. El joven Ricardo iba caminando una noche de vuelta a casa cuando de pronto, del hueco de un portal, aparecieron tres chicos que, sin pasar de los veinte el mayor de ellos, salieron perfectamente organizados rodeándolo en un instante y cortándole la retirada entre dos mientras que el tercero le apoyaba un pincho de cocina en la garganta. Ricardo, ante el susto, soltó una instintiva maldición en gallego, pero cuando se dio cuenta de qué era lo que estaba pasando, guardó silencio y pareció serenarse.
— A ver, ¡turista! —dijo el del pincho con un marcadísimo y callejero acento madrileño—. Suelta la mosca que hay hambre .
— ¿Cómo que turista? Si yo vivo aquí. Soy del barrio. ¿En serio vas a atracar a un currito que apenas gana para vivir? Que vengo de echar doce horas en el turno, por favor…
— ¡A mí no me cuentes tu vida, figura, que no me interesa! —Y aunque intentaba parecer amenazador, a Kino no se le escapó que la voz le bailó un poco—. He dicho que sueltes la guita, ¡o prepárate para que te dibujen una sonrisa que no se te va a ir en lo que te queda de vida!
El cuchillo se apretó contra las venas del cuello de Ricardo, y Kino también pudo sentir el recuerdo de lo afilada que estaba la hoja mientras esta se apoyaba en la piel de su padre. Ricardo alzó las manos, en tono conciliador.
—Mira, yo te lo doy. Si quieres te doy todo lo que llevo encima, hasta los gayumbos. Pero antes te propongo una cosa. Ya te digo, el dinero es tuyo, pero, por favor, escucha lo que tengo que decir.
—¿Qué pasa?
—Te propongo que tanto tú como yo vaciemos nuestros bolsillos. Y el que tenga más dinero se lo da al otro. Yo ya sé que vas a hacer lo que quieras porque eres tú el que tienes la sartén por el mango. Pero venga, al menos déjame irme con la satisfacción de saber que le doy el dinero a alguien que lo necesita más que yo.
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