Heracles
Julio San Román Cazorla
ISBN: 978-84-19198-73-0 - [recurso eletrônico]
1ª edición, octubre de 2021.
Editorial Autografía
Calle de las Camèlies 109, 08024 Barcelona
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Índice
Prólogo:
Hannibal ante portas
Primera parte:
Prometeo encadenado
Capítulo I:
Aquella noche sin dormir
Capítulo II:
Esferas de humo
Capítulo III:
Tira y afloja
Capítulo IV:
La joven de cabellos dorados
Capítulo V:
La luna y la farola
Capítulo VI:
Adentrándose en la mente de un asesino
Capítulo VII:
Infidelidad
Capítulo VIII:
La semana más difícil
Capítulo IX:
El Verdugo del Olimpo
Segunda parte:
Ícaro
Capítulo I:
Quid pro quo
Capítulo II:
Otro culpable
Capítulo III:
La caída de Ícaro
Capítulo IV:
Escrituras en la pared
Capítulo V:
El ojo del cordero o la premonición del Diablo
Capítulo VI:
El cementerio de coches y agujas
Capítulo VII:
El camello grasiento
Capítulo VIII:
La caza es solitaria
Tercera parte:
Edipo rey
Capítulo I:
La quema de los inocentes
Capítulo II:
Pedazos de cielo encerrados en diamantes
Capítulo III:
Destrucción
Capítulo IV:
Un acto de justicia
Capítulo V:
La mujer que se vistió con el sol
Capítulo VI:
El Hades aguarda
Epílogo:
Heracles
A Nuria.
Per labyrinthis verborum me duxit donec
secreti linguarum mortuarum detegavi.
A Ana.
Haec historia plena tenebris amore illustravisti.
Prólogo:
Hannibal ante portas
El humo del cigarro ascendía en surcos a través de la penumbra, que luchaba contra la luz escasa de la lámpara del salón. En el cenicero transparente se amontonaban los restos en blanco y negro de lo que antes había sido un perfecto cilindro de tabaco. El papel en el que estaba envuelto se consumía a cada segundo por una línea naranja luminosa que, al igual que Atila, por donde pasaba, arrasaba con todo.
Una mano amarillenta, en la que las venas se dibujaban como ríos en un mapa, agarró con el dedo índice y el pulgar a modo de pinza la colilla del cigarro y la llevó hasta unos labios secos envueltos por una barba de una semana, poco espesa y sin cuidar, desaliñada. El hombre bajó la mano; pasó por delante de una ventana en la que las gotas de lluvia, brillantes por los rayos de una luna parcialmente oculta por las nubes, se escurrían como si estuvieran intentando escalar por el hielo; y llegó hasta la puerta del piso, encajada en el fondo de la caja de cartón que era el recibidor, totalmente oscuro. Al abrir la puerta de madera, pesada y con bisagras chirriantes de oro, vio a través de sus gafas a un hombre de tez oscura y rostro semejante al de un mono con hocico de bulldog. Pese a que su edad rondaría los cincuenta años, la carne de su cara se arrugaba con grandes pliegues que sumían sus ojos en dos cuencas mullidas. Su frente era un edredón revuelto, un mar agitado de piel. El maxilar inferior, por su parte, estaba cubierto por una capa de pelusa negra que se hacía más abundante a medida que ascendía por el cráneo. Los ojos, dos pozos negros en una esfera de nieve, escondían la personalidad de aquel hombre tras dos cristales graduados y bajo unas cejas pobladas.
El inquilino del piso dio una calada a su cigarro, miró de arriba a abajo al extraño de la puerta, que vestía un holgado traje barato y llevaba doblada sobre el antebrazo una gabardina verde. Soltó el humo en un soplido que murió como si fuera su último aliento.
—¿Puedo ayudarle en algo? —preguntó con un ritmo de voz pausado.
—¿Arturo Aguilar? —No contestó. El interés por conocer su identidad hizo que inmediatamente Aguilar desconfiara del extraño.
—Así es. ¿Quién lo pregunta? —Volvió a darle una calada al cigarro y unas pocas cenizas cayeron al suelo, junto al felpudo.
—Wilson Mooney, periodista. Trabajo para una revista de sucesos, Le chat noir. —Extendió la mano y Aguilar la miró como si en realidad no tuviera cinco dedos sino un cuchillo apuntándole al abdomen. Aguilar se la estrechó tras cambiar el cigarrillo de mano.
—Como he dicho antes, ¿en qué puedo ayudarle? —Mooney apretaba con fuerza la mano y Aguilar no hizo menos que cerrar sus dedos con intensidad también, como si el gesto supusiera en sí mismo un desafío. Él no lo sabía aún: aquel saludo no era una batalla, sino el pacto previo a la lucha.
—Con motivo de la reciente entrega del premio Tierra, en el que ha ganado su cómic…
—Novela gráfica —le cortó Aguilar para aclarar este matiz, lo que consideraba necesario ante el uso del término ofensivo del reportero—. ¿Piensa tenerme aquí toda la noche? Vaya al grano.
—Mi revista está interesada en hacer un reportaje sobre su vida y los aspectos de la misma en los que se basó para crear Títeres rotos. —Aguilar dio otra calada para evitar que se reflejara en su rostro mueca alguna de disgusto por la petición del periodista. Absorbió el humo, a la espera de que Wilson Mooney acabara su explicación—. He estado todo el día esperando a que apareciera para pedirle esta entrevista. Por favor, concédamela.
—He pasado el día en casa de unos amigos a los que hacía tiempo que no veía… —aclaró Aguilar de forma inconsciente. Su nariz expulsaba humo, como si de un dragón se tratara. Dichas estas palabras, Arturo reflexionó sobre las del periodista— ¿Cómo ha sabido dónde vivo?
Mooney se golpeó con el dedo varias veces la punta de la nariz.
—Olfato de sabueso —se limitó a explicar.
Aquel periodista le daba malas sensaciones. Jugaba desde un punto aventajado pues Wilson Mooney conocía a Arturo Aguilar, situación que no se daba a la inversa. Aguilar se encontraba en una encrucijada vestido tan sólo con unos pantalones arrugados de pijama y una camiseta de tirantes ya amarillenta. Totalmente expuesto no sabía si debería aceptar la patética súplica del reportero o cerrarle la puerta delante de sus narices y terminarse el cigarrillo en soledad.
No podía evitar que su afán por los misterios, lo que le había llevado a dibujar Títeres rotos, le instara a aceptar la propuesta de Mooney: un reportero se presenta por la noche en casa de un dibujante con el fin de hacerle una entrevista para un boletín de la que nunca había oído hablar. Podría ser el inicio perfecto para una novela de suspense. Un joven menos concienzudo habría aceptado sin pensarlo dos veces. El ahora premio Tierra, uno de los galardones literarios más reconocidos a nivel nacional, no solo pensaba las cosas dos veces, sino que les daba una tercera vuelta también, por si acaso se cumplía aquello de que el hombre es el único animal que repite una y otra vez el mismo error.
—Oiga, es muy tarde. Le agradezco su interés por mi vida privada pero yo no tengo ninguno en aparecer en su revista. Así que buenas noches.
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