Julio San Román - Heracles

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Cruz Rivera y Arturo Aguilar descubren un cadáver mutilado abandonado cerca de la Ciudad Universitaria de Madrid en 1987. Uno siente terror. El otro, fascinación. Y ambos se enredarán en los hilos de las Parcas hasta descubrir la identidad del Verdugo del Olimpo, aunque eso conlleve poner en peligro a sus seres queridos. Heracles es un thriller en el que el lector se sumergirá en un Madrid alocado, de focos multicolores y luces de neón, que esconde a un asesino con una misión trascendental.

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—Muy bien. Le advierto que lo que voy a contarle no es agradable y que lo que está a punto de descubrir es como la caja de Pandora: voy a desvelarle todos los males de la humanidad y lo único que le quedará al final del relato es la esperanza de que el mundo haya mejorado una pizca. Normalmente se oye que la movida madrileña fue el despertar de España, que trajo la modernidad a un país sumido en un régimen antiguo y austero. Voy a serle claro: los ochenta le vinieron a Madrid tan bien como un cigarro a un enfermo de cáncer de pulmón.

Primera parte Prometeo encadenado FUERZA Hemos alcanzado la region extrema - фото 4

Primera parte:

Prometeo encadenado

«FUERZA: Hemos alcanzado la región extrema de la tierra, el rincón escítico, en un desierto nunca hollado. Hefesto, a ti te concierne cumplir las órdenes que te dio tu padre, en estas abruptas rocas sujetar a este malhechor con grilletes irrompibles y vínculos de acero. Porque robando tu flor, el resplandor del fuego, origen de todas las artes, se la entregó a los hombres. Ha de pagar la pena a los dioses por una falta como ésta, para que aprenda a soportar la tiranía de Zeus y renunciar a sus sentimientos humanitarios.»

Prometeo encadenado, ESQUILO

Javier Alcázar apenas se tenía en pie. Cualquier intento por caminar en línea recta quedaba descartado. Había salido de su casa engalanado aquella noche con un traje semejante al de John Travolta en la película de Grease, pantalones y chaqueta americana negros con una camisa rosa. Incluso se había peinado con el mismo tupé que el personaje. Para la década de los ochenta, aquella forma de vestir era hortera, pasada de moda. No obstante, a Javier Alcázar le gustaba llamar la atención de los demás, sobre todo si la fiesta de fin de año se celebraba en una discoteca con luces de neón que hacían que la ropa de colores chillones, como su camisa, brillaran entre la oscuridad y los destellos. Aunque eso poco importaba ya, pues se había largado de aquella fiesta enfadado y borracho. La parte baja de la camisa ya no se encontraba dentro de sus pantalones, sino que caía arrugada como una cascada de batido de fresa, y su peinado se había abultado y desencajado, como si él fuera un payaso con el pelo engominado.

Caminaba por el barrio de Argüelles a las cuatro de la mañana desorientado. Ni siquiera sabía hacia dónde iba. Simplemente sabía que debía llegar al final de la calle y entonces ya tomaría la decisión de ir hacia la derecha, hacia la izquierda o directamente esperar en un banco muerto de frío hasta que se le pasara la borrachera.

No caminaba en silencio. Tarareaba el Thriller de Michael Jackson, la última canción que habían pinchado en la discoteca antes de que él se marchara, pero lo hacía con rabia, como si de verdad se sintiera como un muerto viviente con ganas de bailar. Bailar no podía, pero el aspecto de muerto viviente sí que lo había conseguido.

Cuando había llegado a la mitad de la calle, los faros de un coche le deslumbraron. El auto frenó a escasos metros de él. Javier se cubrió la cara con la mano para poder ver al conductor del coche, pero los faros eran muy potentes y su visión se había emborronado a causa del alcohol.

Escuchó cómo una puerta se abría, cómo alguien salía del coche. Nadie sabe qué ocurrió después. Tan sólo se puede intuir un hecho a partir de los acontecimientos que deparaba el futuro: el conductor de aquel coche fue el último en ver a Javier Alcázar con vida.

Capítulo I:

Aquella noche sin dormir

La noche de fin de año de 1987 fue une velada que Cruz Rivera recordaba como un torbellino oscuro de personas iluminado intermitentemente con luces de neón rosas y azules. Se acordaba con vaguedad de la mayoría de eventos sucedidos aquella noche en la discoteca El Palacete pero el paso del tiempo había emborronado parte de su memoria, sobre todo en lo referente a los nombres de las personas y a sus rostros.

Se mojó los labios con saliva para empezar el relato de su noche mas no lo hizo. Recapacitó acerca de lo que podría interesar al inspector.

—¿Por dónde quieres que empiece? ¿Te hablo de la primera víctima? Cómo se llamaba… ¿Javier? Javier no sé qué.

—Javier Alcázar —le ayudó Wilson, que parecía muy serio.

Por primera vez desde que aquel hombre había entrado en su casa, Cruz se preguntó cuánto conocería acerca del caso. Al fin y al cabo, él también había sido partícipe de la vida universitaria en aquellos tiempos, ¡habían sido compañeros! ¿Cuál era el motivo que había arrastrado a aquel inspector hasta su salón? Cruz asintió con la cabeza a la vez que la despejaba de sospechas absurdas.

—De acuerdo. Me parece que Javier Alcázar era el típico chaval que iba detrás de todas las chicas. Y aquella noche en El Palacete no iba a ser menos…

***

El Palacete era una discoteca que se encontraba en Argüelles, a unas cuantas calles de distancia de donde desaparecería Javier Alcázar en las próximas horas. El interior de la discoteca seguía los cánones ochenteros: paredes cubiertas de espejos en los que rebotaban las luces de neón rosadas y azuladas, suelo enmoquetado donde los vasos que caían no se rompían pero ensuciaban demasiado y música de Alaska y Dinarama, Nacha Pop, Los Secretos y de vez en cuando cabía alguna del aclamado grupo Mecano (que aún no había llegado a lo más alto de su carrera) dentro del repertorio de las baladas lentas o las canciones más marchosas.

La estancia estaba repleta de personas vestidas de forma elegante, los chicos con traje y las chicas con vestidos de noche, que sostenían en sus manos sudorosas copas, vasos cilíndricos y alargados de cristal barato en su mayoría. Algunos decidían arriesgarse a elegir una bebida que supusiera llevar una copa abombada de cristal, lo que facilitaba mancharse la americana o el vestido de alcohol. No obstante, la noche era joven, era suya. ¿Qué importaba mancharse el vestido si se sentían como dioses, capaces de dominar el mundo nocturno? ¿Qué importaba tener los sentidos nublados por el alcohol si aquella noche estaban destinados a ser grandes y triunfar? La juventud aguardaba con ansia la llegada del nuevo año que, esperaban algunos, empezara con un beso de un futuro amor en la pista de baile, entre las sábanas de alguna cama ajena o en el mismo cuarto de baño de la discoteca si quienes entraban en él eran menos pudorosos e indiscretos.

Allí, en medio del gentío, que se movía como culebras perpendiculares al suelo en un baile contraído y rítmico, se encontraba una chica rubia perseguida por aquel que daría su último suspiro aquella noche. Javier Alcázar, en su afán de llamar la atención, se había vestido —las malas lenguas, críticas con cualquier anomalía de la moda, dirían que en realidad se disfrazó— al más puro estilo de los años sesenta y perseguía a sus víctimas con una chulería sólo vista en la noche madrileña, donde la gallardía de los «gatos» era famosa y más aún descarada. Su presa, elegida al azar entre todas las damas de la discoteca, era una rubia muy alta ataviada con un vestido negro adornado con flores de colores que resaltaba el azul de sus ojos. Ella aún no había percibido la presencia del joven, ni mucho menos conocía sus intenciones, que habían sido claras desde el momento en el que él había posado sus ojos de felino cazador en el pecho de ella, totalmente oculto por el vestido. Ya se sabe que la imaginación para un pervertido incita a la caza sexual de su objetivo.

Llegaron a la barra. Allí me encontraba yo, esperando a la que por aquel entonces era mi novia, Carmen. Estaba decidiendo si abrir o no su bolso, que custodiaba mientras ella iba al baño, ya que la curiosidad por saber lo que las mujeres guardan en él por aquel entonces me traía de cabeza. Pura inconsciencia adolescente. ¡Tenía ya cumplidos los veinte años!

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