Julio San Román - Heracles

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Cruz Rivera y Arturo Aguilar descubren un cadáver mutilado abandonado cerca de la Ciudad Universitaria de Madrid en 1987. Uno siente terror. El otro, fascinación. Y ambos se enredarán en los hilos de las Parcas hasta descubrir la identidad del Verdugo del Olimpo, aunque eso conlleve poner en peligro a sus seres queridos. Heracles es un thriller en el que el lector se sumergirá en un Madrid alocado, de focos multicolores y luces de neón, que esconde a un asesino con una misión trascendental.

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Le puse una mano en el hombro y le miré a los ojos a través de las gafas.

—¿Qué pasa, tío? Tienes mala cara —le pregunté. Él se agachó, cogió su refresco de cola y dio un sorbo.

—No me encontraba bien. El ambiente está muy cargado ahí dentro. —Sabía que mentía. Compartíamos piso, íbamos a todas partes juntos, éramos como uña y carne. Casi se podría decir que hermanos. Por tanto, le conocía tan bien como se conoce uno a sí mismo. Acepté su embuste pues Arturo nunca contaba nada si no era esa su voluntad— ¿Vosotros cómo estáis? ¿Estáis disfrutando?

—Sí. Se está animando la fiesta ahora —dijo Carmen con una sonrisa en los labios. No parecía nada preocupada por nuestro amigo, como si no se diera cuenta de que estaba ocurriendo algo que Arturo no nos quería contar—. Me ha dicho Belén que unos chavales le han pedido al pinchadiscos el Thriller, de Michael Jackson. Vamos para allá antes de que nos la perdamos, que esa se os da muy bien bailarla.

En eso no le faltaba razón —no como en otros muchos aspectos de la vida— ya que Arturo y yo pasábamos la mayor parte del tiempo haciendo tonterías, como imitar a cantantes famosos. Yo tenía predilección por Masiel y su La La La o por Frank Sinatra con cualquiera de sus canciones, mientras que él prefería una voz más grave como la de Miguel Bosé (su imitación de Super, Superman era perfecta) o Alaska.

—¿Los demás siguen dentro? —Yo asentí y pregunté por el porqué de la cuestión.

Arturo se agachó de nuevo para recoger la lata del suelo otra vez, se la bebió de un trago, alzando la cabeza tanto como pudo y mostrándonos su nuez unida a una gran garganta que sobresalía de su cuello fino y largo. Cuando se acabó el refresco, bajó la cabeza y habló mientras comprimía la lata entre sus manos con una fuerza demasiado intensa para esas horas de la noche.

—Me parece que me voy a ir. —Lanzó la lata compactada a la calle, sin importar sus principios ecologistas, y nos dio la espalda a la vez que buscaba en el bolsillo de su pantalón las llaves del seiscientos.

—¿Cómo que te vas, tío? Que estamos en lo mejor de la noche —exclamé y le rogué que se quedara por dos motivos: el primero, que aquella retirada suponía que estaba en lo cierto y no me gustaba la idea de dejarle conducir solo por la noche en ese estado de preocupación; el segundo, que no me apetecía volver a casa andando.

—Me voy. No me encuentro bien. Nos vemos mañana —dijo sin darse la vuelta. Abrió la puerta del coche y antes de introducirse en él, se giró y apoyó el brazo sobre la ventana de la puerta—. Despedíos de los demás por mí y tened cuidado al volver. Me gustaría quedarme, en serio, pero no me encuentro bien.

Carmen guardó silencio y lo miró con ternura. Yo le sonreí con resignación y cariño. Arturo siempre trataba de demostrar que le importábamos y cada vez que tenía un comportamiento egoísta nos hacía ver que contaba con nosotros antes de tomar cualquier decisión. Aquella era su forma de disculparse por pensar en sí mismo antes que en todos nosotros, actitud que rara vez adquiría.

—Tranquilo, volveremos dando un paseo. —Carmen le restó importancia al hecho de volver andando.

—O mejor dicho, yo volveré andando y tú volverás en brazos, porque como sigas bebiendo no vas a poder mantener el equilibrio —le comenté a Carmen entre risas y ella me golpeó el brazo repetidamente sin llegar a hacerme daño.

—Ojalá tengas que cargar conmigo todo el camino. Así tendrías motivos para quejarte.

Arturo nos miraba con una sonrisa forzada que ocultaba una profunda tristeza. Volvimos nuestras miradas hacia él para hacerle partícipe de nuestros chistes, pero él no habló. Tan sólo se acercó a nosotros, nos abrazó a los dos al mismo tiempo y susurró:

—Feliz Año Nuevo, chicos.

—Feliz Año Nuevo, Arturo —respondió Carmen con voz maternal.

Arturo se separó y se sentó en el asiento del conductor. Cerró la puerta, arrancó el coche y nos apartamos para ver cómo aquella cáscara de nuez se volvía cada vez más pequeña según avanzaba por las calles de asfalto mojado naranja, entre los edificios coloridos que según ascendían hacia el cielo desaparecían difuminados en una noche sin luna.

***

—Entonces, esa noche Arturo Aguilar se fue a casa pronto. —Wilson resaltó ese hecho interrumpiendo a Cruz. Éste entornó un poco las cejas y asintió, sin saber cuál era la relevancia de ese hecho.

—¿Importa?

Wilson, que estaba reclinado hacia delante en el asiento, como muestra de interés, se recostó al sentirse amenazado por el tono de Cruz. Cruz por su parte interpretó este gesto como un signo de relajación del policía en este inciso del relato.

—Según tengo entendido, Arturo Aguilar se vio muy involucrado en el caso tiempo después. Demasiado diría yo. Es una figura a la que no me gustaría perder de vista en esta historia.

Enfurruñado, Cruz comprimió sus labios al sopesar si confiar o no en el policía. A medida que avanzaba la entrevista, la situación se le hacía más extraña. ¿A quién había dejado entrar en su casa?

Wilson volvió a reclinarse hacia delante y estiró las palmas de las manos hacia el techo con calma.

—¿Ocurre algo?

Cruz decidió darle un voto de confianza. Este sentimiento de repulsión hacia el interrogatorio venía dado por los recuerdos y las experiencias vividas en aquella época. Se juró hacía años que no volvería a hablar sobre los hechos acontecidos en 1987 y ahora estaba rompiendo esa promesa.

—Nada… ¿Por dónde íbamos? —Restó tensión al asunto al cambiar de tema.

***

Gracias al sello de nuestra mano, una mancha borrosa de tinta azul que se suponía que representaba el logo de la discoteca, pudimos entrar de nuevo en ella. El calor del local nos golpeó la cara y nuestras pieles sintieron el contraste con el frío, no sólo invernal, sino húmedo y nocturno del exterior. La discoteca, que tenía un recibidor que daba a un vestíbulo más amplio y después a la pista de baile, estaba repleta de humo, como si una niebla con olor a tabaco y a marihuana hubiera invadido la sala con el fin de hacer más borrosa la imagen de un ambiente que ya era totalmente difuso.

Carmen me agarró la mano y tomó la delantera. Sin mirarme se cruzó en mi camino contorneándose aunque, la verdad sea dicha, le faltaban curvas y esos movimientos, que pretendían ser atractivos y provocativos, se quedaban en pequeños saltos acompasados de forma elegante. Después se giró y en sus ojos vi una chispa de lujuria, de ferocidad, que pretendía que atrapara su cuerpo entre mis brazos mientras bailábamos. Así que la seguí sin apartar mis ojos de los suyos, dos esferas completamente negras rodeadas por párpados rasgados. Nuestros cuerpos, rodeados de muchos otros sudorosos, se juntaron y nuestras manos paseaban por cada pliegue de nuestra ropa. Mientras tanto seguíamos mirándonos.

De repente, noté un empujón por la espalda tan fuerte que tropecé con Carmen, que cayó al suelo, húmedo por el alcohol derramado a lo largo de la noche. Me giré para ver quién me había propinado semejante golpe y vi que se trataba de Javier Alcázar, despeinado y con las ropas arrugadas. En su mejilla, pese a la poca luz que había en el local, se apreciaba la forma de una mano impresa en la piel.

—¡Hijo de puta! Mira por dónde vas —le grité. Después me giré hacia Carmen y le ayudé a levantarse. Me aseguré de que estaba bien. Entonces noté una mano en el hombro.

—¿Qué me has dicho? —Era Javier Alcázar. Sus ojos mostraban una cólera irracional, contenida por la mandíbula apretada. Los pelos engominados que caían por su frente como lianas de la jungla y el sudor que bañaba su cara mezclados con las arrugas de la ira le daban un aspecto temible, aunque yo traté de contener la calma y, ni mucho menos, dejarme intimidar.

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