Julio San Román - Heracles

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Cruz Rivera y Arturo Aguilar descubren un cadáver mutilado abandonado cerca de la Ciudad Universitaria de Madrid en 1987. Uno siente terror. El otro, fascinación. Y ambos se enredarán en los hilos de las Parcas hasta descubrir la identidad del Verdugo del Olimpo, aunque eso conlleve poner en peligro a sus seres queridos. Heracles es un thriller en el que el lector se sumergirá en un Madrid alocado, de focos multicolores y luces de neón, que esconde a un asesino con una misión trascendental.

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Aguilar se retiró e intentó cerrar la puerta, pero el periodista fue más rápido e introdujo el pie en el umbral e impidió así que se cerrara. El golpe fue monumental y Mooney no pudo contener un quejido. Echó la cabeza hacia atrás, contrajo la cara y las arrugas de su frente se multiplicaron. Después se acercó al hueco de la puerta.

—En realidad, no me interesa mucho su vida privada. Más bien busco la verdad acerca de unos hechos ocurridos en 1987 en los que usted estuvo involucrado… Seguro que sabe a lo que me refiero.

Escondido tras la puerta, Aguilar perdió la vista en un punto no concreto entre el suelo y la pared del vestíbulo, ambos sumidos en la sombra. Se ausentó de la realidad durante unos segundos ante la llegada de recuerdos ya sepultados en el cementerio de su memoria. La curiosidad que antes sentía por aquel hombre se había transformado en un recelo poco sensato, casi suicida, que le tentó a actuar de manera imprudente. Los recuerdos y los sentimientos se liberaron dentro de él como los males al abrir la caja de Pandora. Se saltó la regla de pensar las cosas tres veces: ¿qué importaba reflexionar si la amenaza era inminente? ¿Qué sabía ese hombre acerca de su pasado?; ¿cómo lo había averiguado?; y, lo más importante, ¿sería Wilson Mooney quien decía ser en realidad? Unos granos de ceniza cayeron sobre su pie, descalzo, y reaccionó. Sacudió el miembro, lo apoyó de nuevo en el suelo y abrió la puerta. Cruzó una mirada poco amistosa con el reportero, que sonrió lo más educadamente posible, sin sentir ninguna clase de incomodidad, y después de esta marca de territorio, se echó a un lado y con una mano cedió el paso a Mooney.

—Pase. Haré café. Me parece que esta va a ser una noche larga.

Wilson Mooney se encontraba en el salón de un chalé adosado bastante grande, situado en un barrio residencial de Pozuelo, una localidad de la Comunidad de Madrid. Sus manos estaban vacías. Sin embargo, su bolsillo encerraba una libreta de anillas con las tapas descoloridas y sobre su oreja descansaba un bolígrafo sin más pretensión que la de ser útil, ligero y con un cartucho de tinta que dure más que una buena historia. El sillón sobre el que se había sentado en una postura que denotaba su incomodidad al encontrarse en un ambiente nuevo para él, tenía fundas de cuero que formaban alrededor de sus posaderas arrugas similares a las de su cara.

Wilson observaba la estancia que le rodeaba. Apenas había un rincón que no estuviera cubierto por algún mueble, todos ellos de madera oscura y de apariencia nada barata. Ningún centímetro estaba desaprovechado; tanto era así que en una de las paredes se había empleado la estructura de las escalera que ascendían tras ella para establecer una estantería improvisada con madera y ladrillo. La sala estaba iluminada por un acceso al jardín con puertas de vidrio.

A través de los cristales de las puertas del salón, translúcidos con algunas decoraciones florales, pudo ver una figura acercarse por el pasillo hasta el rellano. Entró en la sala un hombre rubio bien vestido con un polo, vaqueros de marca y pantuflas. Se sentó en el sofá que había frente al sillón, junto a la chimenea, protegida por un cristal con restos de hollín, aunque en ese momento estaba apagada.

—¡Cuánto tiempo! Hacía años que no te veía. —Tenía un rostro redondo y bien afeitado, aunque las entradas de la vejez comenzaban a hacerse notar sobre su frente. Sus ojos verdes enfocaban al periodista y transmitían cierto aire de melancolía por los viejos tiempos.

—Desde que dejé la carrera y me cambié a otra —contestó Wilson—. Cruz, he venido aquí porque necesito tu ayuda.

—No podía ser una visita de cortesía… Ya me parecía raro que después de treinta años te presentaras en mi casa. —Cruz Rivera, que se encontraba inclinado hacia delante apoyado en las piernas con los codos, se recostó sobre el sofá. Claramente el comentario de Wilson había hecho que se desanimara.

—Se ha reabierto un caso…

—Espera, —le interrumpió Cruz— ¿eres poli? No me lo puedo creer. ¿Cambiaste la filología inglesa por la policía?

Wilson asintió sin decir palabra. Después retomó su frase:

—Necesito tu ayuda porque se ha reabierto un caso, un caso ocurrido en 1987 en el que tú y tus amigos estuvisteis involucrados.

—¿Cómo? —exclamó Cruz— No entiendo nada. Se supone que descubrieron quién mató a esas personas.

—Y eso creíamos, pero ha aparecido algo que nos ha hecho pensar que tal vez la policía de aquellos años se equivocara…

Cruz estaba perplejo. Se había quedado sin habla. Momentos oscuros, sentimientos de miedo y terror y preocupaciones del pasado inundaron su mente y nublaron sus pensamientos. Quería echar a aquel hombre de su casa inmediatamente, no quería tener nada que ver con aquello, pero no podía moverse. Miró el reloj con preocupación. No quería que su familia llegara y los encontraran hablando de aquel tema. Esto encendió una chispa de determinación: acabaría con ello cuanto antes. Le contaría a aquel hombre todo lo que sabía y después le echaría de su casa para no volver a verlo nunca.

—Así que tiene curiosidad por los asesinatos de la Ciudad Universitaria…

Aguilar expulsó el humo de sus pulmones. El cigarrillo apenas resistiría un par de caladas más, pero Arturo lo aguantaría hasta el límite. No le gustaba desperdiciar ni una sola calada de sus pitillos.

—Tengo entendido que fue lo que le marcó para dibujar su cómic…

—Novela gráfica. Vuelva a referirse a mi obra como un cómic y le echo de mi casa —le amenazó con el dedo en alto, pero nada firme. De alguna forma Aguilar le intimidaba de una forma relajada, a sabiendas de que él tenía el control ya que se encontraban en su casa. Sin embargo, uno nunca está del todo seguro allá donde cree estarlo.

—Perdón. Los asesinatos de la Universidad Complutense de Madrid, ¿los utilizó para crear Títeres rotos? —Wilson sacó del bolsillo interior de su chaqueta su libreta desgastada y su bolígrafo. Lo destapó y comenzó a escribir en ella después de apartar sin cuidado alguno la tapa de la cubierta y un par de hojas ya garabateadas.

—Así es. —Aguilar se hartaba ya de la situación. Necesitaba saber qué sabía ese hombre acerca de lo ocurrido en 1987 y por qué se había presentado allí. Ni por un solo segundo Aguilar se había creído la patraña de que trabajaba para Le chat noir— ¿Sabe? He decidido ponerle las cosas fáciles. Me va a decir qué quiere saber y yo se lo cuento. Usted tiene toda la información que quiera y yo me voy pronto a la cama. Los dos ganamos y acabamos con esta tontería. Pongo una condición: antes de que acepte el trato, deje de tomarme por estúpido y vaya al grano.

Wilson sonrió. Dejó la libreta encima de la mesa entorno a la que se habían sentado y dio un sorbo a su café. Se relamió los labios con una gran lengua rosada y los frunció como si quedara algún resto de café por saborear. Levantó las palmas de las manos perpendiculares a su pecho, aunque con las muñecas apoyadas en la mesa, y meneó la cabeza.

—Como diga usted. Si le parece, me gustaría que me contara la historia en orden cronológico.

—¿Desde qué punto partimos? —preguntó Aguilar, con la colilla del cigarro en los labios.

—¿Qué le parece desde el principio de la historia? Desde aquella noche de fin de año.

Arturo le dio la última calada a su cigarro y resopló hacia lo alto. El humo y el cigarro murieron a la vez. Vertió la colilla en su taza de café, ya vacía, y los restos de ceniza se mezclaron con los granos que no se habían disuelto bien en la leche. La imagen era asquerosa, y Arturo lo sabía, pero no podía dejar de mirar el contraste entre la humedad de la porcelana y el papel seco del cigarro. Golpeó la superficie de madera con las uñas como si tocara un piano imaginario mientras escogía las palabras que iba a utilizar.

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