Mientras calculaba cuántos meses hacía que no iba a visitar a su madre, se le acercó el presidente de la Red de Transportes Nacional, Sergio Heredia. Y en medio de un intento incoherente de conversación etílica, se le escapó que tenía muchas ganas de ver cuál era aquel nuevo proyecto secreto en el que estaban trabajando.
Eso fue suficiente para que Raúl se quedara con la mosca detrás de la oreja de ahí en adelante, y por eso también fue que ya llevaba unas semanas pensando en si investigar algo por su cuenta o no. Finalmente decidió que no le valía la pena intentar sonsacarles información a aquellos que pretendían sacárselo a él, ya que los alertaría. Pero lo que se dio cuenta de que podía hacer para confirmar sus sospechas, y que finalmente hizo, fue preguntar a Spiegel y Kino si alguien se les había aproximado buscando información. Por suerte, Spiegel era una persona muy antisocial y muy pocas veces hablaba de trabajo fuera de su puesto, y menos aún con desconocidos. Pero por medio de su hermano fue que se terminaron confirmando sus temores.
Lo de la Junta podría haber sido algo normal, lo de la fiesta de Nochebuena podría haber sido un borracho intentando crear conversación, pero también lo de Agustín Ortega preguntando después de no haber abierto la boca en la Junta ya era demasiado. Demasiadas coincidencias, mucha gente aparentemente inconexa preguntando por lo mismo, preguntando por algo que se suponía que ni siquiera debían de conocer. Allí pasaba algo, y Raúl tenía la intención de averiguar el qué.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron, Raúl salió de él caminando lentamente y con las manos en los bolsillos. Su mirada, fija en la moqueta del suelo, no reparó en su asistente hasta que estuvo a muy poca distancia de su mesita. Fue ahí cuando vio que Isidoro intentaba tímidamente llamar su atención pero sin atreverse a distraerlo de su ensimismamiento.
—¿Ocurre algo, Isidoro?
—Disculpe, señor Lázaro. Me ha llegado un recado para usted.
—¿De quién?
—Del señor Sampere.
—No me digas… —dijo Raúl alzando las cejas sorprendido.
Y así, de repente, en su cabeza se dibujó la conexión que aclaraba todos los problemas que lo atribulaban y en los que venía pensando.
—¿Cuál es el recado, Isidoro?
—Me ha solicitado que le comunique cuándo tiene usted un hueco en su agenda. Al señor Sampere le interesa reunirse con usted, señor Lázaro.
—Vaya, vaya. Por casualidad no te habrá dicho para qué, ¿verdad?
—No, señor Lázaro.
«Por supuesto que no —pensó Raúl—, pero tampoco hacía falta mucha imaginación para adivinar el motivo».
—Muy bien —dijo Raúl—, revisa mi agenda y la primera tarde de la semana que viene en la que no tenga algún compromiso ineludible quiero verlo. A ver si es posible.
—De acuerdo, señor Lázaro. ¿Tiene alguna idea de por qué pretende reunirse con usted el ministro del Interior?
—Pues sí, Isidoro —contestó Raúl con una sonrisa—, lo cierto es que me hago una idea. Aunque me gustaría más oírlo de su propia boca, la verdad.
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1 Airbag.
—Tuve mucho tiempo en las casi veinte horas que duró el viaje en tren desde Ferrol hasta Madrid para pensar en todo lo que estaba dejando atrás. Puede que no fuera mucho, pero a mí me dolió. No fueron tampoco pertenencias físicas las que perdí, ya que en casa de doña Josefina siempre fuimos pobres, y mis posesiones más preciadas no eran otra cosa que mis escritos . Pero fue la gente lo que me costó dejar atrás. Algo dentro de mí sabía que no iba a volver a ver a muchas de aquellas caras en mucho tiempo: el padre Carreño, Jaime y Ramiro, Jesús, Rogelio… pero, sobre todo, fue a doña Josefina a quien echaría de menos. Más que a nadie.
—¿No dejabas ninguna novia atrás? —preguntó Kino incisivamente.
—Qué va —contestó Ricardo.
Kino sabía que aquello no era del todo cierto. Por lo que había visto en la sesión anterior, al volver de la mili el joven Ricardo se había hecho cercano de Cristina, la chica a la que habían visto en la playa y que le tiraba insistentemente los trastos al padre de Kino desde hacía tiempo. Y en aquella ocasión, Ricardo no puso objeciones para que Cristina lo llevase a lo oscuro. De todas maneras, Kino decidió no profundizar en aquel tema, ya que cuando la semana pasada vislumbró algunas imágenes de su padre con la tal Cristina empezó a notar el dolor de la sien, por lo que se imaginó que por algún motivo no eran recuerdos que le apeteciesen volver a visitar a Ricardo.
El regreso de la mili no fue fácil para Ricardo, y Kino lo pudo entender. Venía de salir de casa y vivir fuera por primera vez, y en aquel tiempo había conocido a los chavales de la Algameca y había experimentado otra forma de vivir la vida. Era lógico que la vuelta a casa se le hiciese cuesta arriba, sobre todo cuando encima tenía a su madre adoptiva todo el día insistiendo en que se buscase un trabajo como Dios mandaba, en vez de seguir con aquella «trapallada» de la iglesia del pueblo.
—Que está muy bien trabajar para el Señor y seguro que te lo agradece en la otra vida, pero céntrate en esta. Mejor deja el trabajo sacro para los profesionales del tema y búscate un trabajo más terrenal. O si quieres trabajar en una iglesia métete a seminarista, que en el clero se vive bien haciendo poco —le decía la mujer que lo había cuidado hasta entonces—. Porque más allá de esas opciones, Ricardiño, yo no sé qué decirte. Si quieres salir de aquí, estudia y búscate un futuro .
—No te preocupes, mamá —le decía Ricardo, que siempre la llamaba así —, que me voy a buscar un futuro.
—¿Estudiando?
—No. Escribiendo.
Y este solía ser el punto en el que los dos ya dejaban de hablar para empezar a discutir e incluso a gritarse, ya que a doña Josefina no le hacía ni pizca de gracia que con casi veinte años que tenía, Ricardo siguiese con aquellas fantasías de convertirse en director de cine. O como él decía, cineasta.
Después de muchas riñas y no menos discusiones, doña Josefina se fue haciendo poco a poco a la idea de que su hijo tenía la firme intención de cumplir sus planes, y era consciente de que aquello también significaba que abandonaría el hogar. De todas maneras, nunca discutían mucho tiempo, ya que Ricardo siempre reculaba y era capaz de serenar a su madrastra. No le gustaba discutir con ella, le dejaba muy mal cuerpo. Eso sí, aunque Kino sabía que su padre detestaba discutir con doña Josefina, eso no impidió que le llegasen hasta su mente flashazos de innumerables discusiones entre ellos dos. Flashazos acompañados del habitual dolor de sien.
Y aunque aquello la apenaba, ya que todos los hijos que había criado se terminaban yendo de casa, doña Josefina lo aceptó con un estoicismo encomiable. Al fin y al cabo, estaba acostumbrada a ver a sus niños partir, y en el fondo se sentía orgullosa al ver cómo se iban ganando la vida modesta y honradamente. Ella no había educado a vagos. «Quién sabe, hasta es posible que Ricardo llegue a trabajar honradamente de esto algún día, y puede que no se convierta en un farandulero más» , se decía a sí misma todos los días con la intención de ir convenciéndose poco a poco para así no sufrir tanto el día que se fuera.
La sesión de la semana anterior había terminado con el joven Ricardo despidiéndose en la estación de tren de Ferrol de sus dos figuras paternas: doña Josefina y el padre Carreño. A Kino no se le escapó que ambos estaban un poco más viejos que la imagen que tenía de ellos hacía unos años, y podía sentir como si fuese suyo el sentimiento de añoranza de Ricardo al revivir esos momentos. Como si en el fondo de su alma se arrepintiese de haber dejado atrás a las dos personas que más lo habían querido por algo tan egoísta como perseguir su sueño. Como si ahora entendiese un poco mejor cómo se debió de haber sentido doña Josefina al comprender que si de verdad quería dedicarse al mundo del cine, Ricardo tendría que irse ya no de casa, sino de Galicia.
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