Julio Rilo - Los irreductibles II

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En una sociedad con tendencia a la distopía Kino, un escritor frustrado, jamás imaginaría que una decisión motivada únicamente por el dinero le llevaría a replantearse toda su vida, al acceder a una máquina que le permite revivir los recuerdos de su difunto padre. Lo que al principio era un simple experimento, terminará desembocando en una serie de decisiones que se le plantean a Kino, quien no está preparado para afrontar las implicaciones de que exista una máquina semejante.

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Como los ecos de un fantasma, las palabras que le había oído a su padre en la penúltima sesión de la AF01 resonaron en su cabeza: «cuanto más cambia algo, más se parece a lo mismo».

En la última sesión en la Caverna habían repasado los que fueron los últimos días de la mili de su padre, y a Kino le resultó muy curioso el ambiente enrarecido que reinó no solo en el cuartel, sino también en Miño cuando volvió a casa. El miedo se palpaba porque la gente no sabía qué era «lo que iba a pasar», y la tensión era evidente. La muerte de Franco también tuvo el efecto de que la gente que estaba en contra del régimen (aunque ya se había empezado a manifestar en los años previos a su muerte) ahora salieron, por así decirlo, de sus escondites. Mucha gente tenía miedo de que estallase otra sublevación armada como la del 36, algo que no cabía en la cabeza de Kino porque, precisamente, la sangría de la Guerra Civil era demasiado reciente. Aunque como su padre se encargó de apuntar, precisamente por eso era por lo que había tanto miedo. «Además —le había dicho Ricardo—, tú porque ya sabes cómo termina esta historia, pero vivirla es un tema muy diferente».

Mientras esperaba que le pasaran de una vez con el departamento de reclamaciones y devoluciones, todos estos pensamientos y recuerdos le daban vueltas en su cabeza mientras seguía escuchando su música, eterna compañera en momentos difíciles. Una canción de los Arctic Monkeys terminó para ser relevada por una de los Porretas que, muy apropiadamente para el día que estaba teniendo Kino, se titulaba Mirando el gotelé .

Prendiéndose el porro se preguntaba también si con lo que le había enseñado su padre era suficiente para hacerse una idea de cómo era vivir en aquella época pasada. Probablemente no. Sí que le había comentado desde su punto de vista algunos de los eventos que le dieron forma al país, pero muy por encima, mucho más de lo que le hubiese gustado a Kino. Ricardo parecía que solo le enseñase recuerdos personales. A decir verdad, aunque puede que en un principio le interesase la época en la que vivió su padre más que sus propios recuerdos, lo cierto era que estaba empezando a disfrutar de las historias de Ricardo y ya tenía ganas de que llegase el viernes. Sabía cuáles eran los próximos recuerdos que visitaría.

Kino sabía que Ricardo, poco antes de cumplir veinte años, se fue a Madrid a buscar fortuna, y tenía la esperanza de que ahí sí que empezaría a ver la diferencia y el paso del tiempo ya que, al fin y al cabo, él se conocía Madrid bastante bien y le daba curiosidad saber cómo sería la ciudad de hacía sesenta años. Se preguntaba qué habría querido decir Ricardo con aquello de que cuanto más cambian las cosas, más permanecen igual.

—Departamento de reclamaciones y devoluciones, buenas tardes, le atiende Zuleyma, ¿en qué puedo servirle?

—¡Coño! —exclamó un sorprendido Kino—. Me había olvidado ya de vosotros.

—Buenos días, señor, ¿en qué puedo servirle? —preguntó Zuleyma impávida ante la humareda que flotaba delante de la cara de su interlocutor.

—Buenos días, Zuleyma, pues verás, a ver si puedes ayudarme porque llevo aquí al teléfono más de dos horas.

—Si me dice su problema estoy segura de que seré capaz de solucionarlo.

—A ver si es verdad. Pues verás, el tema es que hay unas comisiones que me están cobrando todos los meses que no sé de qué son…

—No se preocupe, caballero, para eso le ponemos en contacto con el servicio de información financiera, no cuelgue, por favor.

—¿Qué? No. ¡No! ¡Que no quiero información, quiero que me devuelvan mi dinero! —Pero ya era inútil, Zuleyma lo había vuelto a poner en espera y ante la imagen de la pantalla (un dibujo de un florido prado con flores del mismo color que el logo corporativo del banco, algo que se suponía que tenía que ser relajante), Kino solo pudo articular una frase—: Hijos de puta…

Y así, mientras las primeras notas de un riff rockero con mucho blues empezaban a sonar como sucesión a la canción de los Porretas, a Kino le entró la risa. Le entró la risa porque era como si su lista de reproducción escogiese automáticamente la canción que más se ajustase a su situación.

La canción que empezaba a sonar en aquel momento era Por detrás , de Platero y tú.

II

Kino se preparó para el frío que salía de la Caverna cada vez que se abría la puerta, pero tampoco se sorprendió tanto al notar menos frío del que hacía en la calle aquel viernes de finales de enero. Allí abajo hacía frío, sí, pero no era tan cortante y seco como el de fuera, y allí abajo por suerte no corría el viento. De todas maneras, a él tampoco le molestaba el frío. Lo soportaba mejor que el calor, ya que lo único que hay que hacer para sobrellevar el frío es abrigarse más.

Cuando entró, se sorprendió de que aquel día Isidoro le acompañara adentro, y puso un par de muecas cómicas exagerando su conmoción al verlo caminando a su lado, consiguiendo que a Spiegel le diera la risa cuando los vio a los dos por fin. Raúl estaba a su lado, con la misma cara agria de siempre, e Isidoro se dirigió hacia él.

—Aquí tiene, señor Lázaro —dijo el asistente disimulando su frío. Lo que le entregó fue una tablet transparente.

—Muchas gracias, Isidoro.

—¿Algo más, señor?

—No, Isidoro. Por hoy ya está bien, si quieres puedes irte a casa.

—Gracias, señor Lázaro, pero creo que me quedaré un rato más a revisar las hojas de envíos de los audios de Oslo.

—No corre prisa, tranquilo.

—No es molestia, señor.

—Como quieras —terminó concediendo Raúl con una sonrisa—. Gracias, Isidoro. Te veo luego en el despacho.

—Hasta luego, señor Lázaro.

Y con una breve inclinación de cabeza se fue sin decir nada más, ni siquiera para contestar a Kino quien, con voz pomposa, también se había despedido de él. En cuanto su hermano abrió la boca, la sonrisa desapareció de la cara de Raúl, y esta volvió a estar igual de agria que hacía un rato.

—Qué bien enseñado lo tienes, da gusto —dijo Kino para pinchar.

—Pues sí, da gusto trabajar con él. —A Kino no se le escapó el énfasis que su hermano hizo en la palabra «él»—. Y no lo tengo enseñado, venía aprendido de casa. Procuro rodearme de gente preparada y con la que se pueda trabajar.

—Vaya, gracias. Creo que es lo más bonito que me dices en años.

—Sí, bueno… he dicho que intento rodearme de gente así, no que lo consiga siempre —contestó Raúl, dejando asomar un atisbo de sonrisa en una de las comisuras de sus labios.

Se acercó caminando hasta donde estaba Kino con la tablet transparente y la accionó, con lo que empezaron a aparecer las imágenes de un menú en la superficie vítrea. Pulsó varios botones y la tablet empezó a proyectar los menús hacia arriba en forma de hologramas.

—Pon tu HSB aquí —le dijo Raúl señalando un círculo holográfico que flotaba sobre la pantalla y entre los dos. Kino obedeció extrañado por la petición, y después de un par de segundos con el brazo suspendido encima de la tablet, el círculo se volvió de color verde y se oyó un sonido como de una campanita—. Ya está. Con esto tienes acceso tanto a los niveles inferiores de la torre como a la Caverna.

—Anda. ¿Ya no me va a tener que acompañar Isidoro todos los días? —Raúl negó con la cabeza—. Vaya, qué decepción se va a llevar. ¿No crees que vas a conseguir que se sienta inútil?

—Seguro que se sabe mantener ocupado —intervino Spiegel para prevenir un nuevo pique entre los dos hermanos.

—Bueno, pues ya no soy un visitante, sino un fijo. Es oficial.

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