—Cuidado con las ramas del suelo, no tropiecen ni hagan ruido —susurró a sus oficiales cercanos—. Si somos atacados, debemos mantener la formación y avanzar a toda costa.
La flora era muy tupida y la humedad casi se podía beber en vaso. Flores de vivos colores comenzaban a abrirse, percibiendo que el astro rey pronto dispensaría sus rayos. Los soldados llegaban al arroyo que corría en medio de la quebrada y se disponían a vadearlo. El batallón de Huamán avanzaba a corta distancia y a veces se hacían señas. Todo parecía ir bien, aunque de todas maneras al cruzar el lugar y llegar a la planicie, iniciaría la batalla.
Wichaq observó con atención los árboles que tenía delante. El sector más propicio para subir la quebrada y llegar a la cima era otra suerte de mini barranco —más despejado de vegetación— que tributaba su hilo de agua a la saliente más grande, por la cual se podía alcanzar con mayor rapidez la parte superior. Aunque habían untado sus cuerpos con resinas de hierbas, los mosquitos de ese ambiente húmedo aun así intentaban picarlos, teniendo que espantarlos. Debían tener cuidado: algunos de esos bichejos eran agentes de malos espíritus y provocaban crudas enfermedades. Sin embargo, otra cosa llamó la atención de los oficiales: Huamán llegó cerca de Wichaq, y hablando muy bajo apuntó a una estructura que se veía en la cima.
—Cuidado. ¿Eso es una atalaya enemiga? Hay que avanzar rápido…
En efecto, lo que el huaranca camayoc apuntaba era una pequeña torre de piedra y palos que se veía deshabitada… o al menos eso creyeron por un minuto. Wichaq sintió su corazón acelerado cuando vio encenderse una antorcha en la torre y oyó gritos a la distancia. Al ver una línea de luces encendiéndose a lo largo de la cima de la quebrada, supo que todo iba a ponerse muy difícil.
—¡Avanzar y mantener la formación! —ordenó.
Una andanada de proyectiles comenzó a llover desde las alturas contra las tropas incaicas, matando e hiriendo a varios guerreros. Una pedrada impactó en el escudo de Wichaq, y aunque las flechas caían cerca, siguió avanzando con persistencia. Combatientes cañaris estaban preparados para liquidar a los que llegaran arriba. Algunas flechas iban encendidas y causaban estragos, incendiando arbustos y los escudos de madera que portaban los soldados. Los honderos enemigos también lanzaban piedras envueltas en algodones aceitados, cubiertas en llamas. Los arqueros y honderos incaicos que debían cubrirlos no podían, pues sus proyectiles caerían sobre sus propios compañeros.
Huamán arengó a sus hombres y subió con vigor por la ladera, evadiendo los ataques. Un guerrero al lado de Wichaq cayó muerto con el cráneo destrozado por la pedrada de un hondero experto, mientras un par desistía, heridos de muerte por la lluvia de flechas que traspasaba las cotas de cuero y algodón de los aucarunas11. Solo los que llevaban cascos y armaduras de madera, o con refuerzos de cobre y bronce, tenían más chances de avanzar. Providencialmente, comenzó a llover y las flechas y piedras incendiarias dejaron de ser efectivas, pero se volvieron más invisibles en la oscuridad.
Los incaicos estaban llegando arriba a pesar del duro recibimiento, y Wichaq vio a los soldados cañaris acercarse para luchar. Si ganaban la línea de las antorchas y la atalaya, podrían ganar el resto y entablar la batalla definitiva. No obstante, la fortuna aún parecía esquiva, pues un grupo enemigo con enormes estólicas se plantó a mediana distancia, arrojando sus mortales lanzas contra ellos. Wichaq no vio el peligro, pero Huamán sí y no dudó en salvarlo. Lo siguiente pareció transcurrir en una lenta eternidad: su amigo interponiéndose en el camino del venablo, aquel atravesándole el pecho en el lugar donde las placas de cobre no protegían, y Wichaq tropezando por un segundo, salvado. El joven, al ver a su compañero caído, se enardeció y se levantó al instante, mientras Huamán, aunque herido de muerte, usó sus últimas energías para ponerse de pie, sacarse la lanza y enviar un feroz ataque.
—¡Awqaqnikuy12!! —gritó Wichaq a sus soldados.
El choque fue terrible. En tanto la vanguardia luchaba, las demás tropas de retaguardia cruzaban la quebrada con rapidez para unirse a las de ambos líderes. En minutos, el campo se llenó de sangre, muerte y cuerpos mutilados. La línea de los lanzadores de estólica fue arrasada por los incas, al igual que los arqueros y honderos que no alcanzaron a retroceder. Wichaq le partió la cabeza de un certero hachazo a quien lanzó el venablo contra Huamán, salpicando con brutalidad la sangre y los sesos en todas direcciones. Como un poseso, el joven embistió la primera línea de guerreros cañaris, destacables por sus largos cabellos amarrados con cintillos de lana o madera. La lucha fue sangrienta y cayeron muchos de ambos bandos. Con su último aliento, el herido huaranca camayoc mató a varios cañaris antes de que un vómito de sangre le hiciera caer. Su amigo alcanzó a tomarlo antes de tocar el suelo y así escuchar sus palabras finales.
—Vive bien y libre, Wichaq Kuraq. La guerra no es para ti.
Sobreponiéndose al dolor, se levantó y dirigió a sus soldados al combate. La primera línea cañari estaba cediendo, y detrás de ellos los bloques de guerreros trataban de contener con sus escudos a la masa de soldados incaicos que avanzaba de forma incontenible. Un enorme guerrero cañari se vino encima de Wichaq, golpeándolo repetidas veces con un pesado mazo que amenazaba con romper su escudo de madera, pero el joven extrajo su lluki de bronce y lo hizo caer con puñaladas en las piernas, provocando que la sangre arterial saliera a chorros y lo manchara. En un segundo, cuando el gigante cayó, pasó el filo de la daga por su cuello, degollándolo.
Los refuerzos estaban llegando y comenzaban a encerrar al enemigo. El hacha de Wichaq se tiñó de sangre, sesos y vísceras varias en reiteradas ocasiones. Una pedrada le dejó un gran hematoma en un brazo, y tenía cortadas de hacha y lanza en varios lugares del cuerpo. Estaban venciendo. Los cañaris se replegaban hacia el pucará grande, mientras el señor de Shababula ordenaba la retirada, cubriéndose con su escudo, herido en su orgullo. Los batallones de refuerzo incaico perseguían a la retaguardia cañari, infligiéndole muchas bajas. La batalla estaba ganada para el Inca, aunque no había cosa segura mientras no tomaran el pucará.
Los heridos eran llevados por sus compañeros, y varios de los cadáveres también. Wichaq supervisó personalmente que se llevaran el de Huamán para ser tratado con honores de oficial y posteriormente sepultado. Las bajas eran grandes: poco más de trescientos soldados. Casi un tercio del batallón a su cargo estaba herido o muerto, y en el de su compañero se manejaba una cifra similar. La trampa de la quebrada resultó mortal, y Wichaq apenas escapó gracias a su amigo que ahora estaba muerto. Sobre el cuerpo echó algunos mechones de su cabello que cortó con su cuchillo lluki aún ensangrentado, cosa de que el difunto tuviera material para hacer su puente de cabello y cruzar al otro mundo después de algunos días, en compañía del can negro que le serviría de guía.
Las tropas movieron el campamento al otro lado de la quebrada, en la planicie adyacente al gran pucará de Dumma, quien a su vez mandó emisarios a pactar la paz con el Cápac Inca. Apenas llegó el emperador, fue llevado en su tradicional litera de madera adornada de oro y piedras preciosas, cargada por sus sirvientes hacia el fuerte, resguardado por su guardia personal de huamincas13. Ante su presencia, todos los presentes se inclinaron y se hizo el silencio. Antes de proseguir, el Cápac Inca, emperador Túpac Yupanqui, dio una breve felicitación a su ejército.
—Hoy han luchado con bravura, soldados. Los dioses están complacidos, y yo también lo estoy. El enemigo fue derrotado completamente, por lo que, ahora deseando la paz, me dirijo a concretarla. Pronto podrán volver a sus casas con el sabor de la victoria. ¡Descansen, aucarunas y oficiales!
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