No hay más documentación sobre este pleito, aunque se pueden aventurar algunas hipótesis acerca de la práctica empresarial habitual de la época. 12En primer lugar, el hombre de negocios que se quedaba con el arrendamiento de un impuesto municipal solía reservarse para sí mismo solo unas pocas setzenes , dieciseisavos de la parte total, del precio del arrendamiento; y normalmente permutaba el resto de las participaciones con las de otros impuestos, cuyos arrendatarios se convertían en sus parçoners o socios. Implica que, si en ese año el arrendamiento del impuesto del vino fue deficitario, no solo Francesc Escolà debía dinero a los Roís. Otros inversores estarían en la misma tesitura. Sin duda, Escolà y estos acabaron por satisfacer las deudas contraídas, ya que la solvencia y la reputación que debían mantenerse en este sector de los negocios financieros, muy ligado a las instituciones públicas municipales, así lo exigían. Por esa parte, no hay duda de que finalmente la empresa Roís se restableció del quebranto ocasionado por las pérdidas. Asimismo, no todos los arrendamientos de impuestos de un mismo año tenían por qué tener pérdidas. Los resultados anuales eran oscilantes y no se sujetaban siempre a comportamientos regulares del mercado. Por tanto, quizá pudieron compensar las pérdidas sufridas en unas setzenes con los beneficios obtenidos en otras. En este sentido, las pérdidas generadas por este arrendamiento no debían de ser preocupantes para la empresa Roís. Sin embargo, las cantidades monetarias afectadas eran elevadas y los Roís, como arrendatarios del impuesto de vino, debieron responder financieramente ante el municipio y no consiguieron resarcirse de una parte de ese dinero adelantado, el correspondiente a las setzenes en propiedad de sus socios, hasta tres años más tarde, el plazo que media entre el final del arrendamiento, mayo de 1452, y el pago realizado, al menos, por Escolà de parte de la pérdida, en diciembre de 1455. Un plazo demasiado dilatado que quizá no produjera dificultades de solvencia a la empresa, pero que sin duda generó inestabilidad en el período inmediatamente posterior al fallecimiento del padre.
Pero la gravedad de la situación residía en que el fracaso de los rendimientos fiscales derivaba de una coyuntura insegura en la que se acumulaban factores de crisis que la prolongaban en el tiempo. De hecho, la recolecta de los impuestos de las generalidades, derechos que la Diputación del General había delegado a través de arrendamiento en manos de empresas particulares, sufrió también un duro varapalo en ese primer lustro de la década de 1450. Las generalidades, que se arrendaban también por medio de subasta pública celebrada en la lonja de la ciudad, se valoraban por recaudaciones trianuales, de manera tal que el arrendatario asumía mayores riesgos. En una época de conflicto larvado en el seno de la institución foral, provocado precisamente por el choque de intereses entre quienes querían hacer negocios de la recaudación de impuestos y los que primaban la solvencia de la deuda pública, el arrendamiento de los impuestos entre 1450 y 1452 quedó en manos de un ciudadano conspicuo, Vicent Alegre, hijo de un eminente comerciante de la primera mitad de siglo que, junto a sus compañeros, había monopolizado en el pasado las colectas de la ciudad y del General. Sin embargo, en el tránsito de siglo, los negocios no le fueron tan bien al hijo. Si atendemos a las quejas de los arrendatarios, la vida económica de la ciudad se había paralizado y no había dinero que recaudar. 13La ciudad había sido barrida por una epidemia en 1450, que la habían despoblado o, al menos, había provocado la huida de los operadores internacionales y locales más importantes. Después, las guerras del monarca en la península italiana y las amenazas bélicas contra el reino vecino de Castilla, cumpliendo las ambiciones políticas de la casa Trastámara aragonesa, habían conllevado la promulgación de marcas y prohibiciones contra los comerciantes venecianos, florentinos, genoveses, provenzales y castellanos. Para colmo de males, la piratería nacional y extranjera no facilitaba los negocios: se hablaba de una «galea grossa de França», dos «naus groses de venecians» y naves vizcaínas y gallegas hundidas en la playa del Grao de la ciudad o interceptadas en las aguas del reino. Y si estos actos violentos entorpecían el transporte marítimo, la prohibición del uso de embarcaciones extranjeras anunciada por la Corona alejaba toda recuperación económica. El panorama descrito era dantesco, como no podía ser de otra forma pues, en la negociación, los socios y parçoners trataban de ablandar a los diputados para que les condonaran parte de la deuda, que se cifraba en 16.000 libras, una cantidad cercana al precio del arrendamiento de las generalidades de un año. No es necesario entrar en detalles, pues el conflicto se enquistó en el seno de la propia institución, revistiendo una gran complejidad, entre detractores y partidarios de los arrendatarios, algunos de ellos encarcelados, e interviniendo aquellos que querían hacerse con el monopolio del negocio con vistas a asegurar el pago de los intereses de la deuda pública emitida por la Diputación del General, y se prolongó durante años. Interesa aquí resaltar sobre todo que, en ese momento en que se produjo la ausencia del padre, recientemente fallecido, cuando toda la empresa se desestabilizaba y los negocios financieros arrojaban resultados negativos, emergió la necesaria figura del tío materno, Bonanat de Bellpuig, que actuó «per els hereus», evidenciando la bisoñez de los hijos para hacer frente a los problemas legales derivados de la posible amenaza de quiebra de la empresa.
Porque la cuestión es que la pérdida de sus inversiones fiscales no fue el único conflicto al que los hermanos Roís hubieron de enfrentarse en aquellos primeros años de independencia. Y todos afectaban al aumento del pasivo de la empresa y exigían la intervención de las autoridades extramunicipales, siempre un gasto añadido. La Corona, motivada económicamente, acudía en ayuda de esta segunda generación de conversos.
Al menos cinco cartas reales informan del pleito que los «filiorum et heredum Martini Roiz, quondam mercatoris» −en otras ocasiones, «domicelli quondam»− mantenían con Bartolomeo Venturelli, un comerciante veneciano afincado en Valencia con el que la empresa Roís había sostenido tratos, al menos, desde 1444. 14Las cartas iban dirigidas al gobernador general, Eximèn Peris de Corella, y a los doctores en leyes y jueces de apelación Guillem Pelegrí y Pere Amalrich, consejeros reales, sobre un asunto que se había sustanciado previamente en la corte de justicia de aquel oficial real, el reciente conde de Cocentaina. Un pleito heredado de los últimos años de la vida del padre. Esta es la versión de los herederos. En diciembre de 1450, Martí Roís expidió treinta y siete balas de cueros y dos de aludas en la nave de Lorenzo Roso a Venecia. Las mercancías iban consignadas a Gonçal Roís o, en su ausencia, a Iacopo Bonzio. Allí, este corresponsal barató el cuero por piezas de brocados de oro, reenviadas a Valencia en la nave de Silvestro Polo, aseguradas en Venecia y consignadas a Nicolò Torrigliani. Así informó Bonzio a Roís y Torrigliani mediante dos cartas. Este era el único cargamento de brocados que viajaba en la nave de Polo y su valor había sido estimado en 1.500 florines. Desgraciadamente, cuando la nave fue estibada en el Grao de la ciudad, surgió el conflicto. Parece ser que la caja donde se transportaban los brocados había sido abierta antes de ser estibada, y por ello se acusó al comerciante Bartolomeo Venturelli de apropiarse de la mercancía, quien afirmaba que Antonio del Visone se la había expedido desde Venecia, extremo que negaba rotundamente Martí Roís.
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