La restauración que en Europa siguió a la caída de Napoleón no eliminó las tensiones. Frente al Gobierno absolutista de Fernando VII, que había abolido la constitución de Cádiz y había reimplantado la Inquisición, en 1820 se sublevó el militar liberal Rafael de Riego y Núñez, dando inicio al denominado trienio liberal y restableciendo la vigencia de la constitución gaditana. Sin embargo, Fernando VII volvió a restaurar la monarquía tres años después, gracias al apoyo político y militar de la Santa Alianza, que encomendó a Francia el envío de sus ejércitos para derrotar a los liberales. Una vez tomado el control de la situación, el rey persiguió duramente a estos, cerrando el breve periodo constitucional que había durado desde 1820 hasta 1823. Además, derogó la ley sálica, permitiendo así que también las mujeres pudieran acceder al trono de España, con el objetivo de que le sucediera en la corona su hija Isabel, en lugar de su hermano Carlos María Isidro, que a la sazón era el legítimo heredero. Esta medida fue el origen de la subsiguiente guerra civil que dejaría a España ensangrentada.
En efecto, tras la muerte de Fernando VII en 1833, la regencia de María Cristina dio curso a la petición de sucesión al trono para su hija Isabel. Sin embargo, el infante don Carlos, hermano del rey fallecido, no reconoció la abolición de la ley sálica e inició una dura lucha sucesoria contra su sobrina: los partidarios de los dos pretendientes –«cristinos» y «carlistas»– se enfrentaron en una guerra civil que duró desde 1834 a 1839. No obstante, después del final formal de las guerras carlistas, con el denominado compromiso de Vergara, continuaron produciéndose numerosos «pronunciamientos» militares e insurrecciones populares. Para financiar los gastos militares, en 1837 se inició la privatización de los bienes de la Iglesia, cuya recaudación sirvió para extinguir –es decir, para amortizar– los títulos de deuda pública: esta es la razón de que el procedimiento conocido como «secularización» en otros estados europeos sea conocido como «desamortización» en España. Desde el punto de vista económico, la entrada en el mercado de ingentes bienes de origen eclesiástico favoreció el desarrollo económico de la burguesía.
La situación política interna se estabilizó con el reinado de Isabel II, que en el lapso que discurre entre 1843 y 1868 promulgó una constitución moderadamente conservadora (en 1845) y un concordato que consolidaba los privilegios de la Iglesia católica (aunque también en la Constitución liberal de Cádiz el catolicismo había sido declarado religión de Estado).
En cambio, en el ámbito internacional se sucedieron varias guerras que debilitaron ulteriormente la economía española y que aquí solo es posible mencionar de pasada: la guerra de Marruecos de 1859, la guerra del Pacífico de 1861, la guerra de México de 1861 y la guerra de Chile y Perú de 1865.
En 1868, el golpe militar de los generales Prim, Serrano y Topete destituyó a la reina Isabel II y la regencia fue confiada al general Francisco Serrano. Entre los candidatos al trono fue elegido Amadeo de Aosta, hijo de Víctor Emanuel II de Saboya, que reinó entre 1871 y 1873.
Después de la renuncia de Amadeo I, en 1873, España se transformó en la caótica «primera república»: cuatro presidentes se sucedieron en el corto lapso de un año, hasta que en 1874 el golpe de Estado del general Pavía restauró la monarquía, encarnada en Alfonso XII, que reinó desde 1875 hasta 1885. A este le siguió la regencia de su viuda, hasta la mayoría de edad de su hijo, que en 1902 se convirtió en Alfonso XIII y que reinó hasta 1931.
Desde el punto de vista social, el evento más trágico de estos años fue la derrota en la guerra contra Estados Unidos en 1898, cuando España perdió sus últimas colonias, esto es, Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Por no hablar «de Guam y de las 6.000 islas que se hallaban bajo su soberanía en el Pacífico (Palau, Marianas del Norte, Carolinas) y que España se vio obligada a vender a Alemania» en 1899. 18La nación entera pareció darse cuenta de que el glorioso pasado de la España imperial había concluido irremediablemente con el «desastre del 98», tal y como aún hoy se recuerda aquel annus horribilis .
Otros eventos anunciaban un siglo XX convulso: tras la derrota en Marruecos contra los rebeldes del Rif, los sangrientos motines de Barcelona en 1909 pasaron a la historia como la «semana trágica». La unidad nacional que perseguía la restauración monárquica había sido puesta en tela de juicio por las crecientes tendencias autonomistas de los vascos y los catalanes. De hecho, a estos últimos se les reconoció una cierta autonomía administrativa en 1913. Mientras tanto, la industrialización de la costa mediterránea había dado lugar a un proletariado que se orientaba hacia el comunismo y sobre todo hacia el anarco-sindicalismo. Por último, aún bajo el shock del «desastre del 98» y de la «semana trágica» de Barcelona, España tuvo que hacer frente al estallido de la Primera Guerra Mundial.
España se declaró neutral, pero las derrotas militares en Marruecos y las tensiones sociales llevaron en 1917 a una huelga general seguida por varias crisis de gobierno, al que puso fin el golpe de Estado del general Miguel Primo de Rivera. Desde 1923 hasta 1930 España fue gobernada por un directorio, en principio militar y después civil, que suspendió la constitución –aun sin derogarla formalmente–, prohibió los partidos políticos (sustituidos por el partido único) y disolvió el Parlamento.
En 1930 Primo de Rivera dimitió y fue sustituido por otro militar, mientras los partidos políticos resurgidos se pronunciaban a favor de una república que reemplazara a la ya desacreditada monarquía. Sin embargo, el resultado de las elecciones de 1931 fue ambivalente: los republicanos ganaron en las ciudades y los monárquicos en las zonas rurales. El 14 de abril de 1931 se proclamó la «segunda República», pero las posiciones fueron radicalizándose cada vez más. En oposición a los movimientos de izquierda, José Antonio Primo de Rivera, hijo del dictador ya citado, fundó la Falange Española, importante estructura política de la futura dictadura franquista. En 1934-36 la joven república vivió su «bienio negro», que culminó con una guerra civil que se desarrolló entre 1936 y 1939, y concluyó con la dictadura del general Francisco Franco, que se prolongaría hasta su muerte, el 20 de noviembre de 1975.
4. EL INQUIETO SIGLO XIX JAPONÉS
A principios del siglo XIX Japón era todavía un archipiélago sustancialmente cerrado a los contactos con el mundo exterior. Desde 1636 no estaba permitido que los japoneses viajaran al extranjero y, después de la represión de la revuelta de Shimabara de los cristianos, 19se prohibió el culto de dicha religión. A partir de 1639 se prohibió reingresar en el país a todos aquellos japoneses que se encontraran en el exterior; se prohibió la construcción de naves de alta mar y solo los holandeses y los chinos podían desembarcar en Japón. En 1641 se permitió a los holandeses usar la base comercial de la isla de Deshima, junto a Nagasaki, pero operando de facto en condiciones de semiprisión. También se controlaba la entrada de libros occidentales y estaba prohibida la literatura cristiana.
Con el inicio del siglo XIX, la clausura de Japón fue percibida como un obstáculo para el creciente tráfico marítimo, de modo que las potencias occidentales comenzaron a reclamar, cada vez con más insistencia, que se permitiera al menos la construcción de centros de abastecimiento y salvamento para los náufragos. En 1804 un enviado ruso fue rechazado; en 1837 la artillería costera japonesa bombardeó una nave americana que se había aproximado excesivamente a su costa; en 1844 el shogun no se dignó a responder a una carta del rey de Holanda, pese a que los japoneses habían reservado un tratamiento benévolo a esta nación.
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