Mario Giuseppe Losano - El valenciano Enrique Dupuy y el Japón del siglo XIX

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El valenciano Enrique Dupuy y el Japón del siglo XIX: краткое содержание, описание и аннотация

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El primer destino del veinteañero diplomático español Enrique Dupuy de Lôme (Valencia, 1851-París, 1904) fue Japón, donde residió desde 1873 hasta el 1875, cuando el país asiático se abría al mundo occidental después de casi doscientos cincuenta años de aislamiento. El gobierno español encargó a Dupuy, junto a las habituales tareas diplomáticas, el estudio de la industria de la seda en Japón, dado que en aquellos años una epidemia que afectaba los gusanos de seda había puesto en riesgo esta industria en Europa. Enrique Dupuy aportó una panorámica general sobre esta transformación, sector por sector, en un olvidado texto de 18 breves capítulos, que ha sido reproducido íntegramente en este volumen. Por último, sus intereses políticos y culturales se documentan en la primera, y por el momento única, bibliografía comentada de sus escritos.

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Dupuy veía con claridad las exigencias de una política colonial que incluyera Filipinas en el tráfico mundial: «Es preciso una voluntad firme y constante, empresas de comercio que unan la ilustración y la grandeza de miras al genio emprendedor y al arrojo, un gobierno que se empeñe a tener representación diplomática y consular bien retribuida y con positivas ventajas para que permanezca mucho tiempo en Asia». A estos requisitos es necesario también añadir «una administración colonial inamovible, una marina de guerra [… que] pueda pasear el pabellón gualdo y oro por remotas tierras, enseñando el camino a los barcos mercantes» (MM: 171). Estas precisas exigencias identificadas por Dupuy son en realidad la lista de lo que le hacía falta a España para desarrollar una política asiática eficaz, no solo respecto a Filipinas, sino también respecto a Japón. Sin embargo, en España los cambios de régimen impedían organizar una política exterior de gran alcance y las guerras internas mantenían bloqueada la flota en las costas ibéricas.

La escasa rentabilidad de la empresa de Cochinchina llevó a Dupuy a identificar las responsabilidades del mundo político y económico español en la falta de aprovechamiento de aquella expedición militar acabada en nada. Los militares «habían construido un gran campamento de barracas, a lo largo del cual abrieron la calle de Isabel segunda, una de las más largas y de las más hermosas de Saigon» (MM: 169 y s.). Una vez consolidado el poder colonial, los franceses cedieron a España un buen terreno para construir allí la sede diplomática: «A pesar de los años transcurridos, nada se ha hecho, y hoy el terreno de España afea uno de los sitios más públicos y más hermosos de Saigon» (MM: 170). Sin embargo, también el sector privado tenía su grado de culpa. Saigon es «casi un puerto franco» y la navegación por el río es libre para los franceses y los españoles, pero «entran en el Donnai más barcos con bandera inglesa y alemana que con la nuestra» (MM: 170). 74

Una situación análoga se produjo en Japón, cuando la corte imperial se trasladó a Tokio y ofreció a varias naciones occidentales el terreno para construir su propia representación diplomática en Tokio. España «no se aprovechó de la oferta», se lamentaba aún en 1904 el diplomático Francisco de Reynoso, cuando ya se habían perdido las Filipinas ( cf . infra , § 18), recordando que la oferta había sido aceptada incluso por estados que tenían intereses limitados en Japón, como «Austria e Italia, pero cuyos gobiernos comprendieron la imperiosa necesidad de que sus representantes residiesen cerca del Soberano, en la sede del gobierno, Capital del Imperio». La ausencia de una política extranjera española en Asia oriental es resumida así por Reynoso:

Para que decir, que entre las naciones invitadas lo fue también España y que no se aprovechó de la oferta, olvidando que por el imperio colonial que poseía en Oriente y por la proximidad de la Isla de Luzón al imperio japonés, debería haber aspirado, a que su Representante cerca de un Soberano de un pueblo de más de cuarenta millones de habitantes, tan audaces como aguerridos, ejerciera entonces legítima influencia y hubiera seguido con escrupulosa atención, los importantes sucesos allí desarrollados, que tanto nos interesaban, por lo que pudieron afectar la posesión de España, del ahora perdido Archipiélago Filipino.

Con esa clásica apatía que nos distingue de todos los demás pueblos occidentales, donde la frase «Cosas de España» ha adquirido carta de naturaleza, para explicar lo inexplicable, ni aceptamos la oferta ni la rehusamos; no nos quisimos tomar el trabajo ni aun de contestar, dando lugar con tal incuria, a que España ofreciese el triste espectáculo, de tener su Legación instalada en una casucha o en una Fonda de Yokohama, lejos de la Capital, entre las Agencias de buques, donde no reside el cuerpo diplomático y las noticias sobre la marcha política del Gobierno japonés, llegaban impresas en algún periódico oficioso, publicado por un aventurero europeo a quien los japoneses subvencionaban. Para semejante resultado, hubiera valido más, no tener allí Legación. 75

b ) El Japón, país «nuevo» porque no se parece «a ningún otro pueblo del mundo»

Al navegar por los mares tropicales sin aire acondicionado, el peso de aquella larga travesía obligaba a comportamientos insólitos: los viajeros dormían en cubierta o sobre las mesas del comedor. Sin embargo, la meta ya estaba cerca: en Hong Kong (al que Dupuy dedica el cap. IX) se produce el trasbordo para Japón y Dupuy –que evidentemente tiene bien presente Gibraltar– observa que «los ingleses tienen un talento especial para amueblar peñascos» (MM: 177).

De nuevo Dupuy subraya la ausencia de España: «Nuestra nación […] debería ser una nación asiática, es decir, una nación que ejerciera gran influencia en la parte del mundo en cuyo archipiélago poseemos tan vastos territorios» (MM: 181): pero para hacer esto haría falta difundir en España mayores conocimientos sobre Asia oriental. Dupuy renuncia a escribir sobre China, demasiado compleja (pero espera que lo haga el amigo Francisco Otín), 76y se limita a reportar sus impresiones sobre Hong Kong y a criticar las Guerras del Opio, promovidas por «los ingleses, tan filántropos cuando no les cuesta dinero» (MM: 183 y ss.).

Le llama la atención la modernización general de Asia, casi un anticipo de lo que estaba ocurriendo en Japón: «El comercio en el Extremo Oriente es hoy tan metódico y tan regular como el de cualquier mercado de Europa» (MM: 186), aunque no faltan problemas. En Europa la guerra franco-prusiana ha obstaculizado el «comercio agobiado con una excesiva producción», mientras «la facilidad de comunicaciones» ha hecho llegar a Asia muchos comerciantes occidentales, «que se han hecho ruda competencia valiéndose para ello del telégrafo y de la apertura de Suez». Estos recurren también a la más moderna técnica de navegación: por ejemplo, en Singapur están preparados vapores rápidos para llegar a Hong Kong antes de que lo haga el barco de correos, para aprovechar así las noticias anticipadas sobre mercancías y mercados. Aunque la velocidad de los tiempos modernos tiene sus límites:

El adelanto industrial e intelectual va mucho más de prisa que el mejoramiento material de los pueblos y las necesidades de éstos no aumentan en razón directa de los productos que para cubrirlas se fabrican. Ya no puede especularse como en lo antiguo ni hacerse fortunas colosales en pocos años (MM: 185).

Finalmente, el 23 de julio de 1873, el vapor entra en la bahía de Yokohama y Dupuy toma contacto con un mundo totalmente nuevo: nuevo porque durante el viaje había encontrado «colonias europeas que por medio de la fuerza imponían la civilización; al desembarcar en Yokohama pisaba el primer país independiente» (MM: 193); pero nuevo también porque, debido al cierre prolongado durante más de dos siglos, «el Japón no se parecía a ningún otro pueblo del mundo» (MM: 192). A este país le dedica dos capítulos, uno con sus primeras impresiones y otro con las conclusiones sugeridas durante dos años de permanencia. 77

El tema de la historiografía sobre Japón vuelve en ambos capítulos. Los libros publicados hace veinticinco años transmiten «una idea errónea de la historia y de las tradiciones de este país, porque entonces no se conocían». Por otro lado, «las descripciones de viajeros que han pasado solo quince días en el Imperio de la Mañana no son más que relaciones muy bien escritas, pero en las que la imaginación tiene necesariamente más parte que la verdad» (MM: 194).

Estas últimas narraciones corren el riesgo de generalizar la impresión individual, es decir, la única que el viajero ha percibido durante su breve estancia. Este error se agrava por el confinamiento de los extranjeros en los «puertos abiertos» (Yokohama, Yedo, Hiogo, Osaka, Hakodate, Nigata), desde donde solo pueden alejarse 30 millas (10 ri ): 78originalmente, esta limitación se debía a la «desconfianza» de los japoneses; hoy, precisa Dupuy, se debe al desacuerdo entre los gobiernos extranjeros y el Gobierno japonés: «Aquellos quieren que conserven sus nacionales privilegios extra-territoriales, y éste quiere someterlos a su ley y a los tribunales indígenas que no están todavía bastante civilizados para juzgar a europeos y americanos». Esta restricción «hace que el Japón que se ve en los puertos no sea el Japón verdadero» (MM: 195) y que, por tanto, el viajero apresurado describa un ambiente excepcional como si se tratara de la normalidad japonesa.

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