AAVV - Pensar el poder

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Este libro pretende contribuir a la comprensión de las estructuras de poder de la España decimonónica mediante nuevos enfoques que pongan en cuestión las formas más tradicionales de aproximarse al estudio de esta centuria. Lo que se plantea aquí es una discusión en torno a la articulación del poder político y social en la España del siglo XIX en una escala múltiple que conjuga el nivel del Estado nación con el regional y el transnacional. Se trata al mismo tiempo de reconocer el trabajo de uno de los historiadores que más atención ha dedicado al estudio de la relación entre sociedad y poder durante el siglo XIX: el catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Valladolid Pedro Carasa. El volumen colectivo Pensar el poder se ha concebido como una oportunidad para reflexionar sobre las prácticas de poder en la España liberal.

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Mucha mayor dependencia, pues la sigue al pie de la letra, se aprecia en la determinación de las secciones del Archivo General (legislativa, propiedad, judicial y administrativa) y en la especificación de documentos y objetos que han de guardarse: la constitución de la Monarquía, las leyes y decretos del Estado, los sellos de la Corona, los tipos de moneda, los padrones de pesas y medidas, el estado de la deuda pública y el resultado de los censos de población; todo ello copiado literalmente de la ley de messidor año II, de 1794. Trasladando la legislación y práctica francesas, Almenara aconseja la separación de los documentos pertenecientes «a mera instrucción literaria, científica o de historia», que se guardarán en las bibliotecas públicas; los de planos y cartas geográficas, que se colocarán en el «Depósito Hydrográfico»; las pinturas y grabados irán al Museo de Pinturas, y los tratados o descripciones artísticas se enviarán al Conservatorio de Arte y Oficios.

Finaliza Almenara su informe con la designación de un archivero general, que será el superintendente de todos los archivos y del que dependerán los restantes archiveros. La minuta del decreto, lógicamente más amplia y estructurada, añade puntos de interés: la inclusión de los grandes archivos (Simancas, Corona de Aragón…), la formación de índices y repertorios, la clasificación por «materias, lugares y tiempos», y la apertura al público.

De acuerdo con este informe, el propio Ministerio del Interior redacta una minuta de Real Decreto, que se adjunta a aquel. Según el proceder de la administración josefina los proyectos de decretos debían ser examinados por el Consejo de Estado en una de las secciones en que estaba dividido; en este asunto correspondía a la sección de Interior y Policía General. 42 A ella llegó el informe de Almenara y minuta de decreto y a este respondió aquella el 12 de julio de 1810, apenas a un mes de su presentación. El «informe de la Sección de lo Interior del Consejo de Estado sobre el establecimiento de un Archivo general de la Corte» está firmado por el conde de Montarco, Bernardo Yriarte, Francisco Amorós, Jorge Rey, Zenón Alonso, conde de Guzmán, Juan Meléndez Valdés y Benito de la Mata Linares, todas ellas personas muy destacadas en el Gobierno josefino. La comisión ensalza la valoración razonada del informe y la conveniencia de que «se lleve cuanto antes a efecto tan útil establecimiento». Opina que no debe publicarse el decreto antes de proporcionar un edificio, no muy fácil de hallar, de «inmensa extensión que exige el conjunto de tantas masas de legajos». Resulta de especial interés la supresión del artículo en el que se clasificaba toda la documentación en cuatro secciones. La tradición archivística española se impone sobre la francesa. Señala la Comisión que «esta división es incompleta…, que sería confusa… e insegura hasta conocer todos los objetos sobre los que ha de recaer». Acertada reflexión que debería aplicarse no a «archivos nuevos» como en Francia (en la definitiva clasificación de Daunou se amplió la cuádruple división a dos más: histórica y topográfica) sino a depósitos ya centenarios (Corona de Aragón, Simancas…). La segunda modificación era meramente nominativa: los ayudantes del Archivo General no deberán titularse «secretarios» sino «ayudantes».

En sesión del Consejo de Estado de 21 de octubre de 1811 se acordaba «que no eran admisibles, especialmente por ahora, las vastas ideas que abraza el citado proyecto». El regreso de José I a Madrid en julio de ese año, tras entrevistarse inútilmente con Napoleón, marca el inicio de lo que Artola llama «el gobierno provisional», caracterizado «por la inestabilidad de un gobierno que irá perdiendo vigor hasta quedar reducido a una organización municipal, cuyo poder no llegará más allá de las puertas de Madrid». 43 El «especialmente por ahora» era toda una declaración de abandono y de impotencia.

El fracaso, predecible, del proyecto no le resta importancia ni significado. Pasarán más de cincuenta años para la culminación de un proyecto semejante. El decreto ya preveía que la documentación de las instituciones eclesiásticas desamortizadas, que constituiría el arranque del Archivo Histórico Nacional, 44 formase parte de los fondos del Archivo General. En él se halla igualmente el germen del sistema archivístico español de 1969, 45 vinculando documentalmente los archivos de los organismos centrales con el Archivo General, función que será asignada al futuro Archivo General de la Administración como archivo intermedio. Se contempla abiertamente la apertura y accesibilidad al archivo, lo que ocurrirá en el ámbito europeo, a excepción de Francia, como vimos, a mediados del siglo XIX y en España en 1844. 46 Se admitió la clasificación y ordenación archivísticas por materias, lugares y tiempos, 47 pero se desechó la artificial organización documental francesa de seis secciones abarcadoras de toda la documentación de archivos. No puede sorprender la ausencia de la historia. Ni en los informes de Almenara y de la Comisión del Consejo de Estado ni en el articulado del decreto existe llamada alguna a la consideración del documento como fuente histórica. La concepción de archivo administrativo prima sobre el histórico. El cambio será alcanzado a lo largo del siglo XIX en la conjunción de varios factores: el positivismo, el carácter científico de la historia y el concepto de nación. A este respecto, en ninguno de los documentos del expediente estudiado aparece la palabra nación ; siempre las de reyno o estado . Nada más ilustrativo que la inscripción del sello del Archivo (art. 11 del decreto): Archivo general de España . Compárese con el que se impondrá en 1866: Archivo Histórico Nacional.

PROYECTO ARCHIVÍSTICO DE NAPOLEÓN

Simultáneo al proyecto josefino de Archivo General de España se inicia el intento napoleónico de Archivo del imperio. Desde que se invistió como emperador en París en 1804, ante Pío VII, Napoleón se propuso someter a Europa bajo su dominio y llevar a cabo su sueño imperial. Puede decirse que en 1809, tras la segunda ocupación de Viena y la anexión de los Estados Pontificios, el gran imperio napoleónico se había consolidado en el interior y en el exterior. La realidad imperial, sin embargo, no se limitaba a una mera ocupación militar. La reorganización administrativa, judicial, legal y educativa francesa debía ser aplicada en todos los nuevos estados incorporados al imperio. París sería el centro no solo político y administrativo de Europa, sino literario, científico y artístico.

En tan gigantesco plan entraban los archivos. La concentración en París de los monumentos 48 archivísticos propagaría la idea de que el devenir histórico de los reinos y estados europeos había confluido en el imperio napoleónico, dando a entender que la legitimación por las armas pareciera una legitimación histórica. Lo primero era buscar ubicación adecuada. En 1808 se ordenaba la adquisición de los palacios Rohan-Soubise y, al comprobar poco después su insuficiencia, se dispuso en 1812 la construcción de un gran edificio comprendido entre el puente de Jena y la Concordia. Los documentos más importantes que llegaron a París pertenecían a los archivos de Bélgica, Estados Pontificios, Turín, Siena, Pisa, Florencia, Austria y España. 49 Solo el número de legajos contabilizados por Daunou en París (39.796 procedentes de Viena, 102.435 del Vaticano y 7.861 de Simancas) indica la enormidad del plan archivístico. Los acontecimientos militares de 1813-1814, con la entrada de los aliados en París, pusieron fin al imperio y a su proyecto archivístico.

Llama poderosamente la atención que en los mismos años en los que José I proyectaba concentrar en Madrid el Archivo de Simancas, su hermano, el emperador, intentase trasladarlo a París. Mercader Riba, en las escasas líneas que dedica a este asunto, opina que el Gobierno josefino pareció ignorarlo. 50 No cabe la menor duda de que el Gobierno de Madrid y, más en concreto, el marqués de Almenara conocían la importancia documental de Simancas, cuyos fondos se integrarían en el futuro Archivo General de España. Entra en lo razonable que conociesen las intenciones de Napoleón de formar en París el archivo del imperio, del que Simancas formaría parte. En los quince días que pasó Napoleón en Valladolid, en enero de 1809, comenzó a ocuparse del asunto, 51 muy probablemente tras visitar el propio Archivo. Existía en Valladolid fundado temor de que los fondos de Simancas corrían serio peligro y no solo por los desmanes de la soldadesca francesa. Lo confirma un escrito que el coronel Francisco Cabello dirige al ministro de Indias, Miguel José de Azanza, y que este, a su vez, en lógica administrativa, traslada al ministro del Interior. 52 El escrito lleva fecha de 3 de mayo de 1809, apenas tres meses después del paso de Napoleón por Valladolid. Adjunta al ministro de Indias la copia de otros dos oficios que dos días antes había enviado Cabello al general gobernador francés, Kellermann. Uno de estos escritos urge al gobernador «que selle los libros de Indias a fin de que […] los encargados de la custodia del dicho Archivo no abusen de la confianza en que se les tiene extrayendo por sí o por segundas manos los papeles que tanto importan a todos los potentados de Europa y particulares de esas naciones». 53 Es muy significativa la alusión explícita a Europa. El segundo escrito aconseja a Kellermann que «ponga centinela en las puertas del Archivo de tres llaves con solo el objeto de impedir que ningún soldado rompa puertas ni permita que se introduzca en el referido Archivo de papeles». 54 Cabello escribe al ministro de Indias adjuntando las copias a Kellermann porque duda del resultado de su aceptación («cuyas resultas ignoro», dice en la carta). La alerta era fundada. Un año después, en abril de 1810, el príncipe de Neufchâtel, mayor general de los ejércitos napoleónicos en España, ordenaba a Kellermann el envío a París de los documentos simanquinos.

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