Alfredo Echenique - Un mundo para Julius

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Publicada en 1970, es una de las novelas más importantes escritas en nuestro idioma durante la segunda mitad del siglo xx. A través de las vivencias de Julius, un niño nacido en una privilegiada familia limeña de abolengo, vemos morir y nacer dos épocas diferentes de la sociedad peruana. Los personajes que las representan son descritos con humor y aguda ironía, pero sin dejar de abordar en forma entrañable su singularidad humana.
Cuenta con un prólogo de Luis García Montero, del que compartimos un hermoso párrafo:
"Han pasado 50 años de su publicación y la novela sigue siendo un punto de referencia ineludible en nuestra literatura contemporánea. Supuso la fundación del mundo Alfredo Bryce Echenique. El autor fue capaz de crear una temperatura fácilmente reconocible para el lector con una historia en la que la ternura, las crisis, las interrogaciones, la lucidez, la poesía, las sorpresas, el gusto por la vida, los desamparos y los ojos de un niño nos contagian la extrañeza de estar siempre condenados a ser nosotros mismos. Bendito sea".

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En cuanto a la creación literaria, tempranamente se vinculó al grupo poético La Otra Sentimentalidad, pero su trayectoria personal evolucionó hacia lo que más tarde se conocería como poesía de la experiencia.

Su vasta e importante obra literaria lo ha hecho merecedor de diversos reconocimientos, tales como el Premio Adonáis (1983), Premio Loewe (1994), Premio Nacional de Literatura de España (1994), Premio Nacional de la Crítica (2004), Premio del Gremio de Libreros (2009) y Premio Poetas del Mundo Latino (2010), por su trayectoria.

A Maggie

Lo que Juanito no aprende, no lo sabrá nunca Juan.

Refrán alemán

Raza de Abel, raza de los justos, raza de los ricos, qué tranquilamente habláis. Es agradable, ¿no es cierto?, tener para sí el cielo y también al gendarme. Qué agra­dable es pensar un día como su padre y el padre de su padre...

JEAN ANOUILH, Médée, Nouvelles pièces noires

El palacio original

I

¿Recuerdas que durante los viajes a los que nos llevaba mi madre, cuando éramos niños, solíamos escaparnos del vagón-cama para ir a co­rre­tear por los vagones de tercera clase? Los hombres que veíamos recostados en el hombro de un desconocido, en un vagón sobrecargado, o simplemente tirados por el suelo, nos fascinaban. Nos parecían más reales que las gentes que frecuentaban nuestras familias. Una noche, en la estación de Tolón, regresando de Cannes a París, vimos a los viajeros de tercera bebiendo en la pequeña fuente del andén; un obrero te ofreció agua en una cantimplora de soldado; te la bebiste de un trago, y en seguida me lanzaste la mirada de la pe­que­ñuela que acaba de realizar la primera hazaña de su vida... Hemos nacido pasajeros de primera clase; pero, a diferencia del reglamento de los grandes barcos, aquello parecía prohibirnos las terceras clases.

ROGER VAILLAND, Beau Masque

Julius nació en un palacio de la avenida Salaverry, frente al an­tiguo hipódromo de San Felipe; un palacio con cocheras, jar­dines, piscina, pequeño huerto donde a los dos años se perdía y lo encontraban siempre parado de espaldas, mirando, por ejemplo, una flor; con de­partamentos para la servidumbre, como un lunar de carne en el rostro más bello, hasta con una carroza que usó tu bisabuelo, Julius, cuando era Presidente de la República, ¡cuidado!, no la toques, está llena de telarañas, y él, de espaldas a su mamá, que era linda, tratando de alcanzar la manija de la puerta. La carroza y la sección servidumbre ejercieron siempre una extraña fascinación sobre Julius, la fascinación de «no lo toques, amor; por ahí no se va, darling». Ya entonces, su padre había muerto.

Su padre murió cuando él tenía año y medio. Hacía algunos meses que Julius iba de un lado a otro del palacio, caminando y so­lito cada vez que podía. Se escapaba hacia la sección servidumbre del palacio que era, ya lo hemos dicho, como un lunar de carne en el rostro más bello, una lástima, pero aún no se atrevía a entrar por ahí. Lo cierto es que cuando su padre empezó a mo­rirse de cáncer, todo en Versalles giraba en torno al cuarto del enfermo, menos sus hijos que no debían verlo, con excepción de Julius que aún era muy pequeño para darse cuenta del espanto y que andaba lo suficientemente libre como para aparecer cuando menos lo pensaban, envuelto en pijamas de seda, de espaldas a la enfermera que dormitaba, observando cómo se mo­ría su padre, cómo se moría un hombre ele­gante, rico y buen­mozo. Y Julius nunca ha olvidado esa madrugada, tres de la mañana, una velita a Santa Rosa, la enfermera tejiendo pa­ra no dormirse, cuando su padre abrió un ojo y le dijo pobrecito, y la enfermera salió corriendo a llamar a su mamá que era linda y lloraba todas las noches en un dormitorio aparte, para descansar al­go siquiera, ya todo se había acabado.

Papá murió cuando el último de los hermanos en seguir pre­guntando, dejó de preguntar cuándo volvía papá de viaje, cuando mamá dejó de llorar y salió un día de noche, cuando se acabaron las visitas que entraban calladitas y pasaban de frente al salón más oscuro del palacio (hasta en eso había pensado el arquitecto), cuando los sirvientes recobraron su mediano tono de voz al hablar, cuando alguien encendió la radio un día, papá murió.

Nadie pudo impedir que Julius se instalara prácticamente a vivir en la carroza del bisabuelo-presidente. Ahí se pasaba todo el día, sentado en el desvencijado asiento de terciopelo azul con exribetes de oro, disparándoles siempre a los mayordomos y a las amas que tarde tras tarde caían muertos al pie de la carroza, ensuciándose los guar­dapolvos que, por pares, la señora les había mandado comprar para que no estro­pearan sus uniformes, y pa­ra que pudieran caer muertos cada vez que a Julius se le anto­jaba acribillarlos a balazos desde la carroza. Nadie le impedía pasarse mañana y tarde metido en la carroza, pero a eso de las seis, cuando empezaba ya a oscurecer, venía a buscarlo una muchacha, una que su mamá, que era linda, decía hermosa la chola, de­be descender de algún indio noble, un inca, nunca se sabe.

La chola que podía ser descendiente de un inca, sacaba a Ju­lius cargado en peso de la carroza, lo apretaba contra unos senos probablemente maravillosos bajo el uniforme, y no lo soltaba hasta llegar al baño del palacio, al baño de los niños más pequeños, solo el de Ju­­lius, ahora. Muchas veces tropezó la chola con los mayordomos o con el jardinero que yacían muertos alrededor de la carroza, para que Julius, Jesse James o Gary Cooper se­gún el día, pudiese partir tranquilo a bañarse.

Y ahí en el baño empezó a despedirse de él su madre, dos años después de la muerte de su padre. Lo encontraba siempre de espaldas, parado frente a la tina, desnudo con el pipí al aire pero ella no se lo podía ver, contemplando la subida de la marea en esa tina llena de cisnes, gansos y patos, una tina enorme, co­mo de porcelana y celeste. Su mamá le decía darling, él no volteaba, le daba un beso en la nuca y partía muy linda, mientras la hermosa chola adoptaba pos­turas incomodísimas para meter el codo y probar la tempera­tura del agua, sin caerse a lo que bien podía ser una piscina de Be­ver­ly Hills.

Y a eso de las seis y media de la tarde, diariamente, la chola hermosa cogía a Julius por las axilas, lo alzaba en peso y lo iba in­tro­­­du­ciendo poco a poco en la tina. Los cisnes, los patos y los gansos lo recibían con alegres ondulaciones sobre la superficie del agua calen­tita y límpida, parecían hacerle reverencias. Él los cogía por el cuello y los empujaba suavemente, alejándolos de su cuerpo, mientras la her­­­mosa chola se armaba de toallitas jabonadas y jabones per­fumados para niños, y empezaba a frotar dul­­ce, tiernamente, con amor el pecho, los hombros, la espalda, los bra­zos y las piernas del niño. Julius la miraba sonriente y siempre le preguntaba las mismas cosas; le preguntaba, por ejemplo: «¿y tú de dónde eres?», y escuchaba con atención cuando ella le hablaba de Puquio, de Nazca camino a la sierra, un pueblo con muchas casas de barro. Le hablaba del alcalde, a veces de brujos, pero se reía como si ya no creyera en eso, además hacía ya mucho tiempo que no subía por allá. Julius la miraba atentamente y esperaba que terminara con una explicación para hacerle otra pregunta, y otra y otra. Así todas las tardes mientras sus hermanos, en los bajos, acababan sus tareas escolares y se preparaban para comer.

Sus hermanos comían ya en el comedor verdadero o principal del palacio, un comedor inmenso y lleno de espejos, al cual la chola hermosa traía siempre cargado a Julius, para que le diera un beso con sueño a su padre, primero, y luego, al otro extremo de la mesa, toda una caminata, el último besito del día a su madre que siempre olía riquísimo. Pero esto cuando tenía meses, no ahora en que solito se metía al comedor principal y pasaba largos ratos contemplando un enorme juego de té de plata, instalado como cúpula de catedral en una inmensa consola que el bisabuelo-presidente había adquirido en Bruselas. Julius no alcanzaba a la tetera brillantemente atractiva, siempre probaba y nada. Por fin un día logró alcanzar pero ya no aguantaba más en punta de pies, total que no soltó a tiempo y la tetera se vino abajo con gran estrépito, le chancó el pie, se abolló, en fin, fue toda una catástrofe y desde entonces no quiso volver a saber más de juegos de té de plata en comedores principales o verdaderos de palacios. En ese comedor que, además del juego de té y los espejos, tenía vitrinas de cristal, alfombra persa, vajilla de porcelana y la que nos regaló el Presidente Sánchez Cerro una semana antes de que lo mataran, ahí comían ahora sus hermanos.

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