Alfredo Echenique - Un mundo para Julius

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Publicada en 1970, es una de las novelas más importantes escritas en nuestro idioma durante la segunda mitad del siglo xx. A través de las vivencias de Julius, un niño nacido en una privilegiada familia limeña de abolengo, vemos morir y nacer dos épocas diferentes de la sociedad peruana. Los personajes que las representan son descritos con humor y aguda ironía, pero sin dejar de abordar en forma entrañable su singularidad humana.
Cuenta con un prólogo de Luis García Montero, del que compartimos un hermoso párrafo:
"Han pasado 50 años de su publicación y la novela sigue siendo un punto de referencia ineludible en nuestra literatura contemporánea. Supuso la fundación del mundo Alfredo Bryce Echenique. El autor fue capaz de crear una temperatura fácilmente reconocible para el lector con una historia en la que la ternura, las crisis, las interrogaciones, la lucidez, la poesía, las sorpresas, el gusto por la vida, los desamparos y los ojos de un niño nos contagian la extrañeza de estar siempre condenados a ser nosotros mismos. Bendito sea".

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Julius presenciaba el asedio de su madre. Mientras Cinthia preguntaba, él permanecía inmóvil, con las orejotas como alfa­jores-voladores, las manos pegaditas al cuerpo, los tacos juntos, pero las puntas de los pies bien separadas como un soldado distraído en atención. El asedio tenía lugar en el baño que usó su padre. Ahí es­taban aún sus frascos; no los habían movido: ahí estaban sus lo­ciones, sus cremas de afeitar, sus navajas, hasta su jabón se había quedado ahí y su escobilla de dientes. Todo a me­dio usar, para siempre. «Parece que fuera a venir», le dijo un día Cinthia a Julius, pero no por eso se olvidaba de Bertha.

–Julius, limpia bien tu corbata negra –le dijo, otro día.

–¿Por qué?

–Mañana por la tarde vamos a enterrar a Bertha.

Al día siguiente, Cinthia regresó muy nerviosa del colegio. No bien saludó a su mamá le dijo que no tenía tareas que hacer y corrió a buscar a Julius que estaba jugando con Vilma en el huerto. El po­bre no había pegado los ojos en toda la noche. Toda la tarde la había estado esperando y, no bien la vio aparecer, corrió a su encuentro. Cin­thia lo cogió de la mano y él la siguió como siempre en esos días. Vil­ma venía detrás. Cinthia lo llevó hasta su dormitorio y le pidió que la esperara afuera mientras se cambiaba el uniforme. Salió linda pero toda vestida de ne­gro; desde la muerte de Bertha se vestía siempre de negro, me­nos cuando iba al colegio. Susan ya no hacía nada por evitarlo. Lo llevó de la mano hasta el baño y le lavó la cara con amor. En­tonces le dijo que lo iba a peinar y que quería humedecerle el pelo. Julius aceptó que lo bañaran en agua colonia y se dejó peinar; también dejó que ella le anudara nuevamente la cor­bato­­ta negra, a pesar de que Vilma podía resentirse porque era ella quien se la amarraba siempre con un estilo muy suyo. Unas gotas de agua colonia se deslizaron por el cuello de Julius, ¡cómo le ar­dió!, las lágrimas le saltaron a los ojos, tanto que Cinthia le preguntó si quería que le cambiara la corbata, pero él le dijo que no y luego sintió lo que uno siente cuando grita ¡por na­da!, al ver que Cinthia sonreía aliviada, porque sin corbata negra no po­día asistir al entierro. Del baño lo llevó nuevamente de la ma­no hasta su dormitorio y ahí se puso a llorar, ante la cara de espanto de Vilma que los seguía siempre silenciosa, como si estuviera de acuerdo con to­do, aun con lo que estaba viendo: siempre llorando, Cinthia abría un cajón de su cómoda y sacaba una ca­ja. Ju­lius la miró aterrado; sabía que iban a enterrar a Bertha, pero ¿cómo? Cinthia destapó la caja y les enseñó el contenido. Vilma y Julius soltaron el llanto al ver el peine, la escobilla y el frasco de agua colonia con que Bertha le escarmenaba diariamente el pelo, un mechoncito también de Cin­thia, de cuando te cortaron tu pelito la primera vez. Se fueron los tres llorando ha­cia los bajos. Cinthia había cerrado la caja y la llevaba a la altura de su pecho, cogida con ambas manos, mientras atravesaban el jardín de la piscina, rumbo al huerto. Julius se que­dó sorprendido al ver que en el camino se les unían Celso, Daniel, Carlos, Ar­min­da, su hija Do­ra y Anatolio. Hasta Nilda apareció, que en esos días andaba en muy malas relaciones con Vilma, siempre por causa de Julius. Los habían estado esperando, Cinthia lo ha­bía organizado todo, también era idea suya el que se vistieran cuan­­­do me­nos de oscuro, y ahí estaban ahora, pidiéndole que se apu­rara, por favor, niñita, la señora nos va a pescar. Los mayor­domos, sobre to­do, le pedían; Carlos, el chofer, acompañaba en­tre sonriente y res­pe­tuoso, la quería mucho a la niñita Cin­thia. Por fin encontraron el lugar apropiado para que Anatolio abriera el hueco donde iban a depositar la caja con el peine, la escobilla y el último frasco de agua colonia que usó Bertha. Terminó su pequeña exca­vación y ahí sí que todos sol­taron el llanto, al pobre Julius la corbata le ardía como nunca y los mocos le col­gaban hasta el suelo. ¡Qué triste era todo! Y por qué ni él ni nadie se espantó sino que todos la quisieron más cuando Cinthia se sacó la medallita de platino que le colgaba del cuello y la enterró también. Por turno, Cinthia y Julius primero, fueron echando un po­quito de tierra; esa última parte fue idea de Nilda. Luego todos se escaparon, menos Carlos que caminó serio a tomar su té de las seis.

Una semana más tarde, Susan trató de resondrar a Cinthia por ser tan descuidada, por haber perdido la medallita de pla­ti­no que ¿te regaló?... pero en ese instante se le olvidó completamente quién se la había regalado y en cambio recordó que en estos días andaba más tranquilita, y ahora que se fijaba, hace por lo menos una semana que no se pone el traje negro.

–¿Y usted?

Se abalanzó sobre Julius, paradito ahí con las puntas de los pies separadísimas, volvió a sentir esa necesidad de que fuera un bebé y, en vez de decirle usted ya tiene cinco años, a usted ya deberíamos ponerlo en el colegio, le dio un beso oliendo deli­cioso.

–Mami está apurada, darling –dijo, volteando a mirarse en un espejo.

Luego se inclinó para que ellos alcanzaran sus mejillas, un mechón lacio, rubio, maravilloso se le vino abajo como siempre que se inclinaba, los enterró entre sus cabellos: Cinthia y Julius dejaron sus besos ahí, guardaditos, protegidos, para que le duren hasta que vuelva.

II

El entierro de Bertha unió a Cinthia y a Julius más que nunca; dueños ahora de un secreto común, andaban por todos lados juntos, aunque Cinthia prefería evitar las matanzas de indios des­de la carroza que fue del bisabuelo-presidente. Pero ello no creó ningún de­sacuer­do entre los dos y Cinthia aprovechaba esos momentos pa­ra hacer sus tareas escolares.

Lo que nunca quedó aclarado es si no jugaba en la carroza por ser niña y ser eso cosa de niños, por tener ya diez años, o porque ya nunca se sentía muy bien. ¡Terrible Cinthia! Hizo un pacto con su madre; sí, se tomaría todos los remedios calladita, hasta el más ma­lo, sin protestar, todo lo que recetara el médico, todo lo que quieran que tome, pero que Julius nunca se entere de nada, que el médico entre a escondidas, por la puerta falsa si es posible, que Julius nunca sepa que estoy enferma, mami. No, eso nunca quedará aclarado; ni tampoco cómo Julius, que todo lo notaba inmediatamente, tardó tanto esta vez en darse cuenta de que Cinthia no andaba muy bien, nada bien. En realidad solo se dio cuenta en el santo de su primo Ra­faelito Lastarria, esa mierda.

Susan colgó el teléfono y los mandó llamar. Vilma se los trajo de la mano, uno a cada lado de la hermosa chola, y ellos escucharon cuando mamá les decía:

–Tienen que ir, hijitos; Susana es mi prima y me ha llamado para invitarlos; otros años han ido Santiaguito y Bobby, esta vez les toca a ustedes.

Y ese sábado por la tarde los vistieron íntegramente de blanco, zapatitos y todo; para Julius una corbatita de seda blanca, igualita al lazo que recogía el moñito pasado de moda sobre la cabecita rubia de Cinthia. Fueron en el Mercedes. Carlos, el cho­fer, Vilma, más gua­pa y blancona que nunca y el re­galo, un bote de velas para que navegue en la piscina de los primos, adelante; atrás, ellos dos, mudos, espantados, cada vez más porque ya se iban acercando a la casa de los Lastarria, sus primitos, esas mierdas, ellos los conocían: años atrás sus hermanos Santiago y Bobby habían sido víctimas de las mismas invi­taciones. Cinthia, frágil, adorada, continuaba pálida y muda sobre el asiento de cuero del Mercedes. A su lado, Julius no alcanzaba el suelo con las piernas y viajaba con las manos pegaditas al cuerpo frío y con los tacos juntitos tem­blando en el aire. Así llegaron. Vilma los cargó y los puso sobre la vereda, mientras Carlos bajaba el bote de ve­la cuyo mástil asomaba por encima del paquete. Otros niños tam­bién llegaban, que se conocían y no, y allí, en la puer­ta de los Las­tarria, niños lindos y no, desenvueltos y no, amas con uni­formes para cuan­do lleven a los niños a un santo, allí todo el mundo rivalizaba en belleza, en calidad, en fin, en todo lo que se podía rivalizar frente a la puerta de los Lasta­rria y era un poquito como si todo el mundo se estuviera odiando.

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