Alfredo Echenique - Un mundo para Julius

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Publicada en 1970, es una de las novelas más importantes escritas en nuestro idioma durante la segunda mitad del siglo xx. A través de las vivencias de Julius, un niño nacido en una privilegiada familia limeña de abolengo, vemos morir y nacer dos épocas diferentes de la sociedad peruana. Los personajes que las representan son descritos con humor y aguda ironía, pero sin dejar de abordar en forma entrañable su singularidad humana.
Cuenta con un prólogo de Luis García Montero, del que compartimos un hermoso párrafo:
"Han pasado 50 años de su publicación y la novela sigue siendo un punto de referencia ineludible en nuestra literatura contemporánea. Supuso la fundación del mundo Alfredo Bryce Echenique. El autor fue capaz de crear una temperatura fácilmente reconocible para el lector con una historia en la que la ternura, las crisis, las interrogaciones, la lucidez, la poesía, las sorpresas, el gusto por la vida, los desamparos y los ojos de un niño nos contagian la extrañeza de estar siempre condenados a ser nosotros mismos. Bendito sea".

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Por supuesto que también había velitas que apagar, aunque Ra­faelito hubiera preferido que pasaran todo eso por alto esta vez porque, a su lado, Martín estaba mirando todo el asunto ma­­­ton-cito y escéptico; pero Víctor no se hubiera perdido la oportunidad por na­­­da de este mundo y ahí estaba encendiendo todas las velitas con un solo fósforo, Vilma sentía que ya se iba a quemar el dedo, pero no, no aunque velita del diablo préndete, se prendió y por fin pu­do hacer lo que tanto había querido: alzar el fósforo un poco en el aire y que todos lo vieran apagarlo con los dedos, Vilma se quemó.

–¡Que partan la torta! –gritó Martín.

–No te digo, ese es.

Así Susana Lastarria iba comentando todo lo que pasaba con su hermana Chela, que había venido a ayudarla a controlar a tanta fie­recilla. Y tanta fierecilla comía ahora su torta, cake is the name, que era imposible terminar con todo lo de es hijo de fu­lanito, de men­ganito, el diputado, tan buenmozo como era, últimamente ha enve­jecido mucho, igualito a su mamá, como dos gotas de agua. ¿Su­san?, pobre Susan, no creas que lo pasa tan mal, yo la he visto con él, y por qué no si es viuda, hace tres años ya...

Y, un poco por lo que en geografía suele llamarse deter­mi­nismo geográfico (antideterminismo lo hace el hombre), Julius y Cinthia continuaban metidos en todo eso, pero sin alejarse mucho de Vil­ma. Habían gozado de momentos de tranquilidad mientras los de­más comían, pero ya el lonche se iba acabando y pronto sería ho­ra de salir al jardín y jugar.

Felizmente Martín decidió que tenían que escoger dos equipos para un partidito de fútbol. Todo el mundo quería jugar en el equipo de Martín. Era el nuevo líder y el que tomaba las decisiones: ¡Tú pa­­­ra aquí!, ¡tú para allá!, ¡tú no juegas!, ¡tú para allá!, ¡tú también!, ¡que se vaya esta chica!, ¡Rafael ven para acá!, ¡ese es muy chico! Entonces Rafaelito fue y le dio un empujoncito a Julius y Vilma vino a recogerlo, Cinthia también. «Ven, Julius», le dijo: «te voy a en­señar una cosa, pero la vas a aprender, ¿ah?». Se dirigieron hacia el interior del castillo, pero antes, en el camino, se encontraron con la tía Susana.

–No se vuelvan a perder –les dijo–; quédense donde los pue­dan ver. Vilma, no los pierda de vista; falta media hora para que llegue el mago.

Cuando llegó el mago, el partido ya había terminado. Todos sa­bemos que ganó el equipo de Martín. Dos a cero: un taponazo de Pi­po en el estómago del arquero (cayó dentro del arco), y un pun­tazo de Martín que hizo añicos una ventana del castillo. Ahora ya oscurecía y las amas les estaban limpiando las caras sudorosas con toallitas húmedas y tibias, ¡cómo te has ensuciado la ropa, niñito, por Dios!, con verdadera habilidad los iban dejando nuevecitos porque ya no tardaba en comenzar la función: este año, en vez de cine, mago.

Los sentaron en silletitas alineadas en el inmenso hall del castillo. En la cabecera de la tercera fila estaban Cinthia, Julius y Vilma, de pie, a un lado. Desde el fondo, Víctor la contemplaba por encima de las cabecitas de unos cincuenta niños y de las cabezotas de unas quince amas que habían logrado sentarse; las demás estaban de pie, recostadas en las paredes. En primera fi­­la, al centro, Rafae­li­­­­to, Pipo y Martín, este último diciendo que todo era puro truco (el ma­go aún no había asomado por el hall), y al extremo, las hermanas Chela y Su­sana, Susana odiando a Mar­tín: «¡Eso sí que no! ¡Sién­tese!». Martín trataba de organizar una barra para recibir al ma­go: ¡truco!, ¡truco!, ¡truco! Mocoso retaco insolente.

El mago Pollini, que había actuado en la televisión y todo, entró mariconsísimo y casi corriendo por la puerta lateral del gran hall. En­cantado de estar en el castillo, avanzó rápidamente hasta la señora Susana y le besó la mano como hacía tiempo no se la besaba a na­­die en Lima. «Sen-ñora, dijo, a sus órdenes», y todo empezó a oler a perfume en esa zona del hall. Después saludó a la tía Chela, otro be­sito en la mano, y les presentó a su partenaire, que era su es­posa también, largos años por escenarios de todo Sudamérica, con sil­bi­ditos y todo y que no, no lograba ser como la señora. El ma­go preguntó si podía proceder, le dijeron que sí, y entonces se dirigió a la mesa que habían dispuesto para él, frente a los niños. Las hermanas se sentaron nuevamente y el mago, echando una mi­radita al audi­tó­rium, varios millones reunidos, descubrió, al fondo, a Víctor. «¿Me podrían traer un vaso de agua?», dijo, como quien no quiere la cosa. Víctor se hizo el desentendido, ni que fuera quién, pero la señora volteó a mirarlo: «Víctor, tráigale un vaso de agua al mago... al señor», y el pobre no tuvo más remedio que humillarse en presencia de Vilma. El mago también ya le había echado el ojo, pero no era el momento, estaba en un castillo.

Alzó los brazos como si lo fueran a fusilar, pero era para que su partenaire le sacara la capa. Ya había puesto el sombrero tarro y el maletín de cuero negro sobre la mesa y ahora se parecía menos a Drácula, para tranquilidad de Julius y de muchos otros que lo seguían atentamente con los ojos y con la boca abier­ta. Cinthia le dio un codazo a su hermano «no te olvides, Julius, ¿te acuerdas de to­do?», parece que Vilma también participaba del secreto. Pero en ese instante llegaba Víctor donde el mago con el vaso de agua, que lo de­jara ahí nomás, sobre la mesa, y pudo comprobar que no era tan blanco, se talquea el rosquete y se maquilla, dejó el vaso y le mentó la madre con los ojos. Ahora sí ya iba a empezar la función.

Iba a empezar, porque en ese instante llegó el señor Lastarria, el padre de Rafaelito y el mago se derritió. Entró el señor Las­ta­rria, Juan Lastarria, y avanzó para saludar una vez más a su esposa, hacía diecisiete años que la saludaba una vez más. El mago lo miraba, lo admiraba y esperaba que, con los ojos, lo autorizara a correr y saludar. Ese era el señor Lastarria, digno de admiración, ese que ahora lo estaba mirando, ya podía venir y saludar, ese cu­ya mano estrechaba ahora feliz, sobón, y que por supuesto no le besó la mano a su partenaire, a su mujer.

En cambio a Susan sí se la iba a besar. A Susan, no Susana, Juan Lastarria sentía la diferencia; a Susan, linda, la madre de Julius que en ese instante llegaba también: estaba bien visto eso de recoger a los hijos de un santo, amor maternal, sentido de res­ponsabilidad, etcétera; y ella aprovechaba, ella mataba dos pája­ros de un tiro: recogía a los hijos y de paso se soplaba a su prima Su­sana, tan fea, tan sosa; de paso se soplaba a Juan, de paso lo hacía feliz, de paso se dejaba be­­sar la mano por él, my duchess, y el besito como una esponja en la mano siempre linda.

Ahí estaban todos. Se saludaban. Susan y Susana. Juan Las­tarria y el mago. La partenaire y Susana y Susan imposible. Su­san era viuda y Susana era fea, horrible. Juan fue pobre arribista trabajador, por matrimonio había logrado hasta el castillo y ahora era cursi. El ma­go era un artista. El señor Lastarria había triun­fado. La partena­ire estaba muerta, pero era también veinte años de una vida llena de trucos. Ter­minaron de saludarse. «¡Julius!, ¡Cinthia!», exclamó Su­san, vol­tean­do a mirar adonde ya sabía que estaban, se acercó y los besó, linda. «¿Un whisky, duchess?», así la llamó su primo Juan. «Sí, darling, con una piz­ca de hielo». Pobre darling, se casó con Susana, la prima Susana, y descubrió que había más todavía, something called class, aris­to­cracy, ella por ejemplo, y desde entonces vivía con el pescuezo es­­tirado co­mo si quisiera alcanzar algo, algo que tú nunca serás, darling.

Pero para el mago el asunto era distinto; él ya no captaba tanta sutileza, cuestión de centavos más bien para él; él sí que admiraba al señor Lastarria y por eso maldecía haber pedido el vaso de agua, mal­dito el momento en que lo pidió, seguro que ahora no le invitaban un escoch. Ya los traía el mayordomo, él los contó mentalmente, rá­pidamente los distribuyó, para algo era mago: no, no había uno pa­ra él, ya iba cogiendo cada uno el suyo, el señor Lastarria también, ya le tocaba empezar con su show.

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