Alfredo Echenique - La amigdalitis de Tarzán

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Juan Manuel Carpio, cantautor peruano probando suerte en París y María de la Trinidad del Monte Montes, joven aristócrata salvadoreña, narran la historia de su relación a través de cartas en La amigdalitis de Tarzán. Ella fracasará en su intento de llevar una vida plena en el matrimonio con un fotógrafo chileno. Él tendrá aspavientos internacionales a través de sus canciones. Pero ninguno imaginará lo indispensable que se tornará para cada cual la lectura del cariño del otro en las misivas, las cartas, que protagonizan La amigdalitis de Tarzán.

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Alfredo Bryce Echenique La amigdalitis de Tarzán Allá en USA A Lady Ana - фото 1

Alfredo Bryce Echenique

La amigdalitis de Tarzán

Allá en USA:

A Lady Ana María Dueñas

Siempre.

Sin olvidar jamás.

También a Claudia Elliot y Julio Ortega,

generosos amigos en el tiempo y la distancia.

Y en la Lima de mis temblores:

A Luz María y Manuel Bryce Moncha,

fraternalmente.

Con un abrazo de Bryce a Bryce.

Con todo mi afecto, mi más sincero agradecimiento a mis primos Inés García Bryce y Alfredo de Toro, y a mis sobrinos María Elena Harten y Alfredo de Toro García, por la generosidad con que varias veces me invitaron a sus hoteles Victoria Eugenia, de la Playa del Inglés, y Reina Isabel, de Las Palmas, en Gran Canaria. Ahí encontré la tranquilidad para empezar, continuar, o terminar, algunos de los últimos libros que escribí en Europa.

«Estas damas dadas a escribir que creen que con

su pluma pueden abrir nuevos horizontes.»

VIRGINIA WOOLF, Diario

«Tú no estarás aquí,

porque aquí todo presagia distancia.»

NURIA PRATS, Deep south

«Muchas veces, sólo el humor nos permite

sobrevivir al espanto.»

MARGUERITE YOURCENAR

«Y más no escribo porque tengo flojérica en

los riñones, en los zapáticos y en el corpíñico.»

VIOLETA PARRA [1]

«Experimentó la angustia y el dolor, pero

jamás estuvo triste una mañana.»

ERNEST HEMINGWAY,

A través del río y entre los árboles

I. Prehistoria de amor

Diablos… Tener que pensar, ahora, al cabo de tantos, tantísimos años, que en el fondo fuimos mejores por carta. Y que la vida le metió a nuestra relación más palo que a reo amotinado, también, claro. Pero algo sumamente valioso y hermoso sucedió siempre entre nosotros, eso sí. Y es que si a la realidad se la puede comparar con un puerto en el que hacen escala paquebotes de antaño y relucientes cruceros de etiqueta y traje largo, Fernanda María y yo fuimos siempre pasajeros de primera clase, en cada una de nuestras escalas en la realidad del otro. Esto nos unió desde el primer momento, creo yo. Y también aquello de no haberle podido hacer daño nunca a nadie, me imagino.

¿Qué nos faltó, entonces? ¿Amor? Vaya que no. Lo tuvimos y de todo tipo. Desde el amor platónico y menor de edad de un par de grandes tímidos hasta el sensual y alegre y loco desbarajuste de los que a veces tuvieron sólo unas semanitas para desquitarse de toda una vida, pasaría contigo, desde el amor de un par de hermanitos nacidos para quererse y hacerse el bien eternamente hasta el de un par de cómplices implacables en más de un asalto de delincuentes, y desde el de un par de jóvenes enamorados incluso del amor y de la luna hasta el de un par de veteranos capaces de retozar aún en alguna remota isla bajo el sol, no me importa en qué forma, ni dónde ni cómo, pero junto a ti… O sea que vaya que tuvimos amor de todo tipo y tamaño, pero siempre del bueno, esto sí que sí.

Cierto también es que nuestra lealtad fue siempre limpia y total, aunque aquí hay que reconocer, cómo no, que muy a menudo actuamos como dos jugadores en la misma cancha que juegan dos juegos diferentes con la misma pelota. Y quién puede negar ya, a estas alturas de la vida, que lo que nos faltó siempre fue E.T.A., es decir, aquello que los navegantes de aire, mar y tierra suelen llamar en inglés Estimated time of arrival. Porque la gran especialidad de Fernanda María y la mía, a lo largo de unos treinta años, fue la de nunca haber sabido estar en el lugar apropiado ni mucho menos en el momento debido.

O sea que jode, realmente jode, y cómo, tener que reconocer que fuimos mejores por carta. Con lo cual, por supuesto, también lo mejor de mí ha desaparecido para siempre, en gran parte. Sí, que quede muy claro: encima de todo, desapareció para siempre, casi una década de lo mejor de mí mismo. Y es que me morí un montón y por los siglos de los siglos desde el día aquel en que unos negros jijunas te asaltaron en Oakland, California, Fernanda Mía, y entre otras joyas de la corona alzaron en masa con unos quince años de lo menos malo que hubo en mí, según me contaste tú misma, Mía, en esta carta que me enviaste desde Oakland, sabe Dios en qué fecha pues olvidaste ponerla, porque en aquel momento no sabías ni el día en que vivías, pero que a juzgar por el contexto, o nuestro contexto, mejor dicho, debe ser de principios de los ochenta:

Querido Juan Manuel

Se ha interrumpido por completo el circuito. Debido a varias cosas. En primer lugar, me robaron tus cartas. Bueno, me las robaron porque guardo la colección entera en un bolso inmenso y unos espantosos gorilas (tamaño y color, quiero decir) me asaltaron en la calle, quitándome el bolso, mi lindo anillo de brillantes que era de mi abuela, unos collares de oro que tenía puestos, y un reloj. ¡Imagínate qué barbaridad! Me dio tanta cólera que salí corriendo tras ellos, y por suerte, porque mientras ellos corrían se les cayó mi billetera que tenía mis documentos. Por lo menos no perdí los documentos. Pero me quitaron bastantes cosas. Llamé a la policía pero no han podido encontrar nada. Esto desde hace ya meses. Lo único que me dijeron es que estaba loca de correr detrás de ellos y que por suerte no los alcancé. Efectivamente no hubiera podido hacer gran cosa contra tres negrotes horribles. Pero ya tú sabes que con cólera no piensa una en eso. Sólo tenía ganas de pegarles.

Bueno, por lo menos no me pasó nada, personalmente, aunque perdí bastante. Hay gente que sale peor, o sea que además de robarles también les pegan o algo. En este caso, más bien era yo la que tenía ganas de pegar. En esto pasó el mes de agosto, y entre todas las cosas que se perdieron se fueron tus cartas. Me desconsolé tanto que me quedé muda, por lo menos epistolarmente.

Ahora, para comenzar de nuevo, quisiera saber si al fin te llegó a Lima un libro de poesía de D. H. Lawrence que te mandé con una pareja de gringos. Por tu silencio al respecto, parece que eso también se perdió. Lástima grande porque era un lindo libro y muy completo y que por ahí, muy como quien no quiere la cosa, terminaba hablando de nosotros, como si el señor Lawrence nos hubiera conocido desde niños. Fíjate nomás que nos compara con los elefantes, mi querido Juan Manuel. Y fíjate también que tiene un montón de razón, porque nos describe igualitos, ya sólo nos falta la trompa. Con qué derecho y con qué sabiduría, aunque esto último es más bien un reconocimiento a don David Herbert.

¿Cómo terminó tu estadía en Lima y cómo fue tu regreso a Francia? ¿Y en qué caminos andas? Estoy atrasadísima de noticias. Te cuento lo mío, que no ha variado mucho desde que te escribí la última vez, salvo por lo de tus cartas adoradas y adorables y las últimas joyas que quedaban en la desgraciada historia de mi familia, creo.

Todavía estoy aquí en California. Con trabajo ahora y los niños ya hablando inglés, pero siempre con grandes dificultades de adaptación y una soledad de la puta madre. Hace ya tanto tiempo que no le veo la pálida cara a la soledad que casi la había olvidado, pero ella siempre la espera a una a la vuelta de la esquina.

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