Alfredo Tomás Ortega Ojeda - La bruja

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Alfredo Ortega sabe que el oficio de un escritor es mostrarnos nuestra realidad humana a través de los personajes que protagonizan las historias. Ellos nos revelan mucho de lo que somos, de lo que anhelamos; también de lo que nos hace soñar, sufrir, imaginar.
La Bruja contiene seis cuentos muy distintos entre sí,en especial por la estructura narrativa, los temas y los espacios donde se desarrollan las historias. Sin embargo, los une un tono que linda en la nostalgia, el abandono, la tristeza, los recuerdos, la esperanza.
A pesar de que los cuentos de este libro son de largo aliento, la gran virtud del autor es mantener la tensión desde sus primeras líneas hasta concluir, lo cual no es fácil de conseguir.
En La Bruja, Alfredo nos muestra una gran capacidad para narrar múltiples hechos, un amplio uso del lenguaje, un buen abanico de temas y el uso de varios recursos estilísticos para contar.
En estos cuentos encontraremos diversos actores: políticos, brujas, niños, pescadores, capitanes, monjas, estudiantes… Todos viven conflictos constantes —de otra manera no se puede concebir un cuento— que a lo largo del texto van resolviendo. La descripción física, sicológica, social e ideológica de los protagonistas es muy precisa. Con pocos detalles que el autor nos ofrece, es fácil adentrarnos a la cosmovisión de cada uno. A veces esto es suficiente con pocos adjetivos, algunas expresiones en los diálogos o ciertas acotaciones del narrador.

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Para Zythella, que es mi madre,

sin ella no habría cuento que contar

Presentación

Alfredo Ortega sabe que el oficio de un escritor es mostrarnos nuestra realidad humana a través de los personajes que protagonizan las historias. Ellos nos revelan mucho de lo que somos, de lo que anhelamos; también de lo que nos hace soñar, sufrir, imaginar.

La Bruja contiene seis cuentos muy distintos entre sí, en especial por la estructura narrativa, los temas y los espacios donde se desarrollan las historias. Sin embargo, los une un tono que linda en la nostalgia, el abandono, la tristeza, los recuerdos, la esperanza.

A pesar de que los cuentos de este libro son de largo aliento, la gran virtud del autor es mantener la tensión desde sus primeras líneas hasta concluir, lo cual no es fácil de conseguir.

En La Bruja , Alfredo nos muestra una gran capacidad para narrar múltiples hechos, un amplio uso del lenguaje, un buen abanico de temas y el uso de varios recursos estilísticos para contar.

En estos cuentos encontraremos diversos actores: políticos, brujas, niños, pescadores, capitanes, monjas, estudiantes… Todos viven conflictos constantes —de otra manera no se puede concebir un cuento— que a lo largo del texto van resolviendo. La descripción física, sicológica, social e ideológica de los protagonistas es muy precisa. Con pocos detalles que el autor nos ofrece, es fácil adentrarnos a la cosmovisión de cada uno. A veces esto es suficiente con pocos adjetivos, algunas expresiones en los diálogos o ciertas acotaciones del narrador.

Los finales de los cuentos de La Bruja son tristes, otros alegres, otros trágicos. Augusto Monterroso comentaba que “la literatura está más hecha de lo negativo, de lo adverso y, sobre todo, de lo triste. El bienestar, y específicamente la alegría, carecen de prestigio literario”. En estos seis cuentos sucede igual.

El mismo Monterroso escribió que “un cuento es un fragmento de vida cotidiana que luego la vida misma va complicando; por eso, no debemos estorbar su desarrollo con la acumulación de datos u objetos superfluos”. En estos seis cuentos, Alfredo Ortega nos ofrece descripciones y diálogos ágiles, sin abrumarnos con datos innecesarios.

Julio Cortázar dijo alguna vez que el cuento “es algo que tiene un ciclo perfecto e implacable; algo que empieza y termina satisfactoriamente como la esfera en que ninguna molécula puede estar fuera de sus límites precisos”. En estos cuentos —y en los otros que ha escrito— Ortega sigue al pie de la letra estas palabras.

De los libros de cuentos publicados por Ortega, vale decir que son diferentes entre sí, lo que habla de un escritor que ha buscado diversos caminos para contar. Luego de leer El cumpleaños de la maniática pirómana, La inapetencia de Pedro, El Pato cabalga/El secreto de La Señora, Yo no quiero ir en tren , advertimos una gama muy amplia de temas, recursos, personajes, espacios, etcétera. Sin embargo, en La bruja se advierte a un escritor más consolidado en su estilística narrativa. Seis cuentos lo demuestran.

Jorge Orendáin

El encuentro

No podía creerlo cuando la vi, parada en la esquina de López Cotilla y Corona, esperando el cambio de luces para cruzar la calle. ¿Qué hacía en Guadalajara? No había vuelto a verla en años, y de pronto aparecía allí, con una mochila de excursionista en la espalda, unos pantalones de mezclilla raídos y sucios, y unos huaraches de cuero maltrechos por el uso. Se veía un poco más encorvada y flaca, pero igual su pelo largo, negro y lacio, siempre suelto, su mirada distraída, su figura desgarbada que nunca llegó a ser hermosa. Era como si todavía no hubiese terminado de salir de la universidad.

Le toqué el claxon y ella no me hizo caso. Debí suponer que no me reconocería, yo sí que había cambiado. Nada quedaba ya del pelo largo y los jeans de mi vida estudiantil, mi otrora inseparable morral con grecas de Montealbán, hacía tiempo que había ido a parar al cesto de basura, siendo reemplazado por un portafolio de cuero importado. Saco y corbata, peinado de moda, teléfono celular. En nada me parecía ya al bisoño socialista que ella perdió de vista en el decenio anterior. El auto deportivo que ahora ella miraba con fastidio, todavía olía a nuevo. Tuve que bajar la ventanilla y llamarla por su nombre.

—¡No es posible que seas tú! —me dijo, luchando por meter su enorme mochila en el asiento trasero, mientras se elevaba el volumen de las bocinas de los autos de atrás—. ¡Estás hecho una porquería!

Venía de Oaxaca, de algún rincón perdido en la sierra, donde desde hacía varios años ella y sus colegas prestaban servicios a ejidos indígenas. Hasta donde pude deducir, se habían convertido en una suerte de misioneros socialistas, en una vertiente del maoísmo hacia la cual ella sentía inclinación desde que yo la recordaba. Su entrega a la causa de los desposeídos no era nueva, pero su autoexilio en la serranía oaxaqueña la había alejado durante los últimos años del mundo civilizado.

Estaba en la ciudad para recibir un embarque de maquinaría agrícola, destinada a facilitar las penosas faenas del cultivo en las montañas. Maquinaria que habían adquirido a través de un incierto intermediario, y que había llegado por tren desde la frontera norte, cosa extraña si se la pensaba bien, teniendo ellos tan cerca los puertos de Coatzacoalcos y Salina Cruz. Debía ella supervisar, porque sus hermanos indígenas no sabían leer ni escribir, el traslado de las pesadas cajas del Ferrocarril del Pacífico al Ferrocarril Central, para que fuesen enviadas a México y de allí a Oaxaca, para terminar su largo viaje en algún ejido mixteco de nombre largo e impronunciable.

Todo esto me contaba atropelladamente mientras yo hacía un rodeo amplio alrededor del Centro, procurando prestarle atención, tratando de reponerme de la sorpresa y de tomar una rápida decisión. Por supuesto que me ofrecí a ayudarla, pero tendría que ser hasta el día siguiente, pues el de hoy era un día singularmente ocupado para mí. Ella venía llegando a la ciudad y no la conocía bien, su único antecedente era una visita fugaz, cinco años antes, para participar en un evento político. No tenía la menor idea de donde se encontraba la terminal del tren, de manera que la llevé hasta allí y le propuse reunirnos para comer. Ella sugirió el Madoka, que era lo único que parecía conocer en Guadalajara. Yo estuve de acuerdo, pues con esa facha suya, no me animaba a llevarla a un buen restaurante.

Después de dejarla le pisé al acelerador, pues aquel día era la asamblea del partido en la que elegirían a los candidatos para las diputaciones federales. Yo conocía de antemano la lista de los agraciados, de manera que no me interesaba lo que ocurriera durante la reunión. Lo que quería era ver a Guillermo, quien había conseguido la designación por el Distrito 23. Yo sería su coordinador de campaña, de modo que además de festejar nuestro triunfo era mucho lo que teníamos que hablar ese día. Pero la repentina aparición de Gabriela, además de haber agitado una parte de mis recuerdos que yo tenía por muerta y sepultada, venía a complicarme una jornada que de suyo ya me iba a resultar difícil.

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