Alfredo Tomás Ortega Ojeda - La bruja

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Alfredo Ortega sabe que el oficio de un escritor es mostrarnos nuestra realidad humana a través de los personajes que protagonizan las historias. Ellos nos revelan mucho de lo que somos, de lo que anhelamos; también de lo que nos hace soñar, sufrir, imaginar.
La Bruja contiene seis cuentos muy distintos entre sí,en especial por la estructura narrativa, los temas y los espacios donde se desarrollan las historias. Sin embargo, los une un tono que linda en la nostalgia, el abandono, la tristeza, los recuerdos, la esperanza.
A pesar de que los cuentos de este libro son de largo aliento, la gran virtud del autor es mantener la tensión desde sus primeras líneas hasta concluir, lo cual no es fácil de conseguir.
En La Bruja, Alfredo nos muestra una gran capacidad para narrar múltiples hechos, un amplio uso del lenguaje, un buen abanico de temas y el uso de varios recursos estilísticos para contar.
En estos cuentos encontraremos diversos actores: políticos, brujas, niños, pescadores, capitanes, monjas, estudiantes… Todos viven conflictos constantes —de otra manera no se puede concebir un cuento— que a lo largo del texto van resolviendo. La descripción física, sicológica, social e ideológica de los protagonistas es muy precisa. Con pocos detalles que el autor nos ofrece, es fácil adentrarnos a la cosmovisión de cada uno. A veces esto es suficiente con pocos adjetivos, algunas expresiones en los diálogos o ciertas acotaciones del narrador.

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Guillermo no me dejó ir sino hasta pasadas las diez, reprochándome con la mirada cuando le avisé que la mañana siguiente la ocuparía en un asunto personal. Como ya era tarde, pasé a comprar pizza y cervezas. Ella estaba fresca y descansada después del baño, se había puesto una de mis piyamas. Cenamos en la sala, viendo la televisión, y no entendí porqué a ella le pareció un hábito extraño. Las Chivas estaban jugando la semifinal, pero eso no significaba nada para ella, así que decidí poner el noticiero.

Comíamos, fumábamos y escuchábamos a medias las noticias, pero en algún momento ella se puso en pie y apagó el televisor sin siquiera tomarme parecer, no recordaba otra mujer que se atreviese a tanto. Así que a partir de allí conversamos, ella sobre la sierra, sus convicciones, su lucha y sus hermanos indígenas, y yo sobre el partido, Guillermo, mis planes para la campaña. Y a cada momento nos parecía que el otro estaba hablando sandeces.

—Por favor quítate esa corbata —me pidió, cuando abrimos la segunda cerveza—, no soporto verte así.

Ella habló de la miseria, la injusticia y las cosas que siempre han ocurrido en este país en los lugares donde viven indios. Yo la dejé hablar con la intención de que se desahogara, aunque tuve la impresión de que no llegaba al fondo de las cosas. Cuando algo de lo que decía comenzaba a emocionarla, callaba abruptamente, como si estuviese haciendo esfuerzos por controlar sus sentimientos. Creo que había cosas de las que prefería no hablar. Para mí todo estaba claro, ella estaba tan obstinada en sus creencias políticas que no deseaba admitir que sus camaradas, y ella misma, estaban equivocados en su anhelo de proteger a los indígenas contra la sociedad moderna y las leyes del mercado, que sus anquilosadas propuestas de igualdad social estaban siendo rebasadas por la historia.

—Créeme que yo admiro y respeto tu labor y tus convicciones —le dije, levantándome del sofá, encendiendo el aparato de sonido y buscando en el armario algunas de mis cintas viejas—. Pero tú sabes que mi pensamiento es diferente.

—Es Silvio —me interrumpió, tarareando la primera canción que sonó—. Tiene años que no lo escucho.

—¿Ni siquiera eso? —Ella se encogió de hombros.

—No tengo grabadora —respondió—. Sólo oigo el radio, en dialecto casi siempre. No tengo tiempo para esas cosas. Cuando uno se compromete con una causa debe hacerlo a fondo.

—Pero es tu causa, no la de ellos —le repliqué, aprovechando la oportunidad.

—Tú lo dices porque nunca has estado allá, no tienes la menor idea de lo que es eso.

—No necesito ir hasta allá para saberlo, en nuestro Distrito también hay zonas marginadas, jodidas de verdad, créeme.

—Lo que pasa es que tú ya te vendiste al sistema. ¡Mírate!, estás hecho un catrín y un padrote. Interpretas la realidad según tu conveniencia. Para ti todo está bien porque tú estás bien, pero en este país la gente está jodida, no contenta, tú lo sabes pero te haces. El verdadero México está en otra parte, pasas junto a él y no lo ves.

—Dime una cosa —le repliqué, mientras destapaba otra cerveza—. ¿Por qué tienen que venir ustedes desde las universidades a fabricarles sus demandas y explicarles sus necesidades? —le hice un ademán para que me dejase terminar—. Te voy a contestar, porque no son de ellos esas ideas, ustedes las arman y luego se las venden como propias.

—Ocurre que ellos están indefensos —me replicó—. Siglos de explotación y miseria les han impedido entender su realidad. Ustedes los mantienen ignorantes porque así los pueden explotar, no lo niegues. Nosotros les ayudamos a abrir los ojos. Tú sabes todo eso, eres lo bastante inteligente, lo que pasa es que eres egoísta.

—Y, ¿tú, Gabriela?, ¿qué hay de ti como mujer? ¿Qué hay de tus sueños propios, tu bienestar económico, tu realización profesional?

—¡Ah, qué pendejadas dices! —me respondió, soltando una carcajada honda y cristalina.

—De veras —le dije—. Veme a mí. Con dos telefonazos puedo solucionar tu problema en la mañana. Ni siquiera tienes que moverte de aquí. Cuentas conmigo y lo sabes bien, pero escucha un consejo de amigo, soy sincero. —Ella guardó silencio y me miró con sus ojos profundos y oscuros—. Así como me ves —continué, aprovechando que no hablaba— con corbata y auto del año, te aseguro que puedo hacer más por los desvalidos que tú. ¡Porque estoy dentro del sistema!, yo trabajo desde dentro. Cada día tomo decisiones que afectan a miles —seguí, mientras sentía que su mirada me traspasaba como si mi cuerpo fuera un cristal, y la expresión de su rostro era inescrutable. Sus ojos estaban en mí, pero su mente vagaba en algún punto lejano—. La asistencia social instrumentada por el gobierno…

—Te propongo algo —me interrumpió de pronto—. Hagamos una tregua. Realmente necesito tu ayuda mañana, y estoy disfrutando mucho este momento —añadió, levantándose a voltear la cinta—. Mejor no estropeemos la velada hablando de política. ¿No tienes tequila o algo parecido?

Ahora fui yo quien se rio. Después de todo tenía razón. Fui a la cocina y saqué el tequila. Pero de pronto se me ocurrió una idea; abrí el refrigerador, saque una botella de champaña y tomé dos copas. Ella, que jamás lo había probado, me reprochó el gesto machista y burgués. Mientras bebíamos escuchamos cintas muy viejas, tarareando las canciones pues ya no recordábamos las letras, y repasamos nuestras extraviadas memorias de la vida estudiantil, nuestras aventuras y episodios amorosos. Poco a poco, las burbujas en las copas y el humo de los cigarros fueron gasificando la charla, y ella volvió a ser buena y dulce.

A la mañana siguiente desayunamos en la cocina. Yo preparaba unos huevos y ella hojeaba mi periódico, leyendo con profunda atención alguna noticia de la sección “País”, que yo no alcanzaba a ver desde la estufa. Yo no esperaba de ella una reacción pueril, pero por experiencia sabía que uno no debe iniciar conversación con una mujer cuando en la víspera se ha tenido un primer lance amoroso, así que le serví su plato, me senté frente a ella y tomé la sección de deportes para enterarme del resultado del futbol.

Me reprochó por el tiempo que me tomaba arreglarme. Pero en cuanto me anudé la corbata, tomé el celular y llamé al partido. Le pedí a mi secretaria que hablara con el jefe de la estación de carga para solicitarle, a nombre del candidato, que brindara facilidades para el transbordo de las cajas de maquinaria, y luego le indiqué que enviara una camioneta y dos mozos a la terminal. Con eso hubiera sido suficiente, pero por atención a Gabriela decidí acompañarla personalmente. Y fue bueno que así lo haya hecho, porque apareció un oficial de aduanas, un individuo bajo de estatura y celoso de su deber, que a pesar del pedimento legalizado en la frontera insistía en abrir las pesadas cajas de madera, las cuales ostentaban letreros en chino y la leyenda “Made in Taiwan”. Me molestó mucho la actitud de aquel tipo, fanfarrón en sus maneras y hostil hacia Gabriela. Ni siquiera cuando me identifiqué pareció inmutarse, como si no creyera lo que le decía. No tuve otro remedio que llamar por el portátil a mi secretaria, pedirle que enlazara la llamada a la oficina de aduanas y solicitar, de parte de Guillermo, que pusieran al jefe en la línea.

—¿Bueno? ¿Con quién tengo el gusto? ¿Licenciado Fernández? ¿Eres el subdirector? Mira, habla el coordinador de campaña del Lic. Guillermo Márquez, a tus órdenes. —Al oír esto, el chaparrito puso cara de preocupación—. ¿Tu jefe anda en el desayuno?, el candidato también. —En ese momento, y sin que nadie se lo solicitase, el oficial se apresuró a sellar la documentación—. Sólo llamaba para saber si nos van a acompañar en la apertura de campaña —dije. El nefasto individuo respiró con alivio—. Por cierto que hemos recibido un apoyo invaluable de parte del oficial —le hice señas al chaparrito—. Beas, sí, Beas, debo decirte que es un excelente elemento. —De allí en delante todo fluyó como el agua.

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