Alfredo Tomás Ortega Ojeda - La bruja

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Alfredo Ortega sabe que el oficio de un escritor es mostrarnos nuestra realidad humana a través de los personajes que protagonizan las historias. Ellos nos revelan mucho de lo que somos, de lo que anhelamos; también de lo que nos hace soñar, sufrir, imaginar.
La Bruja contiene seis cuentos muy distintos entre sí,en especial por la estructura narrativa, los temas y los espacios donde se desarrollan las historias. Sin embargo, los une un tono que linda en la nostalgia, el abandono, la tristeza, los recuerdos, la esperanza.
A pesar de que los cuentos de este libro son de largo aliento, la gran virtud del autor es mantener la tensión desde sus primeras líneas hasta concluir, lo cual no es fácil de conseguir.
En La Bruja, Alfredo nos muestra una gran capacidad para narrar múltiples hechos, un amplio uso del lenguaje, un buen abanico de temas y el uso de varios recursos estilísticos para contar.
En estos cuentos encontraremos diversos actores: políticos, brujas, niños, pescadores, capitanes, monjas, estudiantes… Todos viven conflictos constantes —de otra manera no se puede concebir un cuento— que a lo largo del texto van resolviendo. La descripción física, sicológica, social e ideológica de los protagonistas es muy precisa. Con pocos detalles que el autor nos ofrece, es fácil adentrarnos a la cosmovisión de cada uno. A veces esto es suficiente con pocos adjetivos, algunas expresiones en los diálogos o ciertas acotaciones del narrador.

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Ahora debo aceptar que ella tenía razón, y que yo ya debo de estar condenado. Porque yo sabía que no tenía derecho de ir al paseo, después de que Papá, furioso porque Mamá le había dicho de mi tarea inconclusa, y también porque según él, Mamá lo molestaba porque ella no era capaz de hacer lo que le correspondía, me pegó una santa cueriza, me castigó un mes sin salir a jugar y lo que más me dolió, me prohibió que usara la camiseta oficial de la Selección que acababa de traerme de Guadalajara. Todo por no haber hecho la tarea de Ecología, y haber provocado que Papá le reprochase a Mamá su descuido en mis estudios, y que ella le contestara que yo era hijo de los dos, y que él jamás se había dignado pararse por el colegio. A lo cual Papá respondía que su obligación era traer dinero a casa, y que diera gracias que ganaba lo suficiente para tenerme en el colegio, lo cual, por cierto, se hacía para complacerla a ella, pues de sus ganas, él me hubiera mandado a la escuela pública, para que me hiciese hombrecito como él, en vez de andar entre las faldas de las monjas. Invariablemente, Mamá le respondía que precisamente para eso me había metido al colegio, para evitar que me convirtiera en un bruto, como él. Y de estas razones pasaban a los reproches, los gritos y las majaderías, como les decía mi abuela, para terminar siempre con el portazo que daba Papá cuando, furioso y desencajado, abandonaba la casa. Lo peor no era que discutiesen, y que incluso hubiesen llegado a los golpes, sino que yo estuviera allí presente, escuchándolos y viéndolos encrespados como dos gallos de pelea, sobretodo cuando yo tenía la culpa de sus pleitos. Porque mi abue Trina dice que a pesar de su carácter arrebatado, Papá es un hombre bueno, y que Mamá hace muy mal en enfrentarlo y responderle, porque los hombres así son, y la mujer debe aguantarse y ofrecérselo todo a nuestro señor, pero las mujeres de ahora han olvidado el respeto y la devoción, y por eso el mundo anda ahora de cabeza. Y a mí me dice que yo no debo dar motivo para que ellos tengan disgustos, porque si no un día de estos Papá se va a cansar, y terminará por irse de la casa, y que yo soy el único que puede mantenerlos unidos. Por eso creo que ya me condené, pues aún sin tener derecho, y a pesar de que ni siquiera había empezado a hacer el trabajo que causó mis males, ese día, cuando la Madre Conchita nos anunció que la Directora acababa de autorizar el paseo para el día de nuestra señora, nomás llegué a casa, me lancé tras Mamá para pedirle, para rogarle que me dejase ir. Y aunque me dé vergüenza, no sólo supliqué, sino que lloriqueé, pataleé, juré por la virgen que Papá no se enteraría, al fin él nunca se daba cuenta de nada. Que ya tenía avanzado mi trabajo y que el sábado sin falta lo terminaría. Todo porque quedarme en casa ese día, mientras todo el salón se iba de paseo, y los otros vales se escapaban a la cascada, me parecía la injusticia más grande que podía ocurrir sobre la tierra. Y Mamá, pobrecita, fastidiada de tanta necedad, terminó por acceder.

Ese fue mi pecado, del que tantas veces me previno mi abue. Aunque yo podría alegar que en realidad la culpa fue de la Sofi, pero nadie va a creerme. Porque el día que la Madre nos dejó la tarea de Ecología, ella llevaba su faldita corta, que es muy corta, y cuando lo hace, la Madre la castiga mandándola hasta atrás del salón, a dos filas tan sólo de mi banca. Y yo apenas necesito voltear para mirarla, y entonces recuerdo lo que mis compañeros dicen de ella, lo que algunos afirman haber visto, y me vienen pensamientos raros, y parece que estuviera dormido y despierto al mismo tiempo, y me da por no entender lo que la Madre dice, y no apunto nada. Por eso no me di cuenta de que nos dejaron ese trabajo, hasta el día que teníamos que entregarlo y yo era el único que no lo llevaba.

II

Lo que sí, es que al principio fue bueno, o mejor decir, buenísimo, que me hubieran dejado ir. Porque tal y como lo habíamos acordado, en el primer descuido de la Madre Conchita y las otras madres, Álvaro, Rubén, Agustín, Braulio, el gordo Tomás y yo nos escabullimos entre las matas de la orilla y salimos destapados aguas arriba. Tal vez no tan alta como Álvaro nos la había pintado, pero allí estaba la cascada de Los Chorros, con aquella pared escarpada, de la que colgaban algunas matas solitarias, y a la cual había que trepar con cuidado, agarrándose de las salientes filosas, hasta alcanzar lo alto. De allí había que caminar, con el agua a la rodilla, hasta una piedra plana que sobresalía al centro del cauce, justo sobre el borde de la cascada. Y desde allí nos lanzábamos a las aguas turbulentas, pero por más esfuerzos que hacíamos, aguantando el aire hasta que los pulmones parecían a punto de explotar, sólo Braulio, en una ocasión, logró agarrar un puñado de arena del fondo de la poza.

Pero las emociones fuertes me esperaban al regreso. Después de un rato que parecía ya largo, Agustín y yo comenzamos a sentirnos nerviosos, y a decirles a los demás que ya era hora de regresar. Tomás, que es el más dañero, comenzó a decirnos maricones y los demás le siguieron, y se volvieron a trepar a la cascada. Yo era el más preocupado de que la madre notara nuestra ausencia, por las consecuencias que esto podía acarrearme, así que le dije a Agustín que si ellos querían, que se quedaran, pero que nosotros nos regresáramos. Agustín no se animaba, y cuando finalmente lo convencí, el gordo Tomás se dio cuenta de nuestra intención, corrió hasta nosotros y nos arrebató las toallas, se regresó a la poza y se las aventó a Rubén. Nosotros les gritamos que nos las devolvieran, pero ellos se reían y se las aventaban de uno a otro, ya totalmente empapadas. Agustín se metió al agua y yo me fui tras él, pero al ver que nos acercábamos, ellos las arrojaron tan lejos como pudieron y salieron a la orilla. Nosotros nos lanzamos a recogerlas y ellos, risa y risa, con el maldito gordo a la cabeza, emprendieron la vuelta. Agustín nadó hasta alcanzar su toalla, pero el infeliz no recogió la mía, así que cuando por fin la recuperé, ya todos se habían marchado.

Maldiciendo de todo corazón a mis amigos, con los ojos anegados de lágrimas, casi arrepentido de haber venido al paseo, inicié mi apresurado regreso. Mi mayor angustia era que los muy traidores fueran a acusarme con la Madre, porque entonces sí que me iba a esperar un fusilamiento en casa. A medio camino se me ocurrió una idea; si me subía al promontorio que bordeaba el río y caminaba entre los árboles, podría llegar a la Poza Honda por el lado opuesto, alegándole a la madre que había ido al baño y haciendo que aquellos infelices se llevaran un chasco. Entusiasmado con la idea, trepé el promontorio y me fui caminando bajo la sombra de los árboles, hasta que ya escuchaba la gritería de mis compañeros y sus chapaleos en el agua. Alcancé a oír que la madre los llamaba, avisando que era hora de comer. De pronto, al rodear el tronco enorme de una ceiba, me topé con la visión que me hizo olvidar lo que venía pensando. Allí, sobre un montículo de hierba, de espaldas a mí y a escasos metros de donde yo me hallaba, con el cabello mojado y los hombros bronceados de sol, estaba la Sofi, envuelta en una enorme toalla mientras se cambiaba de ropa. En ese momento, cayó al suelo su traje de baño, y yo sentí que el suelo oscilaba bajo mis pies. Ella volteó al sentir mi mirada, y no había enojo en su semblante. Yo debo haber ofrecido una estampa lamentable; desgreñado, con los ojos llorosos, paralizado de miedo como un conejo encandilado. La Sofi se echó a reír y se giró para verme de frente. Yo deseaba que la tierra se abriese a mis pies, y hubiera salido corriendo de allí, pero no lograba que mis piernas temblorosas respondiesen. Fue entonces cuando la sonrisa de la Sofi cambió, se hizo como dura, malévola, y sin decirme nada, abrió de repente la toalla y develó ante mis ojos incrédulos aquel misterio del que todos hablaban en el colegio. Y mientras ella se envolvía nuevamente en la toalla, y con risa burlona me daba la espalda, yo eché a correr como enyerbado, sintiendo que el corazón me saltaba por la boca, y repitiéndome, a cada golpe de la sangre en mi sien afiebrada, que efectivamente, como todos afirmaban, la Sofi ya había dejado de ser niña.

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