Vikinga Bonsái
ANA OJEDA
Gran estruendo las saca del sopor, bomba o terrible colisión en inmediación cercana. Asoman fisonomía al balcón para averiguar, cogote volador punta de cuerpo equilibrista en el vacío, enterarse de qué pasó, qué onda, solo ven a otres vecines en la misma.
Vikinga Bonsái vive con Maridito, que está de viaje en la selva paraguaya y con quien tiene un hijo adolescente: Pequeña Montaña. El recorrido de sus días está trazado por una bicicleta que no conoce más itinerario que Boedo-San Cristóbal-Boedo, llevándola de su casa al trabajo y del trabajo a su casa, previa parada en el chino para aprovisionarse según dicta un menú que siempre sabe a poco y entonces, por fin, a la cama.
Hasta que una mañana la pantalla del celular se ilumina y en el grupo Apocalipsicadas aparece una invitación difícil de rechazar: cena con amigas. A partir de ahí la novela avanza a paso feroz entre situaciones desesperadas o disparatadas.
Ana Ojeda bucea en las profundidades de la escritura y desemboca en las orillas con una novela que se detiene en la generosidad de los vínculos y en la que el lunfardo, el calabrés y el lenguaje inclusivo conviven en barroca comunidad. En su exuberancia, pero también en su particularidad, Vikinga Bonsái confirma que el lenguaje está vivo y se construye entre todes.
Vikinga Bonsái
ANA OJEDA
A mi hijo, poder de oso
¡Sombra terrible de Fecunda, voy a evocarte, para que, sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo! Vos conocés el secreto: ¡desembuchá! Diez años aún después de tu trágica muerte, la mujer de las ciudades y la china de los llanos argentinos, al tomar diversos senderos en el desierto, decían: “¡No; no ha muerto! ¡Vive aún! ¡Ella vendrá!”. ¡Cierto! Fecunda no ha muerto, está viva en las tradiciones populares, en la política y revoluciones argentinas; en Rosa, su heredera, su complemento: su alma ha pasado a este otro molde, más acabado, más perfecto; y lo que en ella era solo instinto, iniciación, tendencia, se convirtió en Rosa en sistema, efecto y fin. La naturaleza campestre, colonial y bárbara, cambiose en esta metamorfosis en arte, en sistema y en política regular capaz de presentarse a la faz del mundo como el modo de ser de un pueblo encarnado en una mujer, que ha aspirado a tomar los aires de una genia que domina los acontecimientos, las mujeres y las cosas.
Yungay, 7 de abril de 1851
Solsticio de invierno, veinticinco grados a mediodía: toda la humedad continental chorrea sin recato ninguno, en completa desvergüenza extravagante sobre la pobre ciudad, que discurre acomplejada bajo peso semejante. ¿Es normal? ¿Qué dicen les científiques? Consultas pedestres de gente decente.
Las cosas se hacen, igual que siempre, pero con transpiración y bufido, cachetes se hinchan y chupan alternando, enlazan ritmo de fuelle. Un poco desorientadas, debido a que no se termina de entender en qué estación están, si sonó ya el silbato del guarda, la partida pronta, o en cambio se encuentran inexplicablemente estancades, ahí, en ese calor incoherente.
La humedad es lo peor , lo repiten como un mantra idiota y se reconocen parte de ese colectivo entre asado y asolado por climática nefandez. Ya no hay estaciones –razonan, se quejan–, todo ha sido deconstruido. La culpa es de Derrida.
Aparece luego la lluvia, frío de la mano. Y es en verdad peor, en real pésimo. El cielo gris mañana tras otra, figurita repetida para un languor que penetra huesos y aniquila alegría de ser doquiera la encuentra.
Por último, sobre el grisor otra vez calor, humedad.
El acabose.
Adicciones, dos: Coca-Cola dietética, de chica. Más grande: YouTube en transfusión sin horizontes, habilitada por el motorcito de búsqueda automática que al terminar uno te sugiere otro que podría interesarte. Y sí: tiene razón: te interesa. Así le chupa horas oscuras el vientre de la bestia, que pasa webeando. Un día las corta de cuajo, sincera lo acotado de su presupuesto, no da. Ni monetario, tampoco de vida. Dragona Fulgor se entrena en dejar ir.
Fruta jugosa la gente. Tipo manzana Moño Azul: tres te hacen un kilo, pequeños monolitos brillantes, de un rojo encerado, muy duras prometen sabor delicioso, jugo dulce que escurre mentón abajo. Provocan paladar, pupilas, papilas. Belleza de bodegón en frutería barrial del montón.
La gente piensa. La gente dice, siente. La gente. A la gente no le gusta. La gente prefiere. La gente está harta, lo va a hacer caer, la gente, quiere ser feliz. Pero al ir a quién, carozo y meollo de este asunto,
–Gente, ¿quién sos?
Viernes cansado, de hora postrera muy final. Programas que salvan y cierran, juntar las cositas dispersas por el escritorio, cambiar de zapatos para volver en bici, apagar la compu. Levanta la persiana americana, cierra la ventana. Percibe sin quererlo un viento fresco, puro ímpetu. Al volverse ve a su jefe, lo pensaba ya ido, amanece torcido en el hueco de la puerta, malamente abierta. Compensa el torso tendido hacia adelante con una pierna voladora detrás, todo por ahorrarse un paso, el último, que lo hubiera dejado en el justo vano. Le pide minutito y, aunque en tiempo de descuento, Gregoria Portento se lo otorga.
Así la desvinculan de la empresa, más de diez años sosteniendo el cañón. Todos los días del mundo al pie para llegar hasta ese momento postre, final.
De salida, saluda a les que se va cruzando, buen finde, que descanses, hasta el lunes.
“No hay tiempo físico para todo”.
Durante años, amigo profesor con cátedra propia en prestigiosa universidad europea. La jubilación le llega con bombos, platillos y un bodoque que reúne trabajos de colegas y amigues, financiado con el esfuerzo en euros de los bolsillos autoconvocados. Con él aparece de visita por Buenos Aires. La felicidad de tenerlo parando en la biblioteca, donde le improvisan una habitación de huéspedes, desactiva cualquier amague de llegar al fondo del asunto y del viaje. Disfrutan, en cambio, de charlas gozadamente chicle, rociadas con muy buen vino y altas horas de la noche.
Es un huésped modelo. Sale de mañana, con elles, y vuelve tarde, a veces después de la cena. Se acopla sin estridencias a la vida familiar. No molesta. Una noche, la confesión de que juega con la idea de comprarse algo en Lisboa para irse a vivir. Vikinga Bonsái o Bombay se sorprende, “¿Van a querer acompañarte les tuyes?”.
–Hay que ver si quiero invitarles.
Momentito incómodo, la cena se enfría durante unos instantes, se miran de reojo.
Luego: descorchan el vino, la vida sigue.
Una Red para gobernarles a todes.
Una Red para encontrarles,
una Red para atraerles a todes
y atarles a las tinieblas.
Gandalf el Technicolor®
La sombra celeste se craquela. El agua, liberada, da bruta contra el asfalto, que a su vez suelta vapores de marisma. Se respira calor denso cera, humedad (lo que mata) condensada, casi extracto alquímico. La luz que proyecta sol enfermo entrega las calles a una enrarecida atmósfera de retablo medieval, oscuridad incongruente, como a destiempo, sofocante y mojada, pletórica de vahos.
Talmente Supernova pedalea bajo la lluvia, media cabeza ocupada en putearse: salió en andas de la (fementida) convicción de que el universo le haría la cortesía de largar la gota gorda después de que ella llegara a destino. El resto lo utiliza para enhebrar dribbling que sortee el llamado de sirena putrefacta operado por las deposiciones de can con dueño menefreghista. El agua que cae no colabora con la higiene.
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