Ana Ojeda - Vikinga Bonsái

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Gran estruendo las saca del sopor, bomba o terrible colisión en inmediación cercana. Asoman fisonomía al balcón para averiguar, cogote volador punta de cuerpo equilibrista en el vacío, enterarse de qué pasó, qué onda, solo ven a otres vecines en la misma.Vikinga Bonsái vive con Maridito, que está de viaje en la selva paraguaya y con quien tiene un hijo adolescente: Pequeña Montaña. El recorrido de sus días está trazado por una bicicleta que no conoce más itinerario que Boedo-San Cristóbal-Boedo, llevándola de su casa al trabajo y del trabajo a su casa, previa parada en el chino para aprovisionarse según dicta un menú que siempre sabe a poco y entonces, por fin, a la cama.Hasta que una mañana la pantalla del celular se ilumina y en el grupo Apocalipsicadas aparece una invitación difícil de rechazar: cena con amigas. A partir de ahí la novela avanza a paso feroz entre situaciones desesperadas o disparatadas.Ana Ojeda bucea en las profundidades de la escritura y desemboca en las orillas con una novela que se detiene en la generosidad de los vínculos y en la que el lunfardo, el calabrés y el lenguaje inclusivo conviven en barroca comunidad. En su exuberancia, pero también en su particularidad,
Vikinga Bonsái confirma que el lenguaje está vivo y se construye entre todes.

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La bicisenda es lengua mitad asfalto mitad banquina, percudida por pinceladas color marrón claro, pastosas. Talmente Supernova siente hastío, el mismo que la nimbó al ajustarse el cinto de su casco bajo el mentón. “El meteorológico jamás le apunta”. Garúa la acompaña las primeras cuadras; en las inmediaciones de Jujuy la lluvia es ya hecatombe.

Parar seguir qué hacer volver: nada se presenta con ropajes de decisión tomada. Da verde el semáforo y escucha detonación. El mundo se detiene, ingrávido: solo la lluvia, que cae repica rebota sobre ella no entiende pero sí, es eso: uniformado acaba de fusilar a un chico en mitad de la avenida Jujuy, tránsito detenido en arcada de incredulidad. Dedos entrelazados detrás de la nuca, se estaba volviendo para enfrentarlo, disparo.

Autoconvocades filman con celulares inteligentes.

Nadie sabe y tampoco se pregunta por la composición de la dulce muy dulce crocantez que chorrea apapillada entre las muelas de juicio. El origen parece claro: el localito de les chines, Entre Ríos y Estados Unidos.

El comedero funciona en subsuelo búnker: luz artificial blanca patada al ojo, concreto sin ventanas ni líneas de fuga, tampoco silencio. En el cuarto contiguo hiberna el server que provee de conexión a toda la empresa y el ronroneo de su laborioso trabajo tampoco se interrumpe de noche.

Todes les comensales tienen celular, de la empresa o propio. Inteligentes y con G4 acceden de forma inmediata a las redes, ¡velocidad! Permanente con cada nuevo pedito, dedo lame superficie esmerilada. Se ejecuta entonces una danza de relevos. Par de ojos enfoca, satisface su sed, novedad curiosidad cholulez envidia, aparta. Husmea el aire compartido en busca del par de ojos que dejó atrás, con el que conversaba. Desea retomar donde plantó el interruptus. En seguida lo encuentra: braceando la profundidad de novedades calibre nimio, banal. Zombis, se enredan en una danza-desconcierto, descoincidiendo por apenas nada, segundos, lo que tarda una pestaña en volver a subir.

Nadie sabe y tampoco se pregunta qué es exactamente eso que ingieren en búnker bajo tierra. Saben la cotización del dólar, actualizada y con tres decimales.

Lo importante.

Solo existe para ella la hornalla grande, porque calienta más rápido y termina antes. La suya es cocina Blitzkrieg, sin tiempo para sutilezas o búsqueda de sabor. En general, siempre le sobra. Primero porque es incapaz de calcular el a ojo. Además, le resulta ineconómico picar cebolla, morrón y ajo para una sola comida. Mejor que quede: quien guarda, recalienta.

Lo que traga de noche le patea el hígado. Anda con la digestión muy dificultada. Acomodados los platos en la pileta –con un chorrito tibio ducha la pegotez para que pierda agarre–, el pedorreo comienza, es como tener una trompeta en el orto: megafón o la guerra . Poco después eructera fulera pide protagonismo y toma el escenario. Orlanda Furia desfallece, descosida desde adentro por sus propias entrañas.

Harta, un día consulta especialista. Chequeo físico completo y batería de análisis (sangre, orina) le descubre: estrés en exceso, perjudicial. Recetita con recomendación muy principal: acabar todos los días con actividad física.

–Qué viva –la fulmina Orlanda Furia desde toda su altura, ya como yéndose, perdido muy completamente el interés–. Dígame cómo, doctora –mientras en Instagram, selfie torcida, casi pura teta, con la leyenda–: El free-lance mata. #SOS #helpme #nomeabandonen

En la sala de espera ni siquiera boludez actualizada, publicidad paga en cuadernillos de papel ilustración se hace pasar por revistas “femeninas”. Árboles muertos para nada.

Quién sos para no brillar.

Brillá, pelotudo.

1. CRAI: MAÑANA, Y SIEMPRE (EL FUTURO)

Maridito va a viajar una semana por trabajo. Si llega a tener wifi te va a mandar whatsapp. Pero: no te ilusionés: el hotel que le reservaron es de muerte mala y terror. Para ahorrar se va sin roaming. Estos siete días vas a tener que travestirte de madre y padre. Dejar en el cole a Pequeña Montaña por la mañana y buscarlo por lo de tu madre a la tarde, sumar llevadas y traídas a inglés, parkour, origami, maestra particular. Al súper todos los días: siempre falta sine qua non. Además, Pequeña Montaña quiere andar un rato en bicicleta. Tenés que bajar a relojear, menos confía dios y más yace. Cada noche un lavarropas y en seguida tender al aire del balcón para que no agarre tufo, ver película con él para compartir un momento, leerle capítulo de algún libro que te pida mientras pierde el combate con sopor, ganado por una especie de ronroneo gutural, música divina de las esferas. Que no te queden los platos para mañana ni la barrida tampoco, el repaso del baño: menos. Tanto desasosiego cabe, tras ocho horas de oficina ganapán.

Entonces, por eso: con Pequeña Montaña cautivo en el cole, Vikinga Bonsái o Bombay apresta su bici mientras el deseo le circula invitación de hace tanto que no nos vemos en el grupo de whatsapp: Apocalipsicadas. Boedo se despereza a manguerazos, si hay un gremio al que le importa un pito el blablá de los recursos naturales no renovables es el de los porteros. ¿Tendrá relación con su composición casi cien por cien masculona? Aporten bebestibles que tengo el presupuesto desalentado. Ipso facto queda organizada cenita fuera de lo común, tipo nueve de la noche para llegar bien, que la lengua no cuelgue afuera.

El retorno tras el arreglo orquestal laboral se adensa y llena de grumos, tal vez porque circula con el cerebro convertido en una lista de pendientes. Liberada a su albedrío, la visión decide tomarse descanso táctico: allá va Vikinga Bonsái o Bombay, muy apurada por volver, por llegar, de una vez, a chocar contra bloquecito divisorio (la bicisenda empieza acá) fuera de su lugar natural. Es un planear bajo, tipo ardilla voladora. Roto el manubrio, torcido el cuerno derecho a raíz de la caidita muy boluda tenés que mirar, en qué ibas pensando, se ve obligada a caminar de vuelta, y a ritmo, mientras invierte aliento último en mensaje de voz para Pequeña Montaña, todo bien, Gordito, estoy yendo, en media hora más o menos estoy por allá, todo bien, estoy yendo. El pantalón llega con boca a la altura de la rodilla, la camisa esa tan linda azul oscuro con avioncitos de papel, descosida del flanco derecho. La sorpresa del vuelo de repente opa sin querer fue demasiado para el hilo, que bajó los brazos con un crac. Sangre en un codo y palmas raspadas, chichón en la frente, un ojo medio en compota. Dos pisos por escalera con la bici al hombro para stockearla en el pasillo del consorcio hasta recobrar bríos y llevarla a arreglar. En caracol. La llave en la puerta es, esta vez, un triunfo.

–Maaaa, ¿me hacés una manzana? –apenas segundo de respirado el aire de la cocina-comedor. Olor a encierro.

Hacer una manzana implica varios pasos o movimientos. Abrir la heladera y agarrar una manzana, de preferencia roja. Las verdes son –desde hace años– papas disfrazadas. Lavarla. Trozarla en cuatro porciones, o más. Pelar cada una cuidando de no perder carne en el proceso. Distribuirla bellamente en un cuenco o recipiente de cerámica. Servir inmediatamente. Rémora de la época en que Pequeña Montaña no sabía cómo usar un cuchillo , convertida ahora en abuso permitido, capilar.

–¡No te hago nada! ¡¿No me ves cómo estoy, qué me pasó?! –tromba histérica Vikinga Bonsái o Bombay.

Convocado por un sacadismo atípico en su genitora, Pequeña Montaña se acerca a investigar. Torso desnudo té con leche, pies descalzos. Pelito corto bifronte, rojo el penacho, café el resto, en moda pájaro carpintero. Gran pecho, tanto que se le dificulta lo erguido, sentado semeja tortuga de caparazón abombado, panzota turgente presente, pletórica de potencia. Adolescencia se inicia. Los pantalones son modelo babucha, al verlos entró en trance si bien, activado su carácter opositivo por la mononez del nuevo localito de Ayelén, ahora sobre avenida Boedo, en un principio resiste el ingreso con gestos, voces y coces. No quiere entrar a lo que sindica como negocio “de nenas”. Arremete Vikinga Bonsái o Bombay con él y sus prejuicios, quejas, sin importársele un pepino reverendo.

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