La oferta de Ayelén es ecléctica o cachivache, heterogénea o variopinta, según el ojo y predisposición de quien se apersone. El desgano de Pequeña Montaña dura hasta que el vendedor desenrolla con parsimonia muy estudiada –madre de su efectividad– el primer modelo de tiro larguísimo, tres líneas en el flanco, made in La Salada. Ah sí sí sí, los había visto esos pantalones, sus compañeros los tenían.
–Ay, mami, ¿me podrás comprar dos? ¿Se podrá, tal vez, mami? Ay, ojalá, ay –minino amable por culpa del deseo.
¿Qué prefería mami a verlo así doblegado obediente seda de la China? Nada. Por supuesto que Vikinga Bonsái o Bombay compra par y agrega además –en el techo manteca– dos buzos para que tenga posibilidad combinatoria y equipitos. Pequeña Montaña se lleva uno de los conjuntos puesto, tras varios minutos plétora de admiración frente al espejo del cambiador, cortinita plegada a un costado.
–Mamá, tenés un hijo fotomodelo.
No conocen cajón esos pantalones. O puestos o en el canasto de la ropa sucia o colgados en el balcón, encadenan danza de uso continuo. Ahora, por ejemplo, están puestos. Pequeña Montaña se horroriza al ver a su macanuda madre machucada, hecha papilla, el casco a flores de colores raspado en el lugar del impacto. Intercambian pequeñeces, Vikinga Bonsái o Bombay se cambia, se organiza cómoda (o sea: pijama), Pervinox y hielo, ya no tiene ninguna gana de hacer cena ni ocho cuartos, déjenme de joder y encima de todo la bici rota. Con el rabillo: Pequeña Montaña busca remera y buzo, zoquetitos, zapatillas. Se viste en silencio y orden, como nunca. Pretende que lo lleve a parkour, como quedaron ayer cuando Vikinga Bonsái o Bombay se ocupaba de otra cosa, en Villa Crespo frontera con el indio, como decir: otro país, a campo traviesa.
–¿Pero qué es? –con inocencia Vikinga Bonsái o Bombay, distraída medio ida con la cabeza en otra, el cuerpo en el sillón.
Muy docto Pequeña Montaña vuelve a explicar –¿otrrrra vez, mamá?– que se trata de una disciplina acrobática en la que la seguridad es antes y primero. Si vos ponés en peligro tu cuerpo: eso no es parkour, eso es otra cosa. Repite la locución de videítos YouTube incorporados non stop en loop, ensalada de acentos le llena la boca. Ay la chingada cómo mola, güey es para Pequeña Montaña un sintagma del todo posible.
–Hablá como habla la gente de verdad, hijo, te pido por favor.
La fantasía de Pequeña Montaña acicateada, de pronto interpelada por saltos y bastante movimiento del coito entre actores y efectos 3D, todo muy (de) plástico: largometraje de acción yanqui (encontrado en las bambalinas de Internet, visto en streaming, ¿pero cómo, cómo era la pregunta, si nadie le había enseñado?). Adefesio musical orquestal de fondo, constante, para que les espectadores sepan lo que deben sentir a cada paso, báculo impedido (en el sentido de “no”), molestísimo. Del visionaje pasa al espionaje: remonta de YouTube el oleaje, su Wikipedia de cabecera, aleph, Alfa y Omega de los saberes de la Humanidad, para al cabo de breve teclear dar con institución que ofrece curso de eso, parkour, en Villa Crespo.
La Parroquia de San Bernardo presenta horizonte tomado por talleres mecánicos, chapistas y duchadores de coches, albo cielo bajo y añosas casas planta única, petisas reformuladas por deseos con poco estudio y mucho ímpetu, al compás del paso del tiempo, la composición familiar y las necesidades de la gente. Gauchitos adefesios arquitectónicos, con rincones húmedos a rolete, proliferantes pestilentes de vejez desastrada, uso y reuso. Bajan del bondi en la avenida con Metrobus, novedad total para Vikinga Bonsái o Bombay, no acostumbrada a la modernidad de algunos barrios “del Norte”, su trote habitual enhebra Boedo-San Cristóbal-Boedo, súper chino y cama. No sale, de común, la pobre. La culpa es de Maridito, aunque ella se la endilgue a Pequeña Montaña para no caer en la cuenta de que ser madre soltera es por ahí más sencillo. Menos negociación, menos necesidad de coordinación, más energía para llegar al fin de la noche.
El arrabal borgeano toma ladrillo en Villa Crespo. Donde hubo compadritos hay ahora cochecitos, en reparación. Entre todo, una puerta berretona, blanca sucia mal pintada, bastante usada, gastada. No engalana picaporte. Se abre desde adentro y amanece gran salón oficínico, ficheros altos tapizan las paredes, también parapetadas tras escritorios, cajoneras y algunas sillas. Travestido en antegimnasio, han agregado sillón ajetreado para la espera maternopaterna o de responsable a cargo. En la cartelera, indicaciones sobre el pago de la cuota y la aclaración: “Si ponés en riesgo tu vida, no es parkour”. Hay un profe y es simpático. Lo rodea ramillete de despuntes adolescentes, talón al culo en precalentamiento de las cuatro manzanas que van a trotar para entrar en calor. Queda con ellos Pequeña Montaña, de pronto entusiasmado, reconfirmado en lo acertado que estaba: el parkour es lo más. Quiero empezar, mamá, hoy.
El café la convoca con su trino de que sale dale sale, se quema, pero Vikinga Bonsái o Bombay, caída rota, raspada magullada, no puede desadherirse del sillón. Se activa Pequeña Montaña, se expele como trencito a todo vapor desde su habitación, ¡mamáááá, el café ya está!, gritón y ágil, lo apaga, lo sirve.
–¿Vamos a parkour, no? Yo estoy listo.
Intenta enciclopedia de bajezas Vikinga Bonsái o Bombay para cancelar rutina e instalar nueva lista de prioridades, preparativos de cena con amigas a la cabeza. Apela al costado barragán de Pequeña Montaña, es solo faltar hoy. Se arrepiente por completo de la convocatoria, ¡idiota!, impulsiva de esa mañana cuando todo estaba bien. Actúa desfallecimiento, imposibilidad por fuerza mayor. Intenta dormiteo efectista, derramada sobre el brazo del sillón, cabeza hacia atrás, boca abierta, hilo de baba. Nada podría interesarle menos a Pequeña Montaña.
–¡Es vergüenza faltar, mamá! –fastidiado con la cachivachez de su genitora.
Entonces: ya están en Villa Crespo, ides. Queda leer, encastrada incómoda en el sillón tapizado de jean descolorido por roce y uso extremos, vahos de transpiración y otros olores demasiadamente humanos le cachetean las narinas, qué peste, tufo denso de músculo en cantidad y movimiento. Esperar tiene sus aristas, se tropieza con el aburrimiento dos por tres. En el hombro izquierdo un cosquilleo la sobreviene por oleadas, micromarea de ires y venires con destino final en el codo. Lo atribuye a malasangre del hacer obligada, en contra de su voluntad. Ronca bronca le da que su hijo se imponga con argumentos de ella, dados en algún momento inespecífico del pasado. Atrasa la convocatoria mil disculpas para hacerse de los minutos imprescindibles de súper y cranear menú. Silencia el celular. Intenta dejar de lado todo pensamiento, dormitar (esta vez de verdad), recomponerse.
Por supuesto que no la acompaña: quedé muerto, mamá, andá vos que yo te espero acá tranquilo comodito. Típico. Deambula sola por la tristeza nocturnal del súper, en proa de changuito derrengado hecho papilla. Lo arrastra con tres dedos, la tela plástica cuarteada, o directamente agujereada, descosida en los vértices. Baraja genialidades culinarias de sencilla consecución, veloces antes que nada y por sobre todo: tortilla de papas (aunque: vez que la intenta, vez que la papa le queda cruda), milanesas al horno con papas (mala voluntad de la papa, siempre un poco dura), verduras al horno con palta pisada sal y limón (papa de mierda, no tiene gusto a nada), cappelletti con salsa de tomate (qué pocas ganas le pusiste). Para pizza casera no hay tiempo, algo rico y fácil, unos patycitos, salchichas con algo, arvejas. Agregar mayonesa y tragar sin pensar. Vikinga Bonsái o Bombay se rinde frente a la estantería de los huevos. Suspirazo muy audible la desinfla y yergue de odio a la vez: no le alcanza la sapiencia, la carnicería está cerrada, se va a tener que arreglar con la heladera de lácteos y pastas “frescas”.
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