–Quién me manda, quisiera saber, quién –mascullido.
Tarta de atún, ricota y queso, empanadas de jamón y queso. Gaseosa a base de limón, maní japonés, sopressata, mortadela y reggianito en cuadrados para el entre picoteado. Helado de postre. Dulce de leche en pote para subrayar la alegría obligatoria del juntarse. Lechuga, tomate, rúcula y pepino en caso de que alguien quiera darse corte de salubre.
–Está todo cultivado con pesticidas, igual, nena, por ahí te hace peor comer lechuga que entrarle a un paty.
Vino, cerveza fría. Un presupuesto al final.
Majo (prácticamente) desnudo relaja rollo alongado en el sillón, al ritmo de una deglución continua de frutas varias. Se acerca convocado por la novedad, husmea el contenido del changuito sin tocar ni guardar nada. Salvo pedido o recriminación puntual, se maneja con una política de ayuda cero que cumple a rajatabla. Batalla campal se descerraja no bien vislumbra la bolsa de maní japonés. Tomada por una histeria de tipo bastante final, Vikinga Bonsái o Bombay traza ahí la raya de lo soportable.
–¡¡Si tocás el maní, te mato!!
Se traban en un combate de sumo. Sin que medie palabra, ¡hop!, enganchan cornamentas hasta quedar inmovilizades en lados de un triángulo equilátero. Trabajan pantorrillas en el empuje sin cuartel, tracción trasera, muslos en gran tensión, rugen las nalgas en aguante. Momentos de indecisión, ningune resigna centímetro, hasta que la gran poderosidad de Pequeña Montaña se hace con las de ganar: comienza a resbalar Vikinga Bonsái o Bombay en dirección hacia su cama, doble, arena en la que terminan todos los combates. Levanta pierna de adelante en intento de desestabilización, prueba técnica de abeja vengadora con las manos: golpetea a su hijo a velocidad metal en pecho y cara, causándole gran molestia y pedido de revisión de estatutos y reglamento.
–¡Paráááá, mamááá, parááá! ¡Así no vale!
Sigue furioso desliz a pesar de sus esfuerzos e iniciativas. El borde de la cama es zancadilla de espaldas que la tira y habilita el comienzo del fin, supremacía indisputada del gordo mortal, que subyuga con saña. Vale (casi) todo y en especial aplastamiento a base de panzazo brutal, conseguido con un autolanzamiento tipo ardilla voladora sobre el general corporal de la pobre madre, temerosa del aguante de sus huesos. Claudica en seguida la contendienta, arguyendo que tiene que ponerse a cocinar. A Pequeña Montaña nada le interesa y solamente saber si está doblegada.
–¿Te rendís? ¿Estás rendida?
Desenrosca entonces toda su masividad en sentido vertical, pie derecho sobre el pecho de la yacente apapillada, altos los brazos, puños cerrados a la altura de las orejas, festeja la victoria, la boca convertida en vuvuzela.
–Ok, caramba –la burla, para concluir.
Ambes saben que por una cuestión de tamaños relativos nada existe en el mundo que Vikinga Bonsái o Bombay pueda hacer para obligar a Pequeña Montaña: la libertad.
–Célula generosa te di –entre dientes la vencida se recupera, odio le da el actual arreglo de las cosas, se organiza la ropa, planchita de carne y hueso en las manos.
Satisfecho de su fuerza todopoder, Pequeña Montaña pierde el interés, la deja hablando sola. Vuelve a repantigarse en el sillón, permite que la tarde lo envuelva en su capullo de aparente inmovilidad.
–¡¡Ni se te ocurra!! –ataja Vikinga Bonsái o Bombay renovadas intenciones non sanctas de Pequeña Montaña hacia el maní japonés.
Chilla el portero apenas pasadas las nueve. Dragona Fulgor engancha bici infantil (lo que su altura lilliput permite) en la reja del cantero, corroída por el óxido en la base y por lo tanto liberada al movimiento que pinte, miriñaque de ángulos rectos para árbol sin hojas ni flores ni brotes, pura primavera en espera. Muerde el tallo de rosa que aporta de regalo, papel metalizado en torno, se cuelga el bolso a través, le abren.
–Acá estoy, desamparada –Gregoria Portento deja botella de Malbec Colón sobre la mesada de la cocina, saluda a Pequeña Montaña apachurrando cachete para que la grasa se concite en un punctum mórbido insoportablemente invitante, que besa sin demora con sonoridad de chupetaje.
Les que fueron llegando enristran desgracia propia trabades en una justa por levantar prontissimo el ánimo a la preocupada desocupada, cada quien florea tragedia más ortopédica y particular. Orlanda Furia comparte su dolencia última reciente, en la rodilla derecha, impedimento fundamental para su práctica semanal de yoga, se me dificulta (un por ejemplo) hacer el árbol. Grafica el relato con exhibición de la extremidad aludida, que presenta en agitación descoordinada para que les presentes admiren y saquen sus propias conclusiones. En un continuum irreflexivo sin relación de continuidad, anacoluto conversacional, trasviste celular en cámara de fotos, retrata, sube a Instagram: #quégarchalarodilla #chauárbol. Costurón diagonal en la pantalla obliga a repetir varias veces la opción seleccionada por el índice y da pie al relato de tropezón que fue caída y en definitiva culpa del colectivero, que arrancó antes de que ella pudiera poner los pies en la tierra. Se indigna Pequeña Montaña contra la mala praxis de la bestia apurada y consulta si atinó Orlanda Furia a fotografiar con el celular la chapa del interno o memorizar su patente. Para ir al ente a radicar una queja, termina la madre el razonamiento del hijo. Golpecitos interrumpen. La puerta anuncia a Talmente Supernova, llegada con frasquito de curry madrás y porción de cazuela en un tupper para que vean lo estupenda que me salió, se van a rechupetear los bigotes. Cuenta mientras desensilla el fusilamiento, yo en bicicleta, esperando, yo de pronto escuchando, detonación, yo mirando, yo propia detonada, estrellada, estallada, la desgracia, el horror, pie seguramente de una serie de obras que, quién sabe, vendrán. En algún momento.
–Porque la cuestión es: ¿qué me pasa, a mí, con esto? ¿Qué siento yo que miro, que estoy ahí, inopinada? ¿Qué me genera lo que pasa? ¿Yo, a mí, qué es lo que me atraviesa en ese instante de fealdad total?
#quémepasa sube foto Orlanda Furia, en el fondo Vikinga Bonsái o Bombay relojea el horno contorneada por corro de picoteadores de salado y fondo (a su vez) musical de trompeta solitaria tranquila, cosa que –como es obvio– no entra en el encuadre por no ser artilugio visual. Se hace tiempo se conversa. Se ocupan los sillones del comedor en espera amable. Nerviosa solo la dueña de casa, muy pendiente del punto de cocción y por qué tardará tanto, pucha. #Hijo –sigue subiendo a Instagram Orlanda Furia– circula con platito de picoteables en las manos, hace sociales charleta y de paso embucha cosas ricas que su madre de común no permite. Olvidados sobre la cómoda sus celulares balan a intervalos irregulares, sonajeros epilépticos hacen saber que tienen el bombo lleno de mensajes. En varias conversaciones, plataformas distintas. Padre y marido envía florcitas y emoticones, avisa que en breve (mañana) dejará Asunción rumbo a la selva, ni señal ni wifi por un par de días. ¡Hasta la vuelta, muchos besos y les quiero! ¡Que duerman bien, dulces sueños! (¡Ja! Acá se traga y se charla y se aguardan novedades del horno que ya casi: se todo menos duerme.)
–Un brindis, ¡un brindis! –Gregoria Portento se incorpora tipo resorte en el culo pero luego pierde impulso.
Ahí se queda. Momento silente.
–¿Ya se mamó?
Llora. Goterones avanzan de a dos, alcanzan mentón tirita se agita tomado por un vahído emotivo. Se alarma Pequeña Montaña, se acerca, deja platito solo migas saladas en la mesa petisa, cariñitos en el antebrazo de la convulsionada, ¿estás bien, qué tenés?
–¡A comeeeeerrrrrr! –Vikinga Bonsái o Bombay convocada por el olor de la masa hojaldrada, lista al fin.
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