Alfredo Tomás Ortega Ojeda - La bruja

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Alfredo Ortega sabe que el oficio de un escritor es mostrarnos nuestra realidad humana a través de los personajes que protagonizan las historias. Ellos nos revelan mucho de lo que somos, de lo que anhelamos; también de lo que nos hace soñar, sufrir, imaginar.
La Bruja contiene seis cuentos muy distintos entre sí,en especial por la estructura narrativa, los temas y los espacios donde se desarrollan las historias. Sin embargo, los une un tono que linda en la nostalgia, el abandono, la tristeza, los recuerdos, la esperanza.
A pesar de que los cuentos de este libro son de largo aliento, la gran virtud del autor es mantener la tensión desde sus primeras líneas hasta concluir, lo cual no es fácil de conseguir.
En La Bruja, Alfredo nos muestra una gran capacidad para narrar múltiples hechos, un amplio uso del lenguaje, un buen abanico de temas y el uso de varios recursos estilísticos para contar.
En estos cuentos encontraremos diversos actores: políticos, brujas, niños, pescadores, capitanes, monjas, estudiantes… Todos viven conflictos constantes —de otra manera no se puede concebir un cuento— que a lo largo del texto van resolviendo. La descripción física, sicológica, social e ideológica de los protagonistas es muy precisa. Con pocos detalles que el autor nos ofrece, es fácil adentrarnos a la cosmovisión de cada uno. A veces esto es suficiente con pocos adjetivos, algunas expresiones en los diálogos o ciertas acotaciones del narrador.

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Cuando yo vi venir a Mamá, caminando como dormida, no hice ningún movimiento para salir a su encuentro, pero mi corazón entusiasmado se preparó para recibirla. La sorpresa para mí, y para Rosita, que venía detrás tratando de alcanzarla, fue que pasó de largo sin reconocerme. —¿Mamá? —le hablé desconcertado, pero ella siguió su camino sin voltear siquiera, y se fue derecho al costado del camión donde yacían inmóviles varios de mis compañeros. Rosita, que no creía lo que sus ojos veían, llegó hasta mí y me abrazó efusiva. Y ese fue, en todo ese tiempo, el único gesto cariñoso que alguien tuvo para mí.

Después nos fuimos corriendo para alcanzar a Mamá. Estaba como hipnotizada, sus ojos abiertos parecían no mirar, e iba de uno a otro de los cuerpos tendidos, para cerciorarse de que ninguno de ellos era yo. Yo le jalaba la manga del suéter y la llamaba. —¡Mamá, soy yo! ¡Mírame, no me pasó nada!— y era inútil. Rosita se paraba frente a ella y le gritaba a la cara, pero Mamá sólo nos hacía a un lado y continuaba su búsqueda infructuosa. Finalmente se rindió, caminó hasta una piedra y se sentó en ella. Luego comenzó a llorar. Yo me acerqué y posé mi mano en su hombro, ella volteó y me miró por vez primera. Entonces me abrazó con tanta fuerza que lastimaba mis magullados huesos.

VI

Papá permanecía pegado al aparato de radio, y los teléfonos, que repicaban sin cesar a su lado, eran atendidos por una secretaria que mandaron traer para suplir a Lupita.

—¡Una motosierra, nos urge una motosierra! —clamaba la voz del ingeniero Pelayo al otro lado de la línea—, ¡una… sierra, y manden más… —la comunicación era bastante mala.

—¿Cómo dices? —rugía Papá, desesperado por tanta interferencia—. ¡Repíteme lo que dijiste!

—¡Una motosierra…!, ¿me oíste? —volvía a gritar Pelayo.

—Y ¿de dónde carajos voy a sacar una motosierra a estas horas? —se preguntaba Papá en voz alta.

De pronto, lo distrajo la voz de Pelayo en el radio:

—Por tu chamaco no te apures… —y luego se escuchó puro ruido.

—¿Qué dijiste? —preguntó Papá, intrigado.

—Que no te preocupes, está bien....

—¡Pelayo, Pelayo! —gritaba Papá en el micrófono—, estás equivocado. Mi hijo no fue a la excursión. —Pelayo, que parecía no haberlo escuchado, continuó:

—Tienes suerte, no le pasó nada. ¡Dense prisa con la motosierra, el gerente me está preguntando!

—¡Pelayo, entiéndeme! ¡Coño! —gritaba Papá—. Mi muchacho no fue al paseo.

—Que sí hombre. Desde aquí lo estoy viendo, trae una camiseta de la selección. ¡Mándanos la maldita motosierra antes de que nos corran a todos!

Papá ya no escuchó esto último. Soltó el radio y caminó hasta los teléfonos. Sin decirle nada, le arrebató a la secretaria el auricular, cortó la llamada y marcó a casa.

—¡Pero ingeniero, era la llamada a la Presidencia..! —exclamó ella. Pero al ver el semblante ceniciento y los ojos encendidos de Papá, retrocedió asustada.

Una, dos, tres, cinco veces marcó Papá, y cada vez, al escuchar el mensaje que yo había grabado en la contestadora, colgaba con tanta violencia que parecía que iba a romper el aparato. Nadie se atrevió a decirle nada, pero todos respiraron aliviados cuando regresó al radio. Rato después, se escuchó la voz de Pelayo:

—Ya llegó tu señora.., viene con una amiga,...¿quieres que le diga algo? —Papá no se tomó la molestia de responderle.

VII

Yo estaba en el comedor, sentado frente a un vaso vacío y un bote de chocolate en polvo, con una cuchara en la mano, pero no había leche sobre la mesa. En realidad no estaba intentando hacer nada, simplemente miraba las cosas sobre la mesa, o mis ojos lo hacían, porque mi mente estaba en otro sitio, o en muchos sitios a la vez. A ratos me golpeaban como olas las escenas de aquel día; la cascada, la Sofi, el camión dando vueltas, el olor a guayabas, Mamá buscándome sin verme, y en otros, la voz de mi abue Trina machacaba una y otra vez como un martillo mi pecado. Y en veces no entendía yo si algo estaba ocurriendo o es que no pasaba nada.

Después que se fue Rosita, con su cargamento de reproches y consejos prácticos, Mamá se quedó sentada en la orilla de la cama. Cogió el control y encendió el televisor, pero no le prestó atención. Encendió un cigarro y lo fumó de prisa, apagó esa colilla y enseguida encendió el segundo de una larga cadena. A ratos, su mano se posaba sobre el teléfono, como alerta para contestar. —Prepárate tu leche—. Fue lo último que me dijo, antes de sumirse en un silencio sin fondo.

Mucho, pero en verdad que mucho tiempo después, sonó la reja de la cochera, y los faros de la camioneta de Papá iluminaron los ventanales. Luego sonó el golpe seco de la portezuela, unos pasos sobre las baldosas, y rato después la reja cerrándose, y el “clic” del candado. Parecía que nunca terminaría de llegar Papá, pero finalmente apareció frente a los cristales de la puerta, giró la llave y entró.

Debo haber ofrecido un espectáculo lastimero, con un parche cruzado sobre la frente, mi cara maltrecha y la camiseta nueva de la selección rota y manchada de sangre; pues a pesar de que Mamá me lo ordenó en cuanto llegamos a casa, no me había animado a entrarme a bañar hasta que llegase él. Y digo que mi figura debía ser en verdad triste, porque en cuanto me vio, el pálido rictus de ira en el rostro de Papá se quebró como un cristal, las facciones se le reblandecieron y le brotó el llanto. Como afectado de una fatiga severa, se desplomó sobre una silla. Yo me acerqué a su lado y él me abrazó con violencia, lastimando mi quebrantada anatomía.

Abrazado a mi pecho, lloró por un rato largo. Sus lágrimas mojaban mi playera maltrecha. Yo le acariciaba el pelo y le consolaba como a un pequeño:

—Ya, Papá. Ya acabó. —Al escucharme, él lloraba más fuerte—. No me pasó nada, estoy bien. Te prometo que no volverá a suceder.

—¡Ay, mijo! —exclamó de pronto—. No lloro por lo que pasó, lloro por lo que va a ocurrir.

—No te apures —le decía yo, tratando de confortarlo—. Nos acomodaremos, aprenderemos a ser distintos.

Desde la recámara, apenas audible, me llegaba el llanto de Mamá, el primero de muchos llantos solitarios que me tocaría escucharle. Y ése ha sido, sin temor a equivocarme, el sonido más triste que he escuchado en mi vida.

San Patricio Melaque, mayo 26 del 99,

cumpleaños de mi bien amada

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