III
Pero el jueves nadie salió del palacio en todo el día. Nadie salió porque esa noche la señora Susan partía con Cinthia a los Estados Unidos. El médico decidió que eso era lo mejor, las cosas iban tomando proporciones, la chiquilina no andaba muy bien que digamos, no quería pecar de alarmista el médico, pero mejor partir a curarse en un hospital de Boston, sí sí, era preciso actuar con rapidez, ni un minuto que perder. Inmediatamente empezaron los preparativos, las llamadas telefónicas a las agencias de viajes, los ajetreos del pasaporte, la locura de las maletas. Todos en palacio bajaron el tono de voz desde que se anunció el viaje, y Julius aprendió que los Estados Unidos nada tenían que ver con el Central Park instalado últimamente en el Campo de Marte, lleno de ruedas Chicago y mil atracciones más en inglés; los Estados Unidos quedaban mucho más lejos que eso, ¡uf!, muchísimo más, quedaban del aeropuerto, por el cielo oscuro, a ver piensa lo más lejos que puedes pensar, mucho mucho más que eso, lejísimos... «¡No!», gritó, pero un llanto tenue humedeció en seguida la carita ardiente de rabia, ganándola para la tristeza.
Cinthia guardó cama y tosió hasta horas antes de partir. Apareció muy abrigada en el gran comedor donde hoy Julius se había sentado a la mesa con todos. Comían callados y amables, se pasaban la mantequillera cuando todavía no se la habían pedido, se servían el agua antes de que el mayordomo viniera para servirla, nunca se miraban, las gracias se las daban despacito. Por fin terminaron y fue hora de pasar al salón del piano para seguir esperando. Allí, Cinthia trató de disimular su malestar y estuvo un ratito sentada en el banquillo del piano, golpeando las teclas como quien no quiere la cosa, un poquito ida tal vez, hasta que se encontró con la mirada fija de Julius, la estaba mirando aterrado, rápido retiró sus manitas crispadas del teclado y corrió a sentarse junto a él.
–Cuando regrese espero que ya te habrás cansado de jugar en la carroza –le dijo, ayudándolo con unas cosquillitas en la axila para que se sonriera por favor.
Era triste la atmósfera en la sala del piano. Solo habían encendido una lámpara, la que iluminaba el sillón en que se hallaba Susan. Cinthia, Julius, Santiaguito y Bobby, elegantísimos, llenaban un sofá que permanecía en la penumbra. Afuera, en el corredor, los empleados murmuraban como dejando sentir su participación en tanta pena; callaban, y la ausencia de sus voces dejaba a los niños indefensos contra un escalofrío, piel de gallina se tocaba la pobre Susan, muda; volvían a empezar, y sus murmuros eran como breves, frágiles pausas de un silencio acumulado y total, un silencio que gritaba su nombre, que avanzó un poco o que se detuvo aún más cuando sonaron diez campanadas de la noche en algún reloj, en otro salón, triste y oscuro también, porque el día en que partió Cinthia, desde el atardecer, las habitaciones del palacio se habían ido convirtiendo en vasos comunicantes de tristeza y profundidad. Vasos enormes como lagos en los que ahora goteaban lenta, desesperantemente, uno por uno, tic-tac tic-tac tic-tac, media hora más para la partida; ellos escuchaban mudos, inmóviles como el enfermo húmedo de fiebre que descubre el camino del sueño en la respetuosa aceptación del insomnio, en la más atenta contabilidad de las gotitas de un caño mal cerrado, «esta noche no duermo, me fregué», dice y cuenta.
Así, ellos no se enteraban de que las maletas iban pasando hacia el Mercedes guinda, allá afuera, en la noche. Susan suspiró honda, profundamente. La triste noticia la había sorprendido en una época de particular belleza, de total elegancia, y ahora parecía un cisne herido navegando, dejándose más bien llevar por el viento hacia una orilla que tal vez alcanzó al sonar el teléfono para ella. «Por lo menos tú tienes cómo matar el tiempo», pensó Santiago al verla salir a responder. Los sirvientes aprovecharon su ausencia, iban entrando en punta de pies, Nilda adelante, los otros la seguían, parece que ella iba a hablar por todos, Cintita, Cintita, lo demás no sabían decirlo.
«Síguenos, Juan Lucas», le dijo Susan al hombre que estaba al volante de otro Mercedes, uno sport, parado detrás del de ellos. Había llegado justo en el momento en que partían y le habían abierto la reja para que entrara hasta la gran puerta del palacio. Ahora ponía nuevamente su motor en marcha y salía detrás de ellos rumbo al aeropuerto. Cinthia volteó a mirar, pero en la oscuridad no logró ver quién manejaba ese auto. El nombre Juan Lucas no le sonaba conocido y le dio un codazo a Julius, casi lo mata del susto: era la primera vez que salía de noche, la primera vez que iba a un aeropuerto y la primera vez que se separaba de su hermana por tanto tiempo: su cabecita dormilona pensaba en mil cosas excitándose cada vez más, un golpe desprevenido fue demasiado, pero no bien reaccionó hizo un esfuerzo por devolverle una sonrisa. Eran demasiados en el Mercedes; sus hermanos Santiago y Bobby se acomodaban a cada rato a expensas suyas, cada vez lo iban hundiendo más, poco faltaba para que lo incrustaran por la rendija del asiento posterior. Adelante, Susan lloraba, pero solo Carlos y Vilma, sentados junto a ella, podían darse cuenta.
La CORPAC. «Corporación Peruana de Aeropuertos Civiles», le explicó Cinthia a Julius que, en la última parte del trayecto, había reaccionado y había empezado a ahogarla de preguntas; empezó a toser y Vilma la abrigó más para bajar. «Corre mucho viento», anunció. Carlos, por su parte, anunció que él se iba a encargar de las maletas, pero otro hombre apareció con gorra diciendo lo mismo y se odiaron; al mismo tiempo un tercer hombre, con gorra y placa con número en la solapa, apareció tratando de cobrar algo y de cuidar el auto, pero Carlos le dijo que para eso estaba él y se odiaron también. El tipo insistió diciendo que entonces quién pagaba el ticket del estacionamiento. Susan abrió su cartera y se le cayeron los pasajes, una polvera, sus anteojos de sol y el lápiz de labios de oro. Recogió los anteojos, todos se agacharon para ayudarla con lo demás. Cinthia empezó a toser y Bobby dijo que mamá nunca tenía un céntimo en la cartera. Vilma buscó en los bolsillos de su uniforme y dijo que tampoco tenía, Bobby se negó a prestar dinero y por fin Carlos pagó el asunto, mentándole la madre al del ticket, con los ojos no más, por la señora y los niños. Por supuesto que a la hora de bajar las maletas, Carlos no podía con todo lo que la señora se llevaba de equipaje y hubo que empezar a buscar al tipo que hacía un instante acababa de estar ahí con la carreta esa, ¡llámenlo, por favor! Julius pegó tal bostezo que casi se va de espaldas sobre la pista y, no bien recuperó el equilibrio, preguntó en cuál de los aviones se iban, cuando todavía no se veía ninguno. «¡Cállate, por favor!», le gritó Susan, pero en seguida se le echó encima para besarlo y abrazarlo, le mojó toda la carita con sus lágrimas.
Un hombre se acercó, que dijo Susan, como ellos nunca antes lo habían oído decir, como si fuera la única palabra que tuviera, como si se hubiera mandado poner cuerdas vocales de oro para pronunciarla gozando más. Susan se puso las gafas negras y probó una sonrisa, Juan Lucas, si supieras lo que es esto. Juan Lucas la cogió del brazo, calma, calma; alzó el brazo izquierdo y con los dedos empezó a hacer tic tic y todo se llenó de calma y de hombres con carretas y buena voluntad, dispuestos a llevarse íntegro el equipaje de los señores. Después, siempre del brazo, la condujo hacia el inmenso hall iluminado del aeropuerto, caminaban por gordas alfombras hacia la luz, ahora sí se le podía ver bien: había interrumpido sus placeres, se había tomado el trabajo de ir a un aeropuerto. Los niños venían detrás, seguidos por Vilma y Carlos que siempre había logrado que le dejaran una maletita. Los cuatro hermanos se acercaban al mostrador de Panagra tristes y somnolientos; Santiago, sin embargo, sentía nacer en él una cólera terrible: ¿quién era ese imbécil que le cogía el brazo a su madre?
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