Alfredo Echenique - Un mundo para Julius

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Publicada en 1970, es una de las novelas más importantes escritas en nuestro idioma durante la segunda mitad del siglo xx. A través de las vivencias de Julius, un niño nacido en una privilegiada familia limeña de abolengo, vemos morir y nacer dos épocas diferentes de la sociedad peruana. Los personajes que las representan son descritos con humor y aguda ironía, pero sin dejar de abordar en forma entrañable su singularidad humana.
Cuenta con un prólogo de Luis García Montero, del que compartimos un hermoso párrafo:
"Han pasado 50 años de su publicación y la novela sigue siendo un punto de referencia ineludible en nuestra literatura contemporánea. Supuso la fundación del mundo Alfredo Bryce Echenique. El autor fue capaz de crear una temperatura fácilmente reconocible para el lector con una historia en la que la ternura, las crisis, las interrogaciones, la lucidez, la poesía, las sorpresas, el gusto por la vida, los desamparos y los ojos de un niño nos contagian la extrañeza de estar siempre condenados a ser nosotros mismos. Bendito sea".

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Y ahora que lo veía medio de lado, apoyado distinguidísimo en el mostrador de Panagra, sintió que ya no podía más de ra­bia. Pero no sabía por dónde agarrarlo. Cómo destruirlo si casi lo cautivaba con tanta finura. A ese sí que se lo habían traído derechito de la Costa Azul a un campo de golf; claro, y en un campo de golf debió conocer a Susan, ahí debió haberla visto por primera vez mientras golpeaba un swing y la pelotita blanca desa­parecía en la perfección verde, mientras avanzaba y el aire lo iba despeinando elegantemente, ondulando ligeramente sus sienes plateadas y refrescando su cutis siempre bron­ceado; y después, por qué no, bebiendo juntos gin and tonics que llegaban hasta la piscina del Club en bandejas de plata sobre manos invisibles y obedientes que se retiraban silenciosas para que ellos con­versaran en paz, para que sus palabras pudieran cruzarse entre el viento y llegar finas a sus oídos, con la música de fondo, para los señores socios, para sus invitados, y con peces de colores... ¡Con él era que salía todas las noches!, ¡con él que bailaba!, ¡con él que bebía!, ¡con él que trasnochaba!, ¡por él que casi nunca la veían!, ¡que ahora estaba triste! Santiaguito acababa de descubrir algo insoportable.

«Ni en Hollywood los fabrican así», andaba pensando el tipo de Panagra, lleno de admiración, cuando Juan Lucas dijo firma estos pa­peles, Susan, extendiéndole una pluma de oro que nadie había vis­to nunca anunciada por la publicidad; se la extendió cogida como un cigarrillo, entre dos dedos cuya educación había transcurrido indu­dablemente entre plumas fuente de oro y vasos de cristal. La pobre Susan terminó de firmar los tres papeles que le correspondían y descubrió que en cada uno había garabateado su nombre diferente. «No tengo firma», anunció volteando aterrada donde Juan Lucas, «¿qué ha­­go, darling?, ¿en qué líos me voy a meter ahora?». Juan Lucas volvió a coger su pluma, la guardó en el bolsillito para lapiceros de su chaqueta para la ocasión, miró fijamente al tipo de Panagra, por si acaso hubiera pensado burlarse de la señora, y la tomó del brazo. Todo es­­ta­ba listo y en regla con los pasaportes. Santiago quiso dejarse de ma­riconadas, dejarse de contemplar al tal Juan Lucas, pero ahora de nuevo lo contemplaba mientras atravesaba el hall con su madre, pa­recía que se iban al cielo. Susan volteó a decirle a Vilma que no fuera a desabrigar a Cinthia y que trajera a los niños al bar. Por supuesto que Julius había desaparecido y todo el mundo empezó a requintar, pero Juan Lucas ya lo había visto y lo señalaba con un dedo tan fi­no y tan largo que casi no dejaba pasar a la gente: allá, allá, pegado al ventanal, contemplando el campo de aterrizaje. Cuando Vil­ma casi lo mata del susto al cogerlo del brazo, por de­trás, él le dijo que en ese avión se iba Cinthia, era un Air France, el que más le gustaba.

En el bar fue Coca-Cola para todos los niños, menos para Cin­thia, tú mejor nada, darling. Julius le dio la mitad de su va­so, alegando que no tenía hielo. Susan lo iba a resondrar, pero en ese instante Juan Lucas festejó el asunto echándose ligeramente hacia atrás y soltando tres ja ja ja encantado, ni más ni menos que si hubiera logrado dieciocho hoyos en dieciocho jugadas. Entonces Su­san escondió la cara entre sus manos como diciendo que todo eso era demasiado para ella, pero ya llegaban los whiskies. «¿Qué tal si le invitamos uno a Santiago?», propuso el del golf. Susan lo miró sorprendida, hubiera querido decir algo, pero en ese instante Santiago se puso de pie y gritó que sus copas se las pagaba él, que se largaba a tomarlas al mostrador. Juan Lucas hizo una mueca como si hubiera fallado una jugada fácil. «Llévenle al jovencito un paquete de Chester», dijo, reaccionando a tiempo; «los va a necesitar».

Cuando llamaron a los pasajeros por los altavoces, ya San­tia­gui­to se había bebido tres whiskies y se iba por el cuarto. No quiso despedirse ni de Cinthia. Juan Lucas era el único que no lloraba mientras bajaban hacia la puerta de acceso a la pista; ahí Vilma empezó realmente a gemir, cosa que incomodaba al del golf, con la chiquillada tenía suficiente. Cinthia fue breve: a todos les dio un abrazo y un besito y a Julius le dijo que le iba a escribir y que le contestara. Después Susan comenzó a despedirse, un beso para cada uno, a Vilma y a Carlos les dio la mano y tuvo que abalanzarse para controlar a Bobby que se le iba encima a un chico que se estaba burlando. En ese momento fue mejor que no estuviera Santiaguito: ellos vieron cuando ese señor que se llamaba Juan Lucas abrazó a su madre, la be­só tiernamente y le dijo que si se demoraba en volver iría a visitarla a los Estados Unidos.

Después entre Juan Lucas, Vilma y Carlos los llevaron a la terraza para que vieran despegar al avión y le hicieran adiós a mami y a Cinthia. «¡Allá van!», gritó Bobby, el primero en verlos atravesar la pista y voltear luego para hacerles adiós, Susan siempre con las gafas negras y Cinthia tosiendo. Pero Julius vio otra cosa; vio cómo llenaban de gasolina los tanques del avión en que según él se iba Cin­thia, uno que en realidad partía mucho más tarde, pero era el avión que le había escogido y estaba esperando que subieran, cuando en eso empezó a vomitar. Le manchó el pantalón a un señor que estaba a su lado, claro que el señor se molestó, pero Juan Lucas, distingui­dí­si­mo, resolvió el problema con unas palabras bien dichas y con un pa­ñuelo de hilo de seda perfumado que entregó como quien reparte un volante, mirando al próximo.

–No se olviden de Santiago –les dijo, despidiéndose. Partió sin haberse enterado bien del vómito de que se quejaba el imbécil ese, antes de que empezara a oler, en todo caso.

Ellos esperaron en el auto mientras Carlos iba a traer a San­tia­guito. Lo encontró en el bar y estuvo largo rato tratando de conven­cerlo de que tenía que volver a casa, de que sus hermanos se estaban cayendo de sueño. Por fin pareció que iba a ceder pero cuando llegó el momento de pagar el mozo dijo que esos tragos ya estaban pagados, que el papá del joven los había pagado. Entonces sí que se ar­mó la grande, Santiaguito gritó que el alcahuete ese no era su padre, que él lo iba a parar, que lo iba a matar, que su madre era sa­grada y un montón de cosas más por el estilo hasta que empezó a llorar y se cayó al suelo. Carlos lo cargó hasta el auto; ahí todavía si­guió pataleando y maldicien­do un rato. Julius dijo que estaba loco pero Bob­by le dijo que no, que estaba borracho por lo de mamá.

La primera carta de Boston llegó una semana más tarde y venía dirigida a Julius. Vilma se la leyó pésimo.

Querido Julius:

¿Cómo estás? ¿Me extrañas? Yo sí te extraño mucho. Ma­mita y yo siempre pensamos en ti. Ella dice que tú ya de­berías estar en el colegio y que en cuanto llegue a Lima te mandará al In­maculado Corazón para que aprendas inglés. Mamita dice que es necesario que aprendas inglés y que apren­­das a leer de una vez. Dice que estás muy atrasado en todo y que le va a escribir a la tía Susana porque ella tiene la dirección de la señorita Julia para que la señorita Julia vaya a darte clases a casa. Yo le he dicho que tú ya sabes leer bastante pero ella no me cree y dice que te pasas todo el tiempo ju­gando en la carroza y en el huerto con los mayordomos y con Vilma. Pórtate bien hasta que regresemos porque mami­ta está bien preocupada por ti.

Yo estoy muy bien. Estoy contenta. Estoy practicando mi inglés con las enfermeras y con el médico. Son tres médicos y vienen todo el tiempo a verme. Yo les entiendo muy bien lo que me hablan y ahora que les dije que te iba a escribir, me dijeron que te mandara saludos. Ya les conté cómo eres y siempre me preguntan por ti cuando vienen. Por eso es necesario que me escribas para que yo pueda saber de ti para contarles más cosas. Tú díctale a Vilma lo que quieres contarme pero también escribe un poquito para ver cómo está tu letra. Me da mucha pena que ya no podemos seguir con las clases. Estabas aprendiendo muy rápido. Cuando va­ya la señorita Ju­lia enséñale todo lo que has aprendido conmigo y con Vilma porque mamita no quiere creer que has aprendido tanto.

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