Para regresar a casa tomaron la calle del costado derecho del colegio, una calle en pendiente, de veredas escalonadas. Iban subiendo por la pista, callados y pensativos, cuando en eso Julius vio algo que atrajo inmediatamente su atención. «Son los mendigos, le dijo Vilma; no te acerques», pero ya era tarde: Julius había partido la carrera y ya estaba llegando al lugar en que se hallaban tirados, junto a una de las puertas laterales del colegio. Se detuvo cerquita de ellos y empezó a mirarlos descaradamente. Los mendigos también lo miraban y algunos hasta le sonreían, él ya no tardaba en preguntarles por qué tenían todos una cacerola, pero Vilma lo interrumpió: «¡Vamos!», le ordenó, jalándolo del brazo. Inútil. Estaba bien parado, los talones juntísimos, las puntas de los pies muy separadas y las manos pegaditas al cuerpo. Mejor dejarlo un poco. Los mendigos empezaron a decirle niñito, y a sonreírle inofensivos pero andrajosos. Eran un montón de serranos y serranas viejos o medio inválidos. En ese momento se abrió la puerta del colegio y apareció una mujer vestida casi de monja pero con moño; con ella apareció también un hombre que decía el puchero, el puchero, mientras acercaba una olla enorme sobre una mesa rodante. Atrás, una monjita indudablemente buenísima sonreía con los brazos abiertos e iba bendiciendo toda la operación.
Por esos días empezaron a llegar las primeras cartas de Europa. La primera venía de Madrid y estaba dirigida a Vilma, con instrucciones para que le leyera algunas partes a Julius. A Madrid había llegado una carta de los médicos, informándoles del restablecimiento de Julius. Ya sabían que había recuperado un kilo y que comía bien y que ya no vomitaba. Sabían también que había dejado de mencionar a Cinthia en todas sus conversaciones y que dormía tranquilo con los nuevos calmantes. No les iba mal en España pero estaban tristes y extrañaban mucho a Julius. Era realmente una lástima que no lo hubieran podido traer, pero así todo era mejor porque, la verdad, estaba demasiado pequeño para andar visitando museos y dando trotes de un lugar a otro. Ellos todavía no habían visitado ningún museo pero ya no tardaban en ir, sobre todo por los niños que se estaban portando muy bien. El señor Juan Lucas tenía muy buenos amigos en Madrid y diariamente ellos lo llevaban a jugar golf a un club en las afueras de la ciudad. Eso sí que era un verdadero descanso para los nervios. Justo lo que necesitaban. Necesitaban distraerse, olvidar. Estaban tristes. No era fácil distraerse pero el señor Juan Lucas y sus amigos hacían lo posible por entretenerlos. Allí nadie los conocía como en Lima y podían salir a cenar en restaurantes. Además no tenían que vestirse de negro que es tan deprimente. Vilma comprendería lo mucho que necesitaban distraerse, salir, cambiar de ambientes, ayudarse a olvidar. El señor Juan Lucas le estaba enseñando a Santiaguito a jugar golf y el niño aprendía muy bien. Cada día se llevaba mejor con su tío. Bobby nadaba mucho en la piscina y había conocido a algunos chicos de su edad. La verdad, estaban bien en Madrid y les gustaría quedarse un poco más de lo que tenían pensado. Después irían a París y a Londres para comprar ropa y regalos para todos. Era necesario moverse, distraerse para olvidar. Estaban esperando la cartita de Julius. Que escribiera, por favor. Querían ver los progresos que hacía con la señorita Julia. El señor Juan Lucas también preguntaba muchas veces por él. Que le escribiera una cartita también a él. Que ella les contara todo lo que hacía Julius en Chosica. Que le tomaran una fotografía y se la mandaran. Que lo llevaran a pasear en auto con Carlos pero que tuvieran cuidado con el tráfico. Y,
Julius, darling:
El médico me cuenta que estás muy bien. Dice que cada día comes mejor y que pronto estarás fuerte como un Tarzán. Haz todo lo que él y Vilma te digan. Estudia bastante para que puedas entrar a preparatoria. La próxima vez vendrás tú también. Mami te lo promete. Tu tío Juan te manda muchos cariños. Está terminando de amarrarse la corbata. Muy buenmozo, darling. Así vas a ser tú de grande. Me está pidiendo que me apure. Mami todavía no está lista y ya es hora de irse. Mil besos.
LOVE
Firmó Susan con letra de colegio inglés y metió la carta en un sobre de lujo. En seguida se puso de pie para avanzar hacia el espejo en que Juan Lucas se miraba perfeccionándose el nudo de la corbata. Minutos después aparecieron en el corredor donde Santiaguito y Bobby los esperaban. El ascensor los llevó suavemente a la planta baja; ahí estaban los amigotes de Juan Lucas, grandes saludos, ¿en qué restaurant cenamos? Un aperitivo primero en el bar y luego veremos. El del golf se conocía todos los lugares: los típicos, los típicos caros y los solamente caros. Y algunos toreros para que Santiaguito lo admirara más que nunca, a partir de esa noche, ¡qué no sabía!, ¡a quién no conocía! Recién llegaban los aperitivos y ya estaba animadísimo, muerto de risa, chocho como nunca con Susan, como con ninguna y es que como ella ninguna y ¡olé!, ¿qué piensan?, ¿se nos casa Juan Lucas?, ¡hombre!, ya eso es más difícil: habían estado conjeturando los amigotes, y ahora, felices ahí en el bar, viendo llegar los aperitivos, mirando a Juan Lucas mirar a Susan, ¡hombrée!, un brindis por la pareja no vendría mal...
En Chosica las cosas marchaban como para que los de Europa se quedaran años allá, si querían. Julius se sentía cada vez mejor, hasta bizqueaba menos, en realidad ya casi no bizqueaba aunque siempre se le veía muy flaco, sobre todo la carita de frente, por las orejas pegadas con esparadrapo y cinta engomada. Toleraba a la señorita Julia sin quejarse pero encontraba que Julio Verne era mucho más entretenido. Lo había descubierto en uno de sus paseos por Chosica Baja, mientras Vilma se iba de ojitos con el dependiente de una librería. Chosica Baja deslumbraba a Julius con su mercado lleno de frutas y de animales muertos colgando de inmensos garfios. Últimamente había empezado a ir todos los días con Vilma y Nilda para lo de la compra de los víveres. Ya hasta lo conocían y lo recibían con sonrisas: era el niñito orejudo que venía con la cocinera insolentona y el ama requetebuena.
Un día, paseándose por ahí, descubrió a un pintor norteamericano con barba, pipa y zapatillas de tenis. Ese sí que lo cautivó de arranque, sentado ahí superraro, pintando a los vendedores y aprendiendo palabras en castellano. Era tartamudo el gringo y simpatiquísimo. «¡A mí, míster!, ¡a mí, míster!», le rogaban los placeros y él les contestaba que po-poco a poco, porque no podía pintarlos a todos al mismo tiempo. Pero en cuanto descubrió a Julius con su canasta rebalsando y con Vilma al lado, les dijo que po-por favor no se fueran, que los que-quería pintar. Y en cosa de minutos hizo su diseño, ya después le pondría colores porque Julius se estaba cansando de sostener la canastota con el pescadazo y porque todo lo que iba diciendo mientras posaba le parecía realmente gracioso y digno de mayor atención. Vilma casi se muere de miedo cuando los invitó a tomar una gaseosa y a conversar un rato. Julius dijo que bueno, pero ella se negó, otro día, estaban apurados. Sin embargo, en ese momento apareció Nilda con su canasta llenecita de ajos, coles, apios, cebollas, etcétera, y nada más por darle la contra a Vilma dijo que sí. Se fueron los tres a un bar-restaurant, una especie de enorme terraza sobre el río, junto al puente colgante.
Ahí Nilda se tomó una cerveza de las grandes y habló hasta por los codos con el míster, contaba y contaba de la selva. Vilma, en cambio, seguía la conversación sonriente pero sin intervenir. Julius era todo ojos y oídos porque Peter, así se llamaba el pintor, ya había estado en la selva y se conocía Iquitos, Tarapoto y Tingo María como la palma de su mano. Además había navegado por el Amazonas y había estado en Brasil, en Belem do Pará y todo. Ahora estaba viajando por el Perú y se ganaba la vida pintando. Lo de la barba era por flojera de afeitarse y la pipa casi nunca la encendía, pero no podía quitársela de la boca. «Es el chupón del míster», comentó Nilda y soltó una carcajada con caries y dientes de oro por montones. Peter no entendió la broma y se limitó a sonreír y a preguntarle más sobre la selva. Ahí sí que Nilda se desató a contarle todo lo que sabía y más. La cosa para ella era seguir hablando, hablar y hablar, exhibirse con el míster en la mesa y cautivarlo, a él y a Julius, a todos, dejarlos con la boca abierta y que Vilma quedara como una sosa; a ver también si a punta de ser entretenida le ligaba su pinturita. Era una mañana feliz para Julius; nunca antes la Selvática había contado tantas historias sobre la selva, nunca antes las serpientes habían sido tan venenosas, ni las tarántulas bebes tan terribles, ni la araña del plátano tan chiquitita y tan fregada. Ignoraba por completo las épocas de la historia, Nilda; hizo mierda la cronología de la selva peruana; su niñez, su juventud, su mayoría de edad en Tarapoto, todo lo iba mezclando y, poco a poco, la selva se fue convirtiendo en un lugar donde los chunchos, completamente calatos para la ocasión, iban y venían por lo verde-peligroso, desde el campamento de los lingüistas hasta el de los evangelistas, por ejemplo, y en el camino se cruzaban con caucheros multimillonarios, mucho más ricos que el papá de Julius que en paz descanse. Nilda se acordaba hasta de los nombres de los que encendían cigarrillos con billetes y se construían palacios en plena selva. La pobre hizo todo lo posible por cautivar al míster pero él no se decidió a pintarla, prefería escucharla mientras hablaba y ya después fue muy tarde, había que regresar para que Julius almuerce. Total que Peter y Julius casi no llegaron a conversar, pero quedaron en verse de nuevo y el pintor prometió avanzar con el cuadro para el día siguiente.
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