Alfredo Echenique - Un mundo para Julius

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Publicada en 1970, es una de las novelas más importantes escritas en nuestro idioma durante la segunda mitad del siglo xx. A través de las vivencias de Julius, un niño nacido en una privilegiada familia limeña de abolengo, vemos morir y nacer dos épocas diferentes de la sociedad peruana. Los personajes que las representan son descritos con humor y aguda ironía, pero sin dejar de abordar en forma entrañable su singularidad humana.
Cuenta con un prólogo de Luis García Montero, del que compartimos un hermoso párrafo:
"Han pasado 50 años de su publicación y la novela sigue siendo un punto de referencia ineludible en nuestra literatura contemporánea. Supuso la fundación del mundo Alfredo Bryce Echenique. El autor fue capaz de crear una temperatura fácilmente reconocible para el lector con una historia en la que la ternura, las crisis, las interrogaciones, la lucidez, la poesía, las sorpresas, el gusto por la vida, los desamparos y los ojos de un niño nos contagian la extrañeza de estar siempre condenados a ser nosotros mismos. Bendito sea".

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–Usted tiene la culpa por zamarra, por andar putean...

No pudo terminar porque Vilma se le fue encima desesperada, y empezaron a matarse contra las paredes, contra los sillones, rodando por el suelo entre chillidos, alaridos, gemidos.

En el jardín, Palomino escuchaba los gritos sin saber bien a qué atenerse; aún no lograba determinar su exacta procedencia, oía ¡auuu!, ¡ayyy!, ¡suélteme!, ¡socorro!, y hasta ¡Palomiiiino!, pero las puertas estaban cerradas y nada podía hacer por intervenir. Los minutos pasaban, ya se había dado bien cuenta que las dos mujeres se estaban matando, empezaba a inquietarse el pobre, lo asustaba pensar que podía verse envuelto en un lío mayor. Y los gritos seguían, escuchaba clarito los alaridos de las mujeres, se estaban matando allá arriba. Nilda le había arañado íntegra la cara a Vilma y ahora Vilma la había cogido por el cuello y la estaba acogotando. En eso llegaron los hombres de la casa. Entraron cargando una cama que acababan de bajar del Mer­cedes y se dieron con Palomino haciéndose el sobrado en el jardín. Sintieron ganas de matarlo, pero entonces escucharon los alaridos. Carlos soltó la cama y partió la carrera, abrió la puerta principal y subió corriendo hasta los altos. Ahí lo primero que vio fue a las dos mujeres, ya casi sin fuerzas, pero todavía tratando de hacerse daño. Tenían los uniformes rasgados, hechos trizas. Vilma sollozaba tirada en un rincón; en una de las úl­timas caídas se había roto el meñique y, cuando Carlos la vio, se defendía solo con las piernas de los esporádicos ataques de Nilda.

–El niño se ha perdido –sollozó la Selvática–; por culpa de esta.

Carlos partió la carrera para avisarle a los mayordomos. Los encontró en el jardín, controlando una posible fuga de Palomino, y les dijo que Julius se había perdido por culpa de Vilma.

–Por andar jugándose con el huevas este.

Fue la oportunidad de sus vidas. Palomino sonrió entre sobrado y aterrorizado, trató de iniciar alguna explicación, una palabrea­di­ta, pero ya nada ni nadie podía contener a Celso y Daniel. El de las inyecciones guardó su máquina de fotos y empezó a retroceder co­mo quien no quiere la cosa, pero en ese instante le cayeron de a dos y empezaron a matarlo en pleno jardín, entre árboles y caña­ve­ra­li­tos. Lo ensuciaron. Lo despeinaron íntegro. Le rompieron lo que más odiaban en él: la cara, el maletín y el terno azul marino. Por último, lo sacaron a empellones hasta la calle.

Luego corrieron a los altos a ver qué había pasado. Vilma y Nil­da ya estaban de pie, pero lloraban sin lograr explicar claramente las cosas. En realidad nadie sabía muy bien lo que había ocurrido ni en qué momento había desaparecido Julius, ni si se lo habían raptado, ni nada. La Selvática dijo que los mendigos esos del Belén eran gitanos y que a lo mejor se lo habían robado a Julius. En ese caso, ya no lo volverían a ver.

–Tal vez algún día vuelva a aparecer trabajando en un circo, pero ya estará nacionalizado gitano, ya ni se acordará de su familia.

Después empezó a decir que no, que lo que había pasado era que el pintor, el gringo ese seguro que era maricón, degenerado, se había raptado a Julius, lo había violado, ya lo había matado. La interrumpieron los alaridos de Vilma enloquecida, lanzándose contra las paredes, maldiciendo su suerte, y a Palomino, ¡ella nunca había coqueteado con nadie!, ¡que la perdonaran!, ¡solo había querido que le tomaran unas fotos!, ¡Julito!, ¡Julito!, ¡Juli­to!, ¡Dios mío!, ¡qué va a ser de mí! Nilda también gemía, asustada por sus propias palabras; los mayordomos ya no tardaban en imitarlas. Carlos dudaba: llamar a la policía, no se atrevía. ¡Y los señores en Europa!

Cuando en eso sonó el teléfono. Carlos se lanzó sobre él. Llamaban del colegio Belén y ahí estaba Julius. El chofer dijo que inmediatamente pasaba a recogerlo, que por un descuido de la muchacha el niño se había escapado, ahoritita iba por él. El alma les volvió al cuerpo; se miraban sonrientes, temblorosos, agotados, aliviados; se quedaron parados, mirándose sonrientes, avergonzados, mientras Carlos volaba en el Mercedes.

Julius lo esperaba tranquilamente en la puerta del Belén. Lo vio llegar tan nervioso, que se apresuró en decirle que nada había pasado, lo único que la madre no había querido dejarlo irse solo, le tenía miedo a los mendigos, entonces ¿para qué les daba de comer si eran tan malos? En eso apareció la monjita y empezó a resondrar a Carlos, con delicioso acento francés. Carlos agachó respetuoso la ca­beza desnuda, para escuchar el sermón; pero no bien vio que la mon­jita sonreía y se aprestaba a despedirse con una crucecita en la cabeza de Julius, se chantó rápido la gorra para evitar que se la hiciera a él también, no todo lo que lleva hábito es Santa Rosa.

Todos salieron a recibirlo; Vilma y Nilda aún sollozando y con los uniformes destrozados; Celso y Daniel acomodándose un po­co los cabellos y con inmensas caras de satisfacción. El mal rato había pasado y ahora lo recibían como al niño pródigo, sin que él lograra explicarse qué diablos había ocurrido durante su ausencia. Las mujeres no lo dejaban reflexionar, lo besaban preguntándole dónde había estado, por qué se había marchado, por qué no había avisado. Ju­lius las miraba atónito y como esperando una explicación, ¿quién les ha­bía pegado? Una silla que rodó por la escalera durante la pelea estaba ahí tirada, acusándolas. Vilma no pudo más y rompió nuevamente a llorar y a gritar. Pedía que la perdonaran, ¡nunca más volvería a ver a Palomino! ¡Y Julius era antes que nada para ella!, ¡no faltaría nunca más a su deber!, ¡solo había sido por las fotos!, ¡ella no era mala!, ¡no se dejaba tocar por nadie!, ¡Nilda se equivocaba por completo respecto a ella!, ¡ella no podría vivir sin Julius! Total que Nilda se emocionó y soltó el llanto también; se armó un lloriqueo horrible delante de Julius; los hombres trataban de calmarlas diciéndoles que no había pasado nada, que no hay mal que por bien no venga, en el fondo habían tenido suerte, se habían librado de Palomino.

Julius pensó que tal vez descubriendo el cuadro, mostrándoselo. Mala idea porque no bien Vilma se vio, soltó por enésima vez el llanto al recordar que tenía la cara todita arañada. Y un ojo medio cerrado y el cuerpo ardiéndole por todas partes. Simplemente gemía, la chola hermosa, con la piernota al aire, semi­desnu­da, arañadí­si­ma. Nilda la acompañaba con otros tantos borbotones de llanto; más lloraba, más le dolía porque el labio superior lo tenía partido en dos, reventado, hidrópico, llenecito de cochinada. Había que subir cuanto antes al botiquín y desinfectar las heridas; en seguida correr donde el primer médico que encontraran en Chosica para que le viera el meñique a Vilma; y a Nilda lo que fuera que la hacía quejarse, no podía respirar bien, decía que se había quedado medio aco­gotada, se­guro que ya estaba llegando a la muerte el acogotón que le pegó Vil­­ma. Casi se le vuelve a ir encima, la presencia de Ju­lius la con­tu­vo; era preciso abandonar la violencia y usar la cabeza: ¿qué historia inventarían?, ¿qué le dirían al médico?

Esa misma tarde le enyesaron el dedo a Vilma. La pobre andaba muy dolorida, pero hacía todo lo posible por disimular y por mos­trarse eficiente en sus tareas. Seguía a Julius de cuarto en cuarto y trataba de complacerlo en todo. A la hora de la comida, él empezó a contarle lo que había hecho durante la escapada. Le contó que había estado casi todo el tiempo con su amigo el pintor Peter del mercado, que después había ido un ratito a ver a los mendigos y que si no hubiera sido por la madre esa, habría regresado mucho an­tes a la casa, ella no había querido dejarlo venirse solo. En esas es­taba, cuando Vilma notó que empezaba a ponerse muy nervioso, más hablaba, más excitado se iba poniendo. Y seguía hablando, repetía la historia, la cambiaba cada vez, como si necesitara seguir ha­blando, nunca lo había visto así. Corrió a llamar a Nilda, con quien acababa de hacer definitivamente las paces, se habían liberado las cholas, co­mo el mito griego se habían reconciliado por la lucha, por el dolor. La Selvática llegó fingiendo calma y dispuesta a ayudar a su colega, pero Vil­ma notó que desde que entró al comedor, Julius hablaba más aún, más rápido que antes, mucho más rápido, las cosas em­peo­raban en vez de mejorar. De golpe perdió el apetito y, mientras con­taba y contaba de él y de Peter, iba soltando ya no quiero, llévense el plato, su amigo el pintor lo había llevado hasta el río, lléva­telo Vilma, le había presentado al viejito del hotel de madera de la Estación, no tengo hambre, del Ferrocarril Central. Vilma salió disparada a llorar en la cocina. Nilda tampoco aguantó, se fue para man­dar en su lugar a los mayordomos. Julius sintió un profundo alivio al ver que entraban los dos mayordomos sonrientes y con las caras en­teritas. En seguida llegó Carlos con el frasquito de calmantes, el mé­dico había dicho que recurrieran a ellos si era ne­cesario.

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