–A ver, Julián...
Tenía razón Carlos: al día siguiente despertó tranquilo, había dormido bien. Se sentía muy bien y estaba listo para su clase con la señorita Julia. A la profesora solo se le contaría que Vilma y Nilda habían peleado por cosas de ellas, no tenía por qué enterarse de más detalles. Nuevamente reinaba la calma en Chosica y todos alrededor de Julius trataban de probarse que no había ocurrido nada. Él también.
Al principio, Vilma no se atrevía a darle cara a la señorita Julia, pero se animó a asomarse cuando apareció Nilda, más selvática que nunca, con un pedazo de carne cruda en el ojo derecho, y la expresión «¡y a usted qué le importa!», marcada a gritos en lo que le quedaba de mirada. Delicadísima, la señorita Julia se dio por enterada, sin comentario alguno, del vulgar asunto de sirvientas y cocineras. Nada tenía que ver todo eso con su mundo de eterna estudiante de la Facultad de Educación de la Cuatricentenaria Universidad Nacional Mayor de San Marcos, la Más Antigua de América. Mucho menos con su mundo de profesora de Gran Unidad Escolar Obra del Gobierno del General de División Manuel A. Odría, Que Bajó al Llano en 1948. Nada que ver tampoco con su mundo de Clases de Castellano y Reglas de Gramática. ¿Acaso sabían esas infelices lo que quería decir Sintaxis o Prosodia?, ¿o quién era Rubén Darío?, ¿o quién fue el poeta de América? Ella, en cambio, era el más delicado producto del Manual de Carreño, sabía decir «provecho», cuando veía a alguien comiendo y, lo que es más, responder «servido», cuando alguien le decía a ella «provecho». Ahí estaba sentada junto a Julius, insistiendo en la Ortografía, con los brazos y piernas llenecitos de vellos largos, lacios y negros, bien separados uno del otro, paraditos todos. Antipática con su trajecito sastre de combate y con su carterita llena de billetes de ómnibus, de ida y vuelta compraba siempre. La mejor ondulación permanente de todo Jesús María. Y, por supuesto, encantada de estar en casa de millonarios, aunque no esté la señora, con ella sí que le gustaba hablar. Pero la señora no le contestaba ni pío cuando ella comentaba lo del Poeta de América, y lo de que ya es hora de que alguien haga un estudio profundo sobre la poesía de Vallejo, un vacío en las Letras Peruanas. Algún día ella haría su tesis, pero Vallejo era demasiado profundo para que ella hiciera su tesis sobre Vallejo y llenara el profundo vacío. De cualquier modo, ella optaría su título de pedagoga y ganaría mucho más y ya no tendría que ganarse la vida con clases a domicilio, tomando té en la repostería, con la servidumbre de las casas que visitaba, esperando que las señoras ricas, a quienes ella tanto admiraba, prescindieran de sus servicios cuando menos se lo esperaba, como la señora Susan cuando Cinthia: hará lo mismo el día que este orejón vaya al colegio... Mucho pensar y ya estaba amarga la señorita Julia, ya había adoptado la actitud psicológica del que espera que se le pare la mosca: Julius se equivocó, le chantó el pellizcón.
Julius gritó y Vilma vino, pero no se atrevió a intervenir por temor al castellano significante de la maestra. En cambio la malhumorada señorita aprovechó para decirle que estaba horrible, hija, ¿quién la había magullado así?, pero la interrumpió Nilda que entró preguntando desafiante por qué había gritado el niño. Julius dijo que lo habían pellizcado, y la Selvática furiosa empezó a gritar que si querían hacerlo vomitar o qué, tanto que el pobre sintió ligeras náuseas y pidió continuar, probablemente para evitar más líos. La señorita Julia se asustó y dijo que iban a continuar, pero la cocinera se quedó parada montando guardia hasta el fin de la clase. Y no le fue tan mal porque se entretuvo con el poemita que la maestra empezó a enseñarle a Julius para el día de la madre. Faltaba mucho para el día de la madre pero justamente así él tendría tiempo para aprenderlo bien de memoria, le iba a gustar el poemita, a tu mamá también. Qué le quedaba, ahí estaba el pobre paporreteando uno de esos poemas que se recitan mientras se le entrega a mamá el ramito de flores, en el baño de la casa, por ejemplo; la cogen desprevenida a mamita y es horrible; te mueres de vergüenza.
Si no hubiera sido por Dora, la hija de Arminda, la lavandera, se habría podido decir que todo marchaba perfecto en Chosica. Los médicos ya para qué iban a venir, Julius no podía estar mejor. A Palomino solo hubo que reemplazarlo tres o cuatro veces, no se necesitaban más inyecciones. A Vilma el dedo le quedó muy bien cuando le quitaron el yeso; se estaba portando a las mil maravillas. Por las tardes, salían todos en el Mercedes y se iban hasta el Palomar o a presenciar partidos de fútbol que veintidós cholos, con veintidós uniformes distintos, toda clase de zapatos y hasta descalzos, jugaban en canchas improvisadas al borde de la carretera. A veces también había partido en el Parque Central, pero ahí sí cada equipo con su uniforme y todos con sus chimpunes. Al regresar de uno de esos partidos, una tarde, encontraron a Arminda hecha polvo: Dora se había escapado con el heladero, se había largado con él a Lima.
Cuando volvió, Arminda la recibió a bofetadas, hasta la amenazó con el cuchillo de la cocina, pero Nilda se lo reclamó inmediatamente. Qué no le dijo, la pobre Arminda. Y Dora insolentísima. Ni caso. Burlona. Altanera. ¡Dónde habría aprendido! Respondona. Nilda sugirió quemarle la lengua, si fuera su hijo... Se iba a morir del colerón la pobre señora Arminda, tan buena, tan corazón noble como era. ¡Si se lo estaba diciendo! ¡Qué falta de educación por Dios! ¡A su madre! Ya le iba a pegar. Sí, que le pegara. Así. ¡Cuarenta años!, ¡más de cuarenta años con la cabeza metida en un lavadero y los pies helados! ¡Friega que te friega! ¡No!, ¡no tenía alma! ¡Era un monstruo como su padre! Gritaba y gritaba, la pobre Arminda, se iba a morir del colerón, Julius estaba asustadísimo y ahora el bebe de Nilda berreando, Dora protegiéndose como podía de los golpes y Nilda extrayendo el seno. Al día siguiente, Dora había desaparecido. Dejó una notita diciendo que se iba para la sierra con el heladero de D’Onofrio. Arminda agachó la cabeza para envejecer.
«¡La señora se casa con el señor Juan Lucas!», gritó Nilda, con la carta abierta en una mano. Julius acababa de llegar del mercado, donde por sexta vez le habían dicho que el pintor Peter se había marchado sin dejar dirección. Se lo estaba imaginando sentado al borde del Titicaca, paleta y pincel en mano, cuando escuchó el alarido de la Selvática. «Dame la carta», le dijo, juntando los tacos y separando las puntas de los pies. Nilda se la entregó, él empezó a leer algunas palabras, pero quería enterarse más rápido y se la pasó a Vilma. Pegó las manos al cuerpo.
Julius, darling:
Estoy muy emocionada. Tío Juan y yo nos acabamos de casar en una iglesita de Londres. Solo han venido algunos amigos suyos, y de papi y míos. Estamos felices. Santiaguito y Bobby están con nosotros. Tú vas a ver cómo vas a querer a tío Juan Lucas. Es un amor. Como tú. Hace solo dos horas que estamos casados y ahora nos vamos a almorzar a un restaurant por Onslow Gardens. ¡Cuánto daría por que estuvieras con nosotros!
Estoy feliz de saber que ya estás bien. Pronto se acaba nuestro viaje. Falta Venecia, Roma, no sé bien, pero ya deben ir preparando el regreso a Lima porque nosotros volvemos pronto. Pasaremos un verano lindo en Lima con tío Juan Lucas; ah, ¿darling? ¿Qué te parece?, y después Julius al colegio. Corro donde Juan Lucas. Me espera en el bar. Todos te besamos mil veces.
Tenía aún puesto el traje verde con que se había casado. Se sentía la mujer más hermosa de la tierra, la más dichosa. Lo era, probablemente, esa mañana, mientras caminaba linda hacia el bar del hotel. Ahí estaba Juan Lucas, mirándola venir. Junto a él, Santiago y Bobby, francamente bellos con sus ternos oscuros y esa elegancia poco preparada que Susan prefería en los jóvenes. Conversaban con gente que acababan de conocer, con los amigos de su padre, los increíbles John y Julius, borrachos, encantadores como cuando ella los conoció, ¡fue ayer!, ayer cuando conoció a un peruano en Londres y se casó con él en Lima, ahora se casaba en Londres con un peruano conocido en Lima. Pensar que Juan Lucas estaba en Londres cuando ella salía con Santiago... Ayer le prometió a Julius ponerle su nombre a uno de sus hijos y ahora, al verlo, había corrido a escribirle unas líneas a Julius... Sonrió al unirse al grupo, en el bar, prefería no recordar, Juan Lucas la ayudó: la recibió cogiéndola suavemente por la nuca, mientras hablaba, trayéndola con cariño hacia él mientras seguía contando entretenido, feliz. Susan sintió el peso del freno tibio en el cuello, reaccionó con un gesto igual al del león de la Metro, abrió tensa la boca, pero mientras recorría el camino del gesto hacia el hombro de Juan Lucas, fue descubriendo que su cuello se acomodaba perfecto en la curva tenaz, deliciosa de la mano; recibió una copa, pasando el otro brazo por la espalda de Juan Lucas, inclinando la cabeza, casi escondiéndose bajo el mechón rubio que se derrumbaba interrumpiendo precioso la perfección oscura, para la ocasión, que vestía Juan Lucas. Cerró la boca en una sonrisa. Nadie notó la brevedad de su gesto. Y ella, al sentir que abandonaban su nuca, estuvo a punto de repetir el gesto, casi vuelve a girar el cuello hacia el otro lado pero tuvo miedo de no encontrarse en la mano, de exigir demasiado, de morder y que fuera un recuerdo, ya no el momento, que se le iba, ¿sí?, ¿cómo?, le estaban preguntando algo. Regresaba siempre de estados así de tiernos, por eso la encontraban tan linda, por eso le perdonaban todo, la querían tanto.
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