Alfredo Echenique - Un mundo para Julius

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Publicada en 1970, es una de las novelas más importantes escritas en nuestro idioma durante la segunda mitad del siglo xx. A través de las vivencias de Julius, un niño nacido en una privilegiada familia limeña de abolengo, vemos morir y nacer dos épocas diferentes de la sociedad peruana. Los personajes que las representan son descritos con humor y aguda ironía, pero sin dejar de abordar en forma entrañable su singularidad humana.
Cuenta con un prólogo de Luis García Montero, del que compartimos un hermoso párrafo:
"Han pasado 50 años de su publicación y la novela sigue siendo un punto de referencia ineludible en nuestra literatura contemporánea. Supuso la fundación del mundo Alfredo Bryce Echenique. El autor fue capaz de crear una temperatura fácilmente reconocible para el lector con una historia en la que la ternura, las crisis, las interrogaciones, la lucidez, la poesía, las sorpresas, el gusto por la vida, los desamparos y los ojos de un niño nos contagian la extrañeza de estar siempre condenados a ser nosotros mismos. Bendito sea".

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–¡Claro! Me parece muy bien. Tienes toda la razón. Qué di­ría la gente...

Llegó el cumpleaños de Julius, pero no los regalos de Europa, y tuvieron que correr a comprarle un tren eléctrico. Vino un hombre pa­ra armarlo y él se pasó toda la tarde haciéndole demasiadas preguntas. Por fin, a eso de las seis, el tren empezó a funcionar en una sala y toda la servidumbre apareció, aprovechando que el señor no estaba. Julius decidió cuál era la estación de Chosica. Prácticamente se olvidó del tren cuando empezó a contarle de Chosica a su ma­má, que era toda para él esa tarde, hasta las siete, en que tenía que cambiarse para un cóctel. Le contó del pintor Peter del mercado, de los mendigos y, cuando se arrancó con lo de Palomino y las inyecciones, Nilda dijo que era hora de cocinar y se marchó. Pero tanto miedo fue en vano porque estuvo de lo más atinado y solo contó lo que se podía contar. Lo hizo tan bien, además, que Susan empezó a agradecerles y a decirles que nunca olvidaría lo buenos que habían sido, el señor los iba a recompensar. Inmediatamente ellos replicaron que no lo habían hecho por interés, a lo cual Su­san, a su vez, re­­­plicó diciendo que trajeran helados para todos, Coca-Cola también. Nilda volvió a aparecer trayendo al monstruito, seguida por Celso y Daniel con los azafates.

–¡Brindemos con Coca-Cola por los seis años de Julius! –di­jo Susan, mirándolos, a ver qué tal recibían su frase.

Le salió perfecto. Se emocionaron todos. Tanto que ella terminó sacando la cuenta y Cinthia tendría ya once años; se le llenaron los ojos de lágrimas anticóctel, se me van a hinchar los ojos. Los sir­vien­tes habían enmudecido. «¿Por qué?», se preguntaba ella, «¿notarán?». En ese instante Nilda, en nombre de todos, dijo que acompañaban a la señora en su recuerdo. Susan se quedó pensativa, en todo están cuando se trata de... ¡qué bárbaros para querer!...

–¡El tren no puede quedarse eternamente parado en Cho­sica! –dijo, reaccionando.

Todos sonrieron. «Por una vez un cumpleaños sin los Las­ta­rria», pensó Julius, inclinándose alegre para poner en marcha el tren. To­dos sonreían mientras tomaban sus helados y sus Co­ca-Colas. Y el tren circulaba, pasaba y pasaba por Chosica. Sin detenerse porque él se había entretenido escuchándola: Susan les estaba contando de Europa; omitía los nombres para no confundirlos; Francia, Ingla­terra, Italia, eso era todo; contaba y el tren giraba, se terminaban los helados y seguía, ni cuenta se daba de que ellos habían volteado a mirar hacia un lado de la sala, mi­raban con sonrisas nerviosas hacia la puerta desde donde Juan Lu­cas, Santiago y Bobby, recién llegados del Golf, seguían la esce­na irónicos, burlándose, avergon­zán­dola.

Ya estaba decidido. Los primeros días después del viaje había tenido muchas reuniones y no había podido ocuparse de eso. Pero ahora acababa de reanudar sus prácticas de golf y tenía más tiempo libre para pensar. Los primeros días después de un viaje siempre son pe­sa­dos. Había tenido que soplarse mil informes de gerentes y apo­­­de­rados. Y los hay candelejones, ¡créeme! Había tenido que tomar muchas decisiones sobre asuntos descuidados durante su ausencia. Felizmente todo marchaba bien. Bastaron unas cuantas indicaciones, algunas cartas, algunas reuniones. To­do marchaba nuevamente so­bre rieles. Las obras que había encargado hacer en la casa hacienda de Hua­­cho andaban muy avanzadas. Pronto podrían invitar gente a pasar el fin de semana. La verdad es que estaba satisfecho con el gi­ro que habían tomado las cosas durante su ausencia. Le molestaban dos o tres huelgas que se anunciaban. Pero, en fin, eso era Lima. El secreto está en transportar cualquier problema, cualquier disgusto a un campo de golf: ahí alcanza su verdadera e insignificante dimensión. Hay que ver cómo cambia la perspectiva. Un buen gol­pe, un buen swing se parecía tantas veces a la verdadera marcha de sus cosas. Además, hay tus cosas y las de los chicos. Todo junto, ahora. Ya se es­taba viendo eso. Motivo de más reuniones. Reuniones con los nuevos socios norteamericanos, también. Pa­ra lo de las fábricas. Les iban a dejar tres fábricas. En fin, co­mo podía ver, habían sido muchas reu­niones y aún continuaban llamándolo al Golf, interrumpiéndolo. Pero así son siempre los primeros días después de un viaje. Recién aho­­ra aca­baba de rea­nudar sus prácticas y tenía tiempo libre para pensar.

–La verdad es que ayer, saliendo del Club, me provocó. Por qué no, Juan Lucas, pensé, y entonces me di cuenta de que ya estaba decidido.

A Susan le dio un poco de pena abandonar el palacio, pero lo veía tan entusiasmado, explicaba tan bien que solo en una casa nueva podría empezarse una vida realmente nueva... Tenía razón. Además había que ver lo contentos que se habían puesto los chicos con la idea. Santiaguito empezó a gritar que sí, que Juan Lucas tenía to­da la razón y que esa era una casa demasiado señorial, demasiado oscura, fúnebre, casi se le escapa que correspondía perfectamente al temperamento de papá. Se calló a tiempo, pero sin poder evitar que lo callado creciera en su mente: papá nunca jugaba golf ni nada, solo le interesaban las haciendas y el nombre de su estudio y ganar juicios, solo pensaba en el nom­bre de la familia, no seré abogado... Todos allí parecieron sentir que algo caducaba, tal vez un mundo que por primera vez veían demasiado formal, oscuro, serio y aburrido, honorable, antiguo y tristón. No había sino que mirar a Juan Lu­cas para ver que los estaba salvando hacia una nueva vida, no sé, sin tantos cuadros de antepasados, sin esos vitrinones, sin estatuas, bustos, sí, sí: querían una casa llena de terrazas, una casa donde uno salga siempre a una terraza y ahí estén Celso y Daniel sirviéndote un refresco, donde lo antiguo sea un adorno adquirido o un recuerdo, no lo nuestro. Susan vio envejecer el palacio en un segundo; se levantó el mechón rubio, caído, y descubrió su casa viejísima, le bus­có hasta olores. Comprendió entonces que ese nunca había sido su gusto, fue él, yo tenía diecinueve años, le hubiera gustado vivir en esa casa pero en una película. Vio a Santiago, su esposo, en el ins­tante en que se le acercaba por primera vez en una fiesta en Sarrat, al norte de Londres, en casa de los increíbles John y Julius... Lo adoró...

–¿Quién va a ser el arquitecto? –preguntó, en un esfuerzo triun­fal, feliz, como el atleta que cruza la raya primero, perse­guido.

...Le parecía maravilloso haberlo recordado así, acercán­do­sele sonriente, enamorándose de ella, ahora que la casona con que él so­ñó empezaba a envejecer...

Conchudo Carlos se metió a dormir en la carroza, una tarde de fuerte calor. Le gustó y decidió que, en adelante, ese sería el lugar pa­ra su siesta. Llegaba, se quitaba la gorra, la embocaba por la ven­tana y se subía sin pensar que era la hora de Julius. Le cambió íntegro el or­den de su mundo. Normalmente, los indios, a lo más, llegaban al pescante para que él, desde el inte­rior, alargara un brazo por la ventana y lo despachara de un solo tiro. Pero, de pronto, una tarde llegó y se lo encontró muy bien instalado, durmiendo en el viejo asiento de terciopelo. «¿Por qué estás ahí?», le preguntó, ingenuo, y por toda respuesta tuvo un pedo, acompañado de la palabra conchudo, porque soy un conchudo. En seguida empezó a roncar y él sa­lió disparado a avisarle a Vilma, que estaba terminando de almorzar en la repostería. Nilda intervino gritando que no se acusaba a na­die pero que había hecho muy bien en venir a decir. Vilma no se inmutó hasta que Ju­lius les preguntó qué quería decir conchudo. «Ven», le dijo.

–¡Carlos! Por favor, bájese de la carroza para que el niño Julius pueda jugar... Ya es su hora.

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