Alfredo Echenique - Un mundo para Julius

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Publicada en 1970, es una de las novelas más importantes escritas en nuestro idioma durante la segunda mitad del siglo xx. A través de las vivencias de Julius, un niño nacido en una privilegiada familia limeña de abolengo, vemos morir y nacer dos épocas diferentes de la sociedad peruana. Los personajes que las representan son descritos con humor y aguda ironía, pero sin dejar de abordar en forma entrañable su singularidad humana.
Cuenta con un prólogo de Luis García Montero, del que compartimos un hermoso párrafo:
"Han pasado 50 años de su publicación y la novela sigue siendo un punto de referencia ineludible en nuestra literatura contemporánea. Supuso la fundación del mundo Alfredo Bryce Echenique. El autor fue capaz de crear una temperatura fácilmente reconocible para el lector con una historia en la que la ternura, las crisis, las interrogaciones, la lucidez, la poesía, las sorpresas, el gusto por la vida, los desamparos y los ojos de un niño nos contagian la extrañeza de estar siempre condenados a ser nosotros mismos. Bendito sea".

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Susan estaba pensando que el arquitecto debía tener una novia o algo y que en el futuro mejor viniera con ella. Estaba muy excitado el muchacho y tal vez sería conveniente que no bebiera más. Hi­zo la prueba de decirle a Celso y Daniel que no le sirvieran más vino, pero fue inútil: cuando el azafate no venía al arquitecto, el arquitecto iba al azafate. Y volvía corriendo con la copa llena para no perderse un instante de Susan, la pasión de su vida. Y hubo vinos tintos franceses y postres y licores y el joven brillante dale y dale y adorando a Susan, ya no dejaba que Las­tarria colocara una sola palabra. Quería bailar además, y pedía que subieran un poco la música, que no se escuchaba bien afuera, mientras iban saliendo todos a la terraza. Juan Lucas se enteraba de esas cosas sin verlas, por costumbre, por ósmosis o por lo que fuera. Y tenía sus métodos; tantos años de vuelo le habían ense­ñado que nada era peligroso en esta vi­da. Susan vino a decirle que el arquitecto... pero él la cogió del brazo y ella lo adoró y quedó segu­rísima de que una vez más Juan Lu­cas resolvería el asunto alegremente cuando llegara el momento. Por ahora estaba hablando de un club de golf en Chile y de un ganado para engordar que traían de la sierra, más unas avionetas para una fábrica de harina de pescado, esto último a Lester Lang III le interesaba mucho. Bobby se había encargado de alzar el volumen del estereofónico y el arquitecto bailaba con Su­san, para desespe­ración de Lastarria. Susana, horrible, trataba de no bostezar entre un grupo de mujeres que tenían o no hi­jos, pero que habían man­tenido la silueta; sabía quiénes eran, sabía quiénes eran sus padres, quiénes sus esposos, pero no las había vuelto a tratar desde la época del Sagrado Corazón. La pobre no sabía qué hacerse entre ellas porque no querían recordar el colegio ni tampoco hablar de hijos que ya deberían estar acostados y no robándose el carro de la casa. Además ella no conocía al profesional argentino, el que había llegado hace poco en reemplazo del otro, este se quedaba más en su lugar, pero así em­­­pezó el anterior también y terminó casándose con la socia in­dicada y ya la gente empezaba a aceptarlo en lugares que no fueran el campo de golf, eran tremendos los profesionales argentinos. Muchas de esas mujeres usaban bikini todavía y se bañaban en la pis­cina del Club y salían retratadas en los periódicos, los lunes por la mañana. Su­sana se estaba preguntando quién llevaría esos hogares, quién se ocuparía de esos niños, cuando sabe Dios por qué alzó la ca­ra y di­visó a Julius, asomado por la ventana de su dormitorio. Su deber era avisarle a su prima.

El arquitecto de moda llevaba ya tres bailes al hilo con Susan y le estaba describiendo la casa que había soñado construir algún día, por ahí la quería hacer caer el muy ingenuo, despertando en ella el deseo de vivir juntitos en una casa de ensueño. «¿Se la imagina?», le estaba diciendo, cuando Susan notó que su prima la llamaba y apro­vechó para sacárselo un rato de encima.

–Susan, Julius está despierto y son más de las once de la no­che. Le puede hacer mucho daño trasnochar así.

–Darling, ¿qué haces allá arriba? –preguntó Susan, mi­ran­do hacia la ventana por donde se asomaba la cabecita de Ju­lius.

–No puedo dormir, mami; mucha bulla.

Juan Lucas había advertido el asunto.

–Oiga, jovencito –dijo burlonamente–; ¿qué hace usted levantado a estas horas?

–Estoy mirando, tío.

–¿Quiere que le enviemos un whisky?

Julius no contestó, en todo caso no se oyó lo que dijo, pero la tía Susana fue terminante e insistió en que debería acostarse en el acto.

–Darling...

–Déjenlo que disfrute –dijo Juan Lucas–; por una noche qué importa.

La tía Susana, horrible, pensó que eso era todas las noches y ya tenía ganas de irse. El gracioso acento de Lester Lang III la contuvo.

–¿Cuántous fueroun las incas? –preguntó, mirando hacia la ventana donde se dibujaba el rostro de Julius.

–Catorce.

–¡Carhhambas! ¡Fantastic! I don’t know how many presidents there have been in the States. Must revise my history –se había olvidado de sus presidentes el gringo.

Carcajada general de los que entendían inglés. De Lastarria también, empezaba a gustarle el norteamericano y se colocó a su lado y sacó pecho. Lang III no lo captaba muy bien y miró a Juan Lucas como preguntando quién es el del bigote. Juan Lu­cas le dijo que era un nuevo socio del Club y pariente suyo, Las­tarria casi se de­rrite, con tal de que no se acerque Susana... Por suerte no se acercó, y pu­do empinarse bien y sentir cómo lo iban aceptando, después de todo él también pesaba varios millones. Por matrimonio, claro.

Hacia la una de la mañana, el arquitecto de moda había ya desplazado la casa soñada hacia las playas del sur y la había construido sobre una colina, frente al mar.

–Para ti, Susan.

–Qué cosas dices, darling... Mañana te vas a sentir pésimo.

Pero él dale con bailar más, con tambalearse de un lado a otro, ya no tardaba en empezar a llorar de tanto que la quería a esa señora. Las amigas de Susan contemplaban la escena muertas de risa, aunque consideraban que ya se estaba poniendo un poquito pesado el muchacho y trataban de salvarla inventando cualquier pretexto para llamarla. Pero el arquitecto la seguía, venía también donde ellas y se les tambaleaba ahí delante, cómo harían para llevárselo a casa.

Ya bastante tardecito apareció Santiago y al verlo todos recordaron que se había robado el auto.

–A ver, mi amigo –dijo Juan Lucas, llamándolo.

–¿Qué pasa? –preguntó Santiago, entre sonriente y ner­vioso.

–Venga usted por acá, mi amigo.

Santiago se acercó atravesando entre los invitados. Juan Lu­cas lo cogió amistosamente por el brazo y se inclinó ligeramente. La tía Susana era toda expectativa, iba a morir de suspenso.

–¿Qué dictamina el juez? –preguntó uno de los del golf, muerto de risa.

–Tell us all about it, Santiegou –de todo quería enterarse Lang III.

–Huele a whisky y está ecuánime. Además huele a perfume de muchacha. ¡Este muchacho sabe lo que hace!

Susan adoró a Juan Lucas y le hizo una seña por lo del arquitecto, mientras todos felicitaban a Santiago y le decían que se merecía un auto propio. Lester Lang III le invitó un cigarrillo y le prometió que para el próximo viaje a Lima traería a su hijo, tal vez para entonces quedaría una chica libre, a no ser que San­tiegou... ¡Qué gringo simpático! Todo el mundo festejaba tanta simpatía, menos Susana Lasta­rria que buscaba a su marido para irse ya, mañana le tocaba salida al ama y cosas horribles por el estilo, delante de los del golf, él sacrificaría lo que quedaba de la noche con tal de que no se metiera con los del golf ni con Lester Lang III. Estaba fascinado con lo de III.

Arriba, Julius acababa de cerrar su ventana para volverse a acostar, a pesar de que sabía que el asunto iba a durar hasta las mil y quinientas y que el ruido le impediría dormir. Le extrañaba que Santiago no hubiera subido a acostarse; había desaparecido de la terraza antes de que él cerrara su ventana y sin embargo aún no subía. Hasta su cama llegaban las carcajadas de los hombres y la risa delicada de algunas mujeres. Reconocía la de su ma­dre, se deleitaba escuchán­dola entre la música, pero poco a poco lo fue venciendo el sueño y ya no llegó a enterarse del fin de la reunión.

–Nos vamos... Nos vamos todos –decía Juan Lucas.

En realidad lo que pasaba es que el arquitecto ya estaba pe­sa­di­to. Había llegado al estado en que juraba tener la casa sobre la colina, fren­te al mar, perfectamente amoblada para mañana por la ma­ñana. Se caía, pero dale con bailar. Y Susan muerta de pena por el mu­chacho. Pero había llegado el momento de hacer algo con él. Juan Lucas, copa en mano y sonriente, se acercó y lo cogió amigablemente por el brazo.

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