Alfredo Echenique - Un mundo para Julius

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Publicada en 1970, es una de las novelas más importantes escritas en nuestro idioma durante la segunda mitad del siglo xx. A través de las vivencias de Julius, un niño nacido en una privilegiada familia limeña de abolengo, vemos morir y nacer dos épocas diferentes de la sociedad peruana. Los personajes que las representan son descritos con humor y aguda ironía, pero sin dejar de abordar en forma entrañable su singularidad humana.
Cuenta con un prólogo de Luis García Montero, del que compartimos un hermoso párrafo:
"Han pasado 50 años de su publicación y la novela sigue siendo un punto de referencia ineludible en nuestra literatura contemporánea. Supuso la fundación del mundo Alfredo Bryce Echenique. El autor fue capaz de crear una temperatura fácilmente reconocible para el lector con una historia en la que la ternura, las crisis, las interrogaciones, la lucidez, la poesía, las sorpresas, el gusto por la vida, los desamparos y los ojos de un niño nos contagian la extrañeza de estar siempre condenados a ser nosotros mismos. Bendito sea".

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V

El palacio los esperaba lleno de luz. El sol de ese verano se filtraba por las amplias ventanas y llegaba hasta los últimos rincones, alegrándolo todo. Entre Celso y Daniel habían logrado que cada cosa volviera a relucir y que los pisos recuperaran el brillo de antes. To­do recuerdo ingrato debía desaparecer, todo estaba listo para una nueva vida, y ellos se aprestaban a servir al nuevo señor. De tanto cocinar, de tanto planchar, encerar, barrer, baldear, de tanto lustrar se habían acostumbrado a que la niña Cin­thia ya no estuviese.

Madrugaron el día del aeropuerto. Nilda llenó la despensa de productos alimenticios, mientras Vilma controlaba la ropa del ni­ño y Carlos limpiaba los automóviles. A Julius le dijeron que no se fuera a meter en la carroza y que esperara tranquilito la hora de partir. Lo habían vestido prácticamente de primera comunión y le ha­bían puesto su corbatita de torero. Esperaba nervioso, recordando, asociando este segundo viaje al aeropuerto con el primero, prefería no esperar en el salón del piano. A cada rato venían a verlo; lo encontraban siempre tranquilo, muy bien, él mismo lo decía, sin que­rer­lo estaba aprendiendo el arte del disimulo y las manos tembleques.

Carlos le conversó durante todo el camino. Le iba diciendo que Santiaguito volvería hecho ya todo un hombre. En casa habían deci­dido lo mismo: Santiaguito iba a cumplir dieciséis años, tenía que regresar convertido en un hombrecito, Europa tenía que ha­berlo cambiado. Insistían en esa idea, como si unos cuantos meses de ausencia fueran suficientes para que aceptaran la superioridad del niño, haciéndolo crecer en sus mentes. Bobby también ya iba para los trece, entraba a secundaria, ya no volvería a usar pantalón corto, estaría muy crecidito. Se acercaban al aeropuerto, y Carlos seguía habla y habla en su afán de entre­tener a Julius, estaba alegre Carlos, te has divertido bastante en Chosica, ahora unos mesecitos más y al colegio, así es la vida, to­dos crecen, todos vuelven...

Todos vuelven al lugar donde nacieron, cantó Carlos, bembón, disforzado de alegría, señalándole el avión, encantado, «ahora con tal de que no nos haga la de Jorge Chávez», dijo, por decir al­­go, «con tal de que no se nos vaya de culata, a ver, prepárese para saludar a su mamá». No podía quedarse callado, ni quieto tampoco, no lo dejaban mirar: sí, sí, el avión que él escogió para Cinthia, Cin­thia, Cinthia, los altoparlantes lo confirmaban: Air France, vuelo 207, pro­cedente de París, Lisboa, Pointe-à-Pitre, Caracas, Bogotá, Lima. Sintió náuseas pero no era el momento...

Los dos se aguantaban. «Ábrete Sésamo», parecía decir Carlos, parado inquieto ahí en la terraza, esperando que se abriera la puerta del avión, a ese animal sí que le tenía mucho miedo, el cielo para los ángeles, gallinazo no vuela más alto del techo, pero ¿por qué no abren? Ya hasta se estaba poniendo agresivo el chofer, se autocri­ti­caba y to­do: pero ¿qué te pasa?, ¿qué tanta emoción?, ni que fuera tu mamá la que llega, llega tu jefe y nada más... Pero no bien vio que se abría la puerta del avión, se quitó la gorra, llega la pa­troncita, y em­pezó a tararear valsecitos criollos, como siempre que se mortificaba por al­go que no debía mortificarse. «¡El señor Juan Lucas!», exclamó, al ver­lo aparecer en la escalinata. Julius postergó el vómito para otro día y empezó a hacer adiós como loco. En efecto, ahí es­­taba Juan Lu­cas, vestido para la ocasión (probablemente el día en que haya terremoto aparecerá Juan Lucas gritando ¡socorro!, ¡mis palos de golf!, y perfectamente vestido para la ocasión). Junto a él, una aero­moza que hubiera querido pasar una temporada con él: la ni­ña andaba en la época aventurera de su vi­da, volaba y aún no quería casarse. Pero se fue a la mierda cuando apareció Susan; eso que apareció aterrada, como diciendo adónde me han traído, no reconocía, sabe Dios en qué había estado pensando en los últimos minutos. Linda, de cualquier manera, mucho más linda ahora que se mataba haciéndole adiós adiós adiós, sin haberlo visto todavía. Se quitó las gafas de sol y casi la mata la luz inmediatamente se las volvió a poner, ¿dónde está Julius? «¡Allá, ma­má!, ¡allá!», le gritaba Santiago, en la oreja, por el aire, «¡allá!, ¿no lo ves?». Veía a Carlos, no veía a Ju­lius. ¡No importa, mamá!, ¡ba­ja! ¡No dejas pasar a nadie! Se habían apropiado de la escalinata. ¡Apúrate!

Por supuesto que pagaron varios sueldos de alguien por exceso de equipaje, pero eso no era nada. Lo principal venía por barco, pa­los de golf para todo el mundo, colecciones enteras; ropa inglesa, fran­­cesa, italiana; regalos hasta para la lavandera, comprados así, por montones, sin escoger realmente; licores raros, finísimos; adornos, lámparas, joyas; más colecciones de pipas Dun­­hill con sus taba­que­ras de cuero y su puntito de marfil en cada una. Había sido un viaje feliz, demasiado corto, ahora que ya se sentían en Lima. Imposible resumirlo así, en tan poco tiempo. La gente les preguntaría. Todo lo que contaran era poco. En fin, ya de eso se encargarían las crónicas sociales con «inimitable mentecatería», según Juan Lucas. Hablarían de su viaje sin que ellos lo quisieran... (Ya por ahí no me meto: eso es algo que pertenece al yo profundo de los limeños; nunca se sabrá; eso de querer salir, o no, en «sociales», juran que no...).

¡Cómo había cambiado el palacio! ¿Quién había comprado esos muebles tan bonitos? ¿Quién había escogido esas pinturas para las paredes? Órdenes de Juan Lucas llegadas en alguna carta dirigida a algún apoderado de buen gusto y eficiente. Carlos seguía cargando las maletas de cuero de chancho, con cara de yo-ya-estuve-con-ellos, y se sentía superior. Vilma notó que San­­tiaguito ya era un hombre y que la miraba. En seguida se fijó en Juan Lucas, el señor, y aceptó su elegante metro ochenta y siete, sin explicarse por qué, en realidad sin comprender tanta fama de buenmozo, la verdad, no se parecía a ningún artista de cine mexicano. Era para la señora. Volteó nuevamente y San­tiago la seguía mirando. Nilda se había lavado las manos de ajo, para soltar su grito de felicidad, interrumpido esta vez por la mueca del señor, qué tanta euforia de las mujeres, que de­sa­parezcan de una vez, que esté todo instalado ya, que haya un gin and tonic en alguna terraza ventilada de este mundo. Susan sí los quería, pero había toda la tradición de Nilda oliendo a ajos, además Ar­minda estaba llorando, no tardaba en persignarse y arran­car con eso de Dios bendiga a los que llegan a esta casa. Pobre Su­san, hi­zo un esfuerzo y besó a la cocinera pero, ya ven, Ar­min­da estalló con lo de su hija Dora y el heladero de D’Ono­frio. Celso y Daniel tuvieron que aban­donar el equipaje para venir a con­solarla y, de paso, arrancársela a la señora de los brazos. Por fin Juan Lucas terminó con tanta confraternidad; sus brazos se extendieron nerviosos, años que no se escuchaban órdenes su­pe­riores en el palacio, Susan lo admiraba: ponga las ma­letas en su sitio, por favor; con cuidado de no arañar el cuero; suban pa­ra que nos ayuden a colgar las cosas; mujer, ya no llore, por favor. No sabía su nombre, tampoco el de Nilda que reaparecía gri­tando que ese era su hijo, que lo iba a educar como a un niño de­cen­te, y les enseñaba al monstruito. Juan Lucas empezó a crisparse, las típicas arrugas del duque de Windsor se dibujaron a ambos lados de sus ojos. Julius dijo mira, mami, el hijo de Nil­da, y Juan Lu­cas de­sapareció, mientras Susan decidía amar­los a todos un ratito y acariciaba al bebe. Celso y Daniel corrieron detrás del señor.

Al día siguiente, por la mañana, llamó Susana Lastarria. Su­san sintió una extraña mezcla de pena y flojera al oír su voz en el teléfono. Con verdadera resignación soportó media hora de su envidia y le contó todo lo que quería saber del viaje, de la boda, sobre todo. Finalmente, cuando ella creía que ya iba a terminar, Susana le preguntó si iba a celebrar el santo de Julius. Susan hizo un esfuerzo gigantesco para recordar, captar y expresar en pa­labras la manera de pensar de su prima: «No», le respondió; «creo que aún es muy pronto para tener fiestas en casa; aunque se trate de niños».

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