–Ya se verá cómo le mandamos su dinero, Susan. Búscame un encendedor que debo haber olvidado en la guantera... Ya estamos llegando... un buen baño de piscina y unos aperitivos, voilà, eso es lo que nos falta... Estuvo grotesco el asunto y ahora basta ya.
Susan le alcanzó el encendedor. Hubiera querido decir algo, pero allá al fondo, trazado en el arenal, divisó el desvío que llevaba al Club, hubiera querido decir algo pero de pronto como que le faltaban fuerzas.
–Eres una tonta, mujer, si sigues muriéndote de pena.
Como todos andaban medio rebeldes en el palacio, nadie se opuso a que Carlos utilizara el Mercedes para llevar a Vilma a su casa, un cuarto, en un callejón, en Surquillo, donde una tía. Celso y Daniel ayudaron a cargar el baúl tipo pirata, pero de cartón y con bordes de lata, horroroso. Lleno de colorines y de indudable procedencia serrana; uno de esos baúles que se ven sobre techos de ómnibus interprovinciales a La Oroya, Tarma, Cerro de Pasco, etcétera. O a Puquio, también a cualquiera de esos lugares desde los que se baja a Lima. Vilma besó a Julius. Julius besó a Vilma. Vilma le dio la mano y una palmadita en el hombro a Celso, a Daniel y Anatolio. Después abrazó a Nilda y cargó un ratito el bebe, que inmediatamente se puso a berrear, todo eso en la cocina. La Puquiana se lo devolvió a la Selvática y abrazó a Arminda que había permanecido muda, fatal, durante todo el asunto. Nilda le tapó la boca a su hijo para poder decir cuídese de los hombres, Vilma, fíjese en la casa donde vaya a trabajar que no haigan jóvenes. Todos bajaron la cabeza y permanecieron mudos hasta que Carlos dijo que era mejor marcharse ya. Cruzaron íntegramente el palacio, desde la cocina hasta la puerta principal. Ahí se tocaron nuevamente los hombros, palmadas con la mano bien abierta, brusca, franca, y se hablaron más que nunca de usted. Julius participó en la ceremonia con un silencio total. Vilma subió al Mercedes mientras Nilda pronunciaba una frase digna de Lope de Vega, pero mal dicha y en nuestros días, algo como el honor del pobre ha quedado bien alto en esta casa, y mientras Celso y Daniel clavaban los ojos en el suelo, Carlos se dispuso a arrancar el motor. Todavía un instante antes de partir, Vilma asomó la cabeza por la ventana y le dijo a Julius, bajito, casi al oído: «Tu mami subió a verme a mi cuarto y me ha prometido que te mandará a visitarme con Carlos». Después el auto empezó a andar y ella soltó unos sollozos enormes. Sacó un pañuelo arrugadísimo de una cartera horrible y se lo llevó a la cara como si quisiera esconderse. El carro llegó a la reja exterior del palacio, atravesó la vereda y tomó la avenida Salaverry hacia abajo. Vilma lloraba a mares y se moría de vergüenza. Por el espejo retrovisor, Carlos lograba ver cómo temblaban sus senos robustos, llenos de fuerza, cómo se marcaban desafiantes, cómo descendían duros y se elevaban sanos, marcándose hasta el deseo, como si fueran a romper la blusita negra, se la había regalado la señora y le quedaba a la trinca. No paraba de sollozar. Pobre Vilma, estaba buena la chola.
Tres semanas después llamó por teléfono a la señora.
–Me voy a Puquio, señora. Tengo a mi mamá enferma y me piden que viaje urgente.
Susan le pidió mil disculpas por haberse olvidado de enviarle su dinero, se lo mandó inmediatamente con Carlos, pero Julius estaba en el colegio y no pudo acompañarlo. Seis meses más tarde, recibió una carta de ella, escrita con horrible tinta verde en una hoja de cuaderno. Decía poco en mucho espacio: que se portara bien, que fuera bueno, que saludara a todos, que cómo le iba en el colegio, nuevamente que se portara bien, que una familia de Nasca se la llevaba a trabajar con ellos, que no sabía la dirección todavía, que tal vez le podría escribir a Puquio, aunque ella ya iba a partir. Nuevamente le pedía que saludara a todos en la casa y se despedía. Julius le contestó; él mismo puso la carta en un buzón, pero nunca recibió respuesta. Después de todo, pensó un día, años más tarde, una carta escrita por un niño, con estampillas compradas con la propina, depositada una mañana, en un buzón de San Isidro, no tenía muchas probabilidades de llegar a Puquio, y todavía de allí a Nasca, donde una sirvienta.
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