Alfredo Echenique - Un mundo para Julius

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Publicada en 1970, es una de las novelas más importantes escritas en nuestro idioma durante la segunda mitad del siglo xx. A través de las vivencias de Julius, un niño nacido en una privilegiada familia limeña de abolengo, vemos morir y nacer dos épocas diferentes de la sociedad peruana. Los personajes que las representan son descritos con humor y aguda ironía, pero sin dejar de abordar en forma entrañable su singularidad humana.
Cuenta con un prólogo de Luis García Montero, del que compartimos un hermoso párrafo:
"Han pasado 50 años de su publicación y la novela sigue siendo un punto de referencia ineludible en nuestra literatura contemporánea. Supuso la fundación del mundo Alfredo Bryce Echenique. El autor fue capaz de crear una temperatura fácilmente reconocible para el lector con una historia en la que la ternura, las crisis, las interrogaciones, la lucidez, la poesía, las sorpresas, el gusto por la vida, los desamparos y los ojos de un niño nos contagian la extrañeza de estar siempre condenados a ser nosotros mismos. Bendito sea".

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En casa había carta de Francia, carta de la señora para Vilma. Contaba que habían recibido la cartita de Julius justo antes de salir de Madrid; linda, deliciosa, querían que escribiera más. Estaban en la Costa Azul pero no hacía muy buen tiempo. San­tiaguito había co­nocido a una chica italiana y no quería moverse de ahí por nada, por nada quería ir a París. El señor Juan Lucas se iba a encargar de eso cuando llegara el momento. Estaban rodeados de amigos del señor y muy bien atendidos. Ella se sentía un poco más tranquila. Tanto ajetreo y tanto avión la mantenían con la mente ocupada en otras cosas. Esa mañana los habían invitado a pasear en yate (Susan usó la palabra inglesa yacht.). Descansaría mucho en el mar. El mar siempre la había descan­sado mucho. Estaban felices con lo bien que iba Julius. Los médicos habían vuelto a escribir diciendo que las co­sas no podían marchar mejor. Faltaba París, Londres, Roma, Ve­ne­cia, pe­ro regresarían a tiempo para los seis años de Julius y para ver to­do lo de su colegio. Y,

Julius, darling:

Estamos apuradísimos porque nos esperan para pasear en yacht. Tu cartita es simplemente una joya. Todos la hemos leído. Tu tío Juan también. Bobby y Santiaguito adoran al tío Juan Lucas. Tú también lo vas a querer así, darling. Esto es muy importante para nosotros. Mil besos,

MAMI

Veinte minutos después, Susan, Juan Lucas, Santiaguito y Bo­bby navegaban en La Mouette, invitados por uno de los amigos que el del golf tenía por ese sector de la vida color de rosas. Navegaban mi­rando constantemente el cielo, porque al principio parecía que el tiempo no iba a mejorar. Hablaban en inglés para que los chicos en­tendieran. Pero después, cuando el sol apareció y las horas azules en el mar empezaron a transcurrir, y cuando la langosta con su dejo salado hizo que fueran cinco los sentidos que gozaban del mar, Juan Lucas bebió un sorbo del blanco seco, y arrosquetó como pu­do su boca castellana para alabar el vino, empezando así una larga charla en francés, con la mejor pronunciación.

La señorita que le ponía las inyecciones a Julius estaba enferma, por eso llegó Palomino. Llegó una tarde en bicicleta y con maletín negro de médico, con iniciales doradas y todo. Tocó el timbre im­por­tan­tísimo y, cuando Celso le abrió la puerta, dijo que venía a buscar al niño Julius, como si fuera un amigo que venía a visitarlo. Hasta se sen­tó en el vestíbulo. Celso lo odió. Palomino, por su parte, despreció a Celso. Era estudiante de medicina el cholo y se ayudaba poniendo inyecciones. Se creía el don Juan de Chosica, lo cual lo obligaba a estrenar impecable terno azul marino, todos los años en fiestas patrias. La verdad es que era el rey de las amas del Parque Central. Además ponía realmente bien las inyecciones y vivía orgulloso de eso (él mismo lo decía).

En esos días la situación andaba muy tensa entre Vilma y Nil­da, y casi había estallado precisamente el día en que Palomino vino por primera vez. Julius andaba metido en el cuarto de Nilda, preguntándole cuándo pensaba bautizar a su bebe. Nilda, primero, casi lo mata de la impresión diciéndole que ella no era católica sino evangelista. Después le explicó lo que era ser evangelista y le contó que había muchas religiones y que la católica no tenía necesariamente que ser la verdadera. Lo poco o mucho que entendió el pobre Ju­lius bastó para que se quedara turulato. Se quedó el pobre con los ojos abiertos enormes y con las manos pegadas al cuerpo, estático y co­mo esperando más todavía. Fue en ese momento que el bebe de Nil­­da empezó a llorar y que ella lo cargó con una mano, como si fuera un paquetito. Con la otra mano se desabotonó el vestido y extrajo un seno enorme, fofo, con un pezón rosado-increíble-con-granitos y empezó a darle de mamar. Le seguía contando lo del evan­gelismo y él no se podía ir. Estaba temblando. Ya no podía más. Sentía agua amarga lle­nándosele en la boca. Muy tarde miró la puerta, vomitó. Aun mientras vomitaba sentía que no hubiera querido vomitar ahí. En ese instante entró Vilma buscándolo y como que captó toda la escena, tal vez por lo predispuesta que andaba contra Nilda desde lo del cuchillo, el otro día. Además, lo del pintor Peter en el mercado había empeorado mucho las relaciones. Julius mi­raba a Vilma en busca de ayuda, no atinaba a nada. Miraba al suelo sucio, a Vilma y a Nilda siempre dándole de mamar al be­be, ahí se­guía el seno. Vil­ma acusó a Nilda de una barbaridad de cosas y la Sel­vática le dijo que esperara no más a que termine con el bebe, que la iba a matar. Por suerte, en ese momento llegó Celso anunciando que un tal Palomino había venido para lo de las inyecciones.

Vilma se fijó bien que Julius no se hubiera ensuciado la ropa y le humedeció la boca con una toallita perfumada. Sabía que estaba prácticamente sano y que lo del vómito era por otra cosa, mejor pues que no se enterara nadie y mucho menos los médicos y el de las inyecciones. Palomino se puso de pie al verlos aparecer, ni se fijó siquiera en Julius, en cambio a Vilma casi se la come con los ojos. «¿A quién tengo que ponerle la inyección?», preguntó. Sabía perfectamente que era al niño, pero quería que ella se lo dijera, para replicar qué lástima, mientras aprovechaba unos rayitos de sol que se filtraban para hacer brillar bien las iniciales del maletín de médico. Vilma sonrió, coqueta.

La señorita de las inyecciones no volvió más. Se pasó su mes de descanso y nada. Era Palomino quien venía siempre ahora; venía hasta cuando no le tocaba ponerle inyecciones a nadie. Y se pasaba horas conversando con Vilma, cosa que aburría bastante a Julius. A todos menos a ella les cayó antipático con su bicicleta, sus ternos azul marino y su maletín negro. Se creía un medicazo el tal Palomino, pero lo que no sabía era que Carlos, Celso y Da­niel lo querían matar. Nilda, por otro lado, gritaba que Vil­ma era una tal por cual y que esperara no más a que llegara la señora, a que se enterara, ya ni se ocupaba del ni­ño Julius por andar coqueteando con el enfermero ese. Palomino despreciaba olím­pi­­camente a todos, ni siquiera los saludaba. Cada día se pasaba más horas metido en el jardín y una vez hasta se olvidó de ponerle su inyección a Julius por estar conversando con Vilma. Otra vez, vino con máquina de fotos y la tuvo posando largo rato. Carlos y los mayordomos habían salido, Nilda andaba ocupada con su hijo y Ar­minda y su hija sabe Dios por dónde an­darían. Lo cierto es que el po­bre Julius estaba loco por salir a buscar al pintor Peter en el mercado. Le había dicho que iba a ir esa tarde, pero Vilma no le hacía caso. Y Palomino hasta le gritaba que se aguantara un poco, que no fregara. Así, hasta que Vilma apareció en ropa de baño, una que le había regalado la se­ñora y que le quedaba a la trinca. Parecía aspirante a rumbera con esas poses de artista tan mal aprendidas. Lo que sí es verdad es que estaba como mango la chola, y Palomino dale que dale, fo­to y foto, desde todos los ángulos, en blanco y negro, hasta en tecnicolor, según él, y las horas pasaban y el pobre Julius esperando. Por fin se escapó.

Reconoció fácilmente el camino hacia Chosica Baja: era solo cues­­tión de tomar la primera calle a la izquierda y llegar, dos cuadras más allá, al Parque Central. Seguir siempre de frente has­ta encontrar una de las escaleras que bajan a la avenida 28 de Julio, la principal de Cho­­sica Baja, ancha, llena de tiendas, bazares y bodegas. En una de sus últimas bocacalles estaba el mercado, al fondo, cerca del río, no era difícil ubicarlo. Claro que la aven­tura era como para asustar a cualquier niño de su edad, pero Ju­lius, llevado por el ansia de encontrar al pintor Peter del mercado, olvidó el miedo y no se sintió perdido en ningún momento. Y ahí estaban ya los kioscos, los puestos, los petates de los ambulantes, las verduras, los pescados brillantes y los trozos de vacas y toros colgando colorados e inmensos. Y ahí estaba Peter, también, con su paleta y todo su instrumental en una bolsa. Conversaba con una placera, rodeado de curiosos, posibles carteristas y admiradores sinceros. Su pipa se desplazó ligeramente hacia la derecha cuando sonrió al ver a Julius, lo llamaba con una mano y con la otra le señalaba algo allá al fondo, en un kiosco. Julius se acercó y, por primera vez en su vida, le dio la mano a alguien por iniciativa propia, sin que nadie, a su lado, le dijera saluda niñito.

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