Alfredo Echenique - Un mundo para Julius

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Publicada en 1970, es una de las novelas más importantes escritas en nuestro idioma durante la segunda mitad del siglo xx. A través de las vivencias de Julius, un niño nacido en una privilegiada familia limeña de abolengo, vemos morir y nacer dos épocas diferentes de la sociedad peruana. Los personajes que las representan son descritos con humor y aguda ironía, pero sin dejar de abordar en forma entrañable su singularidad humana.
Cuenta con un prólogo de Luis García Montero, del que compartimos un hermoso párrafo:
"Han pasado 50 años de su publicación y la novela sigue siendo un punto de referencia ineludible en nuestra literatura contemporánea. Supuso la fundación del mundo Alfredo Bryce Echenique. El autor fue capaz de crear una temperatura fácilmente reconocible para el lector con una historia en la que la ternura, las crisis, las interrogaciones, la lucidez, la poesía, las sorpresas, el gusto por la vida, los desamparos y los ojos de un niño nos contagian la extrañeza de estar siempre condenados a ser nosotros mismos. Bendito sea".

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Solo Julius comía en el comedorcito o comedor de los niños, llamado ahora comedor de Julius. Aquí lo que había era una es­pecie de Disneylandia: las paredes eran puro Pato Donald, Cape­­rucita Roja, Mickey Mouse, Tarzán, Chita, Jane bien vestidita, Super­man sacándole la mugre probablemente a Drácula, Popeye y Olivia muy muy flaca; en fin, todo esto pintado en las cuatro paredes. Los espaldares de las sillas eran conejos riéndose a carcajadas, las patas eran zanahorias y la mesa en que comía Ju­lius la cargaban cuatro in­die­citos que nada tenían que ver con los indiecitos que la chola hermosa de Puquio le contaba mientras lo bañaba en Beverly Hills. ¡Ah!, además había un columpio, con su silletita colgante para lo de toma tu sopita, Julito (a veces, hasta Juliuscito), una cucharadita por tu mamá, otra por Cintita, otra por tu hermanito Bobicito y así su­cesivamente, pero nunca una por tu papito porque papito había muerto de cáncer. A veces, su madre pasaba por ahí, mientras lo columpiaban atragan­tándolo de sopa, y escuchaba los horrendos diminutivos con que la servidumbre arruinaba los nombres de sus hijos. «Realmente no sé para qué les hemos puesto esos nom­bres tan lindos», decía. «Si los oyeras decir Cintita en vez de Cinthia, Ju­lito en vez de Julius, ¡qué horror!». Se lo decía a alguien por teléfono, pero Julius casi no lograba escucharla porque, entre la sopa que se acababa, y el columpio que lo mecía abrazándolo como la planta del sueño, poco a poco se iba adormeciendo, hasta quedar listo para que la chola hermosa lo recogiera y se lo llevara a su dormitorio.

Pero, cosa que nunca sucedió cuando sus hermanos comían en Disneylandia, ahora toda la servidumbre venía a acompañar a Ju­lius; venía hasta Nilda, la Selvática, la cocinera, la del olor a ajos, la que ate­rraba en su zona, despensa y cocina, con el cuchillo de la car­ne; venía pero no se atrevía a tocarlo. Era él quien hubiera querido tocarla, pe­ro entonces más podían las frases de su madre contra el olor a ajos: para Julius todo lo que olía mal olía a ajos, a Nilda, y co­mo no sabía muy bien qué eran los ajos, una noche le preguntó, Nil­da se puso a llo­rar, y Julius recuerda que ese fue el primer día más triste de su vida.

Hacía tiempo que Nilda lo venía fascinando con sus historias de la Selva y la palabra Tambopata; eso de que quedara en Madre de Dios, especialmente, era algo que lo sacaba de quicio y él le pedía más y más historias sobre las tribus calatas, todo lo cual dio lugar a una serie de intrigas y odios secretos que Julius descubrió hacia los cuatro años: Vilma, así se llamaba la chola hermosa de Puquio, atraía la atención de Julius mientras lo bañaba, pero luego, cuando lo llevaba al comedor, era Nilda con sus historias plagadas de pumas y chunchos pintarrajeados la que captaba toda su atención. La pobre Nilda solo trataba de mantener a Julius con la boca abierta para que Vilma pudiera meterle con mayor facilidad las cucharadas de sopa, pero no; no porque Vil­ma se moría de celos y la miraba con odio. Lo genial es que Ju­lius se dio cuenta muy pronto de lo que pasaba a su alrededor y resolvió el problema con gran astucia: empezó a inte­rrogar también a los mayordomos, a la lavandera y a su hija que también lavaba, a Anatolio, el jardinero y hasta a Carlos, el chofer, en las pocas oportunidades en que no había tenido que llevar a la señora a alguna parte y se hallaba presente.

Los mayordomos se llamaban Celso y Daniel. Celso contó que era sobrino del alcalde del distrito de Huarocondo, de la provincia de Anta, en el departamento del Cuzco. Además, era tesorero del Club Amigos de Huarocondo, con sede en Lince. Allí se reunían ma­yordomos, mozos de café, empleadas domésticas, cocineras y hasta un chofer de la línea Descalzos-San Isidro. Y como si todo es­to fue­ra poco, añadió que, en su calidad de tesorero que era del Club, le correspondía el cuidado de la caja del mismo, y como el candado de la puerta del local estaba un poco viejito, la caja la tenía guardada arriba en su cuarto. Ju­lius se quedó cojudo. Se olvidó por completo de Vilma y de Nil­da. «¡Enséñame la caja! ¡Enséñame la caja!», le ro­gaba, y ahí en Disneylandia, la servidumbre en pleno go­­zaba pensando que Ju­lius, propietario de una suculenta alcancía a la que no le prestaba ninguna atención, insistiera tanto en ver, to­car y abrir la ca­ja del Club Amigos de Huarocondo. Esa noche, Ju­lius tomó la de­cisión de escaparse y de entrar, de una vez por todas, en la lejana y misteriosa sección servidumbre que, ahora, además, ocultaba un te­soro. Mañana iría para allá; esta noche ya no, no porque la so­pa aca­baba de terminarse y el columpio se iba poniendo cada vez más suave, la silletita voladora hubiera alcanzado la luna, pe­ro siempre sucedía lo mismo: Vilma lo sorprendía con sus manos ásperas como palo de escoba y se lo llevaba a Fuerte Apache.

Fuerte Apache (así decía un letrero colocado en la puerta) era el dormitorio de Julius. Allí estaban todos los cowboys del mundo pe­gados a las paredes, en tamaño natural y también parados en medio del dormitorio, de cartón y con pistolas de plástico que brillaban como metal. Los indios ya habían muerto todos para que Julius se pudiera acostar tranquilo y sin reclamar. En realidad, en Fuerte Apache, la batalla había terminado y solo el indio Jerónimo, uno que despertaba las simpatías de Julius, co­mo si eventualmente fuera a amistar con Burt Lancaster, por ejemplo, solo Jerónimo había sobrevivido y continua­ba parado al fondo del cuarto, pensativo y orgulloso.

Vilma adoraba a Julius. Sus orejotas, su pinta increíble habían despertado en ella enorme cariño y un sentido del humor casi tan fi­­­no como el de la señora Susan, la madre de Julius, a quien la ser­vi­dumbre criticaba un poco últimamente porque diario salía de noche y no regresaba hasta las mil y quinientas.

Siempre lo despertaba. Y eso que Julius se dormía mucho después de que Vilma lo había dejado bien dormidito: se hacía el dormido y, en cuanto ella se marchaba, abría grandazos los ojos y pensaba re­gularmente un par de horas en miles de cosas. Pensaba en el amor que Vilma sentía por él, por ejemplo; pensaba y pensaba y todo se le hacía un mundo porque Vilma, aunque era medio blancona, era también medio india y sin embargo nunca se quejaba de andar me­tida entre todos los indios muertos que había ahí en Fuerte Apache; además, nunca había manifestado simpatía por Jerónimo, más bien miraba a Gary Cooper, claro que todo eso pasaba en los Estados Uni­dos, pero indios y mi dormitorio y Celso ese sí que es indio... Así hasta que se dormía, tal vez esperando que los pasos de mami en la escalera lo despertaran, ahí llega, sube. Julius escuchaba sus pa­sos en la escalera y sentía adoración, se acerca, pasa por la puerta, sigue de largo hacia su cuarto, al fondo del corredor, donde murió papi, donde mañana iré a despertarla linda... Se dormía rapidito para ir a despertarla cuanto antes, siempre la despertaba.

Para Vilma era un templo; para Julius, el paraíso; para Susan, su dormitorio, donde ahora dormía viuda, a los treinta y tres años y linda. Vilma lo llevaba hasta ahí todas las mañanas, alrededor de las once. La escena se repetía siempre: Susan dormía profundamente y a ellos les daba no sé qué entrar. Se quedaban parados aguaitando por la puerta entreabierta hasta que, de pronto, Vilma se armaba de valor y le daba un empujoncito que lo ponía en marcha hacia la ca­ma soñada, con techo, con columnas retorcidas, con tules y con ange­litos barrocos esculpidos en los cuatro ángulos superiores. Ju­lius volteaba a mirar hacia la puerta, desde donde Vil­ma le hacía señas pa­ra que la tocara; entonces él extendía una mano, la introducía apar­tando dos tules y veía a su madre tal cual era, sin una gota de ma­qui­llaje, profundamente dormida, bellísima. Por fin se decidía a tocarla, su ma­no alcanzaba apenas el brazo de Su­san y ella, que despertaba siempre viviendo un último instante lo de anoche, respondía con una sonrisa dirigida a través de la mesa de un club noc­turno, al hombre que acariciaba su mano. Julius la tocaba nue­vamente: Su­san giraba dándole la espalda y escondiendo la cara en la almohada para volver a dormirse, porque durante un segundo aca­baba de regresar cansada de tanto bailar y no veía las horas de acos­tar­se. «Ma­mi», le decía, atrevido, gritándole suavecito, casi re­sondrándola en broma, enva­lentonado por las señas de Vilma desde la puerta. Su­san empezaba a enterarse de la llegada del día pero, aprovechando que aún no había abierto los ojos, volvía a dirigir una sonrisa a través de la mesa de un club nocturno e insistía en gi­rar hundiéndose un poco más en el lado hacia el cual se había volteado al acostarse can­sa­da, la segunda vez que Julius la tocó; luego, en una fracción de segundo, dormía íntegra su noche hasta que ella misma dejaba que el eco del «mami», pro­nunciado por Julius, se filtrara iluminándole la llegada del día, rea­pareciendo por fin en una sonrisa dulce y perezosa que esta vez sí era para él.

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