Alfredo Echenique - Un mundo para Julius

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Publicada en 1970, es una de las novelas más importantes escritas en nuestro idioma durante la segunda mitad del siglo xx. A través de las vivencias de Julius, un niño nacido en una privilegiada familia limeña de abolengo, vemos morir y nacer dos épocas diferentes de la sociedad peruana. Los personajes que las representan son descritos con humor y aguda ironía, pero sin dejar de abordar en forma entrañable su singularidad humana.
Cuenta con un prólogo de Luis García Montero, del que compartimos un hermoso párrafo:
"Han pasado 50 años de su publicación y la novela sigue siendo un punto de referencia ineludible en nuestra literatura contemporánea. Supuso la fundación del mundo Alfredo Bryce Echenique. El autor fue capaz de crear una temperatura fácilmente reconocible para el lector con una historia en la que la ternura, las crisis, las interrogaciones, la lucidez, la poesía, las sorpresas, el gusto por la vida, los desamparos y los ojos de un niño nos contagian la extrañeza de estar siempre condenados a ser nosotros mismos. Bendito sea".

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–Darling –bostezaba, linda–, ¿quién se va a ocupar de mi de­sa­yuno?

–Yo, señora; voy a avisarle a Celso que ya puede subir el azafate.

Susan terminaba de despertar cuando divisaba a Vilma, al fon­do, en la puerta. Ese era el momento en que pensaba que podía ser descendiente de un indio noble, aunque blancona, ¿por qué no un inca?, después de todo fueron catorce.

Julius y Vilma asistían al desayuno de Susan. La cosa em­pezaba con la llegada del mayordomo-tesorero trayendo, sin el menor tintineo, la tacita con el café negro hirviendo, el vaso de cristal con el ju­go de naranjas, el azucarerito y la cucharita de plata, la cafetera también de plata, por si acaso la señora lo desea más cargado, las tos­tadas, la mantequilla holandesa y la mermelada inglesa. No bien arran­caban los soniditos del desayuno, el de la mermelada untada, el de la cucharilla removiendo el azúcar, el golpecito de la tacita contra el platito, el bocado de tostada crocante, no bien sonaban todos esos detalles, una atmósfera tierna se apoderaba de la habitación, co­mo si los primeros ruidos de la mañana hubieran desper­tado en ellos infinitas posibili­dades de cariño. A Julius le costaba trabajo que­darse tranquilo, Vilma y Celso sonreían, Susan desayunaba observada, ad­mirada, adorada, parecía saber todo lo que podía desencadenar con sus soni­ditos. De rato en rato alzaba la cara y los miraba sonriente, como preguntándoles: «¿Más soniditos? ¿Jugamos a los gol­pe­citos?».

Terminado el desayuno, Susan empezaba una larga serie de lla­madas telefónicas y Vilma partía con Julius rumbo al huerto, a la pis­­cina o a la carroza. Pero, por una vez, Julius no esperó que Vilma lo cogiera de la mano; se le anticipó y salió corriendo detrás de Cel­so que bajaba con el azafate. «¡Enséñame la caja! ¡En­séñame la ca­ja!», le iba gritando, mientras el otro se le aleja­ba en la escalera. Por fin lo logró alcanzar en la cocina y el mayordomo-tesorero aceptó mostrársela no bien terminara de poner la mesa, porque sus hermanos ya no tardaban en llegar del colegio con hambre. «Vuelve en un cuarto de hora», le dijo.

–¡Cinthia! –gritó Julius, apareciendo en el gran hall de la escalera.

Como todos los días, Carlos, el chofer negro-uniformado-con-gorra de la familia, acababa de traerlos del colegio y ahora subían a saludar a su mamá.

–¡Orejitas! –exclamó Santiago, sin detenerse.

Bobby no volteó a mirar; en cambio Cinthia se había quedado parada en el descanso de la escalera.

–Cinthia, Celso me va a enseñar la caja del Club de los Amigos de Gua...

–Huarocondo –lo ayudó Cinthia, sonriente–. Ahorita bajo para que me acompañes a almorzar.

Minutos después, Julius entró por primera vez en la sección servidumbre del palacio. Miraba hacia todos lados: todo era más chiquito, más ordinario, menos bonito, feo también, todo disminuía por ahí. De repente escuchó la voz de Celso, pasa, y recordó que lo había venido siguiendo, pero solo al ver la cama de fierro marrón y frío comprendió que se hallaba en un dormi­torio. Estaba oliendo pésimo cuando el mayordomo le dijo:

–Esa es la caja –señalándole la mesita redonda.

–¿Cuál? –preguntó Julius, mirando bien la mesita.

–Esa, pues.

Julius vio la que no podía ser. «¿Cuál?», volvió a preguntar, co­mo quien busca algo en la punta de su nariz y espera que le di­gan ¿no ves?, ¡esa!, ¡ahí!, ¡en la punta de tus narices!

–Ciego estás, Julius; esta es.

Celso se inclinó para recoger la lata de galletas de encima de la me­sa, se la alcanzó. Julius la cogió por la tapa, mal, se le destapó la la­ta: un montón de billetes y monedas sucias le cayeron sobre el pantalón y se regaron por el suelo.

–¡Este niño! Lo que has hecho... ayúdame.

–...

–Apúrate, tengo que servirle a tus hermanos...

–Tengo que acompañar a Cinthia.

Cinthia también tenía su ama, como Julius tenía a Vilma, pe­ro no era hermosa sino gorda y buena; gorda, buena, antigua, vieja, respon­sable y canosa. Julius se pasaba la vida haciéndole la misma pregunta y ella nunca sabía cómo respondérsela.

–Mamá dice que eres una de las pocas mujeres del pueblo con canas, ¿por qué?

La pobre Bertha, buenísima como era, hizo todo lo humana­men­­te posible por averiguar y un día se apareció con la respuesta.

–Entre la gente pobre el indicio de mortaldá es más alto que en­tre la gente decente y bien.

Julius no le entendió ni papa, pero retuvo la frase probablemente en el subconsciente porque un día, siete años más tarde, le vino así igualita, con sus errores y todo, mientras se paseaba en bicicleta por el Club de Polo. Ahí sí que la comprendió.

Pero entonces hacía también siete años que Bertha había muerto. Bertha se murió un día, una calurosa tarde de verano. Habían vaciado la piscina y estaba sentada en un sillón esperando que Cin­thia vi­niera para escarmenarla y refrescarla con borbotones de agua colonia que ella jamás dejó que le entraran a sus ojitos. Lo mismo ha­bía hecho treinta años atrás con la niña Susan, hasta que la mandaron a estudiar a Inglaterra, y luego, cuan­do regresó, hasta que se casó con el señor Santiago y empezaron a nacer los niños. Cinthia apareció corriendo, sofocada, gritándole ¡aquí estoy mama Bertha!, pero la pobre acababa de morir por lo de la presión tan alta que siempre la ha­bía moles­tado. Antes de sentirse a la muerte, tuvo la precaución de poner el frasco de agua colonia en lugar seguro para que no se fuera a caer; escogió el suelo porque era lo más cercano, al ladito puso el peine de Cinthia, cuya voz logró escuchar, y su es­co­billita.

Cinthia insistió en que la vistieran de luto y le anduvo rogando a su mamá para que le comprara una corbata negra a Julius.

–¡No! ¡Por nada de este mundo! –exclamaba Susan linda–. ¡Me van a arruinar al pobre Julius! Bastante tengo con verlo revolcarse todo el día en el huerto. Además se pasa todo el día con la servidumbre. ¡Por nada de este mundo!

Pero después se marchaba oliendo delicioso y ya no regresaba hasta las mil y quinientas. Fue así que, de repente, Julius se le apareció incomodísimo y con el cuellito irritado, pero decidido a no quitarse la corbata esa de tela negra y ordinaria ni por todas las propinas del mundo. ¿Cuál de los dos mayordomos se la dio? Eso es algo que mamá, por más linda que fuera, nunca llegó a sa­ber. Con la corbata colgándole mucho más abajo de la bra­guetita, Julius seguía a Cinthia por todo el palacio porque con ella se sufría mejor por la muerte de Bertha. El lío era cuando se iba al colegio porque le entraban ga­nas de jugar en el huerto o en la carroza, y ya la otra tarde se había descubierto quitándose la corbatota porque el cuello le sudaba a chorros de tanto disparar contra los indios. Felizmente en ese instante llegó Cinthia; no bien la vio, Julius recordó el duelo y empezó a ajustarse la corbata al mismo tiempo que bajaba de la carroza muy compungido.

Más que nunca, ahora, porque Cinthia acababa de descubrir las fotografías del entierro de papá y había empezado a relacionar. Su­san, linda, se quejaba: era indecible lo que esa criaturita la hacía sufrir, la torturaba con sus nervios, es hipersensible, Baby, le contaba a una amiga, me vuelve loca con sus preguntas... ¡Y Julius vive prendido de ella! ¡Pendiente de que llegue del colegio! Ya le he dicho a Vil­ma que trate de separarlos, ¡inútil! Vilma vive enamorada de Ju­lius, todos en esta casa. Lo que Susan no contaba es que Cin­thia la traía loca con lo de papá, ¿por qué, ma­­mi?, mami, yo me escapé, yo vi por la ventana, ¿por qué, a papi se lo llevaron en un Ca­dillac negro con un montón de negros vestidos como cuando papi iba a un banquete en Palacio de Gobierno?, ¿por qué, mami?, ¿ah?, ¿ma­mi? Horas se pasaba diciéndole yo sé, mami, yo vi cuando se llevaban a papá, me han contado también. Y es que entonces no se daba muy bien cuenta pero ahora de pronto se acordaba y relacionaba con la manera en que se llevaron a Bertha, en una ambulancia mami, por la puerta falsa. Pero ahí se atracaba y titubeaba y es que no encontraba las palabras o la acu­sación para expresar la maldad ¿de quién? cuando se llevaron a Ber­tha por la puerta falsa, bien ra­pidito, como quien no quiere la cosa.

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