Alfredo Echenique - Un mundo para Julius

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Publicada en 1970, es una de las novelas más importantes escritas en nuestro idioma durante la segunda mitad del siglo xx. A través de las vivencias de Julius, un niño nacido en una privilegiada familia limeña de abolengo, vemos morir y nacer dos épocas diferentes de la sociedad peruana. Los personajes que las representan son descritos con humor y aguda ironía, pero sin dejar de abordar en forma entrañable su singularidad humana.
Cuenta con un prólogo de Luis García Montero, del que compartimos un hermoso párrafo:
"Han pasado 50 años de su publicación y la novela sigue siendo un punto de referencia ineludible en nuestra literatura contemporánea. Supuso la fundación del mundo Alfredo Bryce Echenique. El autor fue capaz de crear una temperatura fácilmente reconocible para el lector con una historia en la que la ternura, las crisis, las interrogaciones, la lucidez, la poesía, las sorpresas, el gusto por la vida, los desamparos y los ojos de un niño nos contagian la extrañeza de estar siempre condenados a ser nosotros mismos. Bendito sea".

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Sus ojos le van descubriendo dos mundos o un mundo único partido en dos, el de los criados y el de la familia. Se trata de un paisaje descrito sin dogmas, sin rencores pegajosos, sin maniqueísmos, simplemente una contraposición y la mirada infantil de Julius que descubre las cosas como son, las tensiones entre los habitantes de una vida color de rosa y los viajeros de tercera clase.

La vida color de rosa de la oligarquía peruana está representada por Juan Lucas, Susan, los hermanos y su círculo de amistades. «Carcajada general –escribe Bryce Echenique–, todos se reían y se llevaban copas a los labios, Susan volvía a acomodarse el mechón de pelo. Era la vida feliz con Juan Lucas y sus amigos, ahí estaban los preferidos, los que sabían vivir sin problemas». El padrastro de Julius es un buen representante de este tipo de vida, siempre vestido para la ocasión, siempre devorador y seguro de sí mismo, poco dispuesto a que alguien le amargue un aperitivo y sin otra preocupación que la de cumplir su voluntad y aprovechar deportivamente la existencia. Los jóvenes se identifican con él, lo envidian, y él los ayuda a ser varoniles, a empaparse con una buena borrachera a tiempo y a conquistar a las mujeres. Su forma de mirar es muy distinta a la de Julius, porque el padrastro golpea con la mirada. Hay mundos y mundos, ojos y ojos: «Los ojos del maître reflejaron cierta satisfacción: había cautivado al hijo de los señores pero los ojos de Juan Lucas apagaron ese reflejo: había abierto mil botellas, había visto abrir cuarenta mil: que se dejara de alcahueterías, que se apurara con lo demás, todo dicho con la mirada».

De esta casta de la vida rosa nacen los elegidos de la patria: son peruanos hasta los huesos, cantan el himno del Perú; y, sin embargo, lo cantan en el patio de un colegio de monjas norteamericanas y están siempre yendo al aeropuerto, porque su imaginación trabaja en los Estados Unidos y Europa. Mientras ellos se van o regresan, Julius se queda en los ventanales mirando a los aviones. Es todo un síntoma que cuando Santiago vuelve de la universidad norteamericana, Julius mira la mirada del hermano y ve algo extraño, como si los ojos se le fuesen siempre más allá, buscando casas más altas y coches mejores. De ahí su inconsistencia, cierta incapacidad para sentir la vida o para pertenecer seriamente a algo más que a la voluntad instantánea de sus caprichos.

Susan, siempre linda y con un mechón cayéndole en la frente, es un buen ejemplo de esta inconsistencia. Posiblemente se esfuerza, llega a tener complicidades con su hijo y a separarse a veces del mundo de Juan Lucas. Pero ella es linda y tiene un mechón en la frente y necesita una Coca-Cola fría para tomar una decisión, y la vida color de rosa, desde que abandonó su adolescencia libre en Inglaterra, le ha imposibilitado cualquier implicación sincera con la realidad. Vive con una cierta incapacidad para sentir: «Susan besó a Julius y le dijo que lo había extrañado muchísimo. Bien mentirosa pero también bien buena era Susan porque, al terminar de decirle que lo había extrañado muchísimo, se dio cuenta de que ni siquiera había pensado en él y que no había sentido nada al decirle que lo había extrañado muchísimo. Entonces se le acercó de nuevo y lo besó adorándolo y le dijo otra vez te he extrañado muchísimo darling, y ahora sí se llenó de amor y pudo por fin quedarse tranquila».

En 1991, en un coloquio de la Semana de Autor dedicada en Madrid por Cultura Hispánica a Bryce Echenique, nuestro autor confesó lo siguiente: «Hay una frase de Un mundo para Julius que recuerdo muy bien y que recuerda la incapacidad de Susan para querer. Cuando ve a la servidumbre festejando un cumpleaños de Julius y dice: qué bárbaros para querer. Susan es un personaje bastante asexual, tedioso; su frivolidad y su permanente encanto sin compromiso, sus sueños sin pesadillas, sus recuerdos sin malos momentos, eran las características que más me atraían de este personaje». La imposibilidad para el cariño real, por lo menos desde la ternura fijada por los ojos de Julius, la tienen todos los personajes adinerados de la novela, porque establecen una relación devoradora, sujetos posesivos que se mueven guiados por el instinto de acumulación y competencia. Por eso la novia del arquitecto es una Susan degradada y los jóvenes de Lima imitan a Juan Lucas, víctimas de una necesidad de ser que no está en ellos mismos, sino en unos modelos tipificados. La inapetencia de Susan destaca porque, además del amor, parece que le falta la pulsión devoradora. Las mujeres de esta clase tienen sus ilusiones en la adolescencia, pero luego adquieren un papel bastante sometido en el agua estancada de sus hogares.

Frente a los códigos aparece una y otra vez la geografía de los criados, con sus realidades y sus miserias. Julius se acerca a ellos y se sorprende de la desigualdad, porque la desigualdad es extraña para unos ojos infantiles que no comprenden las justificaciones de la lógica social y los continuos matices que se deben imponer, según y cómo, a la palabra cariño. Hay personas que desaparecen porque la muerte así lo decreta, pero otras veces se trata de una expulsión evitable, como cuando Nilda se va con su maleta pobre y rara: «En la vereda, ante el palacio, esperaban el taxi bajo el sol y Nilda ya no lloraba pero tenía un ataque de hipo. Nuevamente participaba Julius en conversaciones en que los sirvientes se hablan de usted y se dicen cosas raras, extrañas mezclas de Cantinflas y Lope de Vega, y son grotescos en su burda imitación de los señores, ridículos en su seriedad, absurdos en su filosofía, falsos en sus modales y terriblemente sinceros en su deseo de ser algo más que un hombre que sirve una mesa y en todo». Esta capacidad de ser sinceros, de existir de verdad, es lo que obsesiona a Julius y por eso prefiere a los criados cuando son realmente distintos, cuando le hablan de la selva o le muestran su piel, no cuando imitan a los señores.

En este retrato del mundo color de rosa y de los pasajeros de tercera que hace Bryce Echenique es muy importante la capacidad para dotar de vida, en pocas páginas, a los personajes secundarios, abriendo así el panorama más allá del mundo familiar. El arquitecto de moda, el taurino gordo Romero, el aspirante a triunfador Juan Lastarria, el vividor Tonelada, el casi pobre Cano, el chófer Gumersindo Quiñones, el entrenador de fútbol Morales, todos ellos acaban dibujando los mil matices de un mundo casi dividido en dos, un mundo que se le mete a Julius por los ojos y se desborda en voz narrativa. Son personajes vivos en cuatro gestos, pero no son caricaturas, porque un mundo dividido no es un mundo simplificado y porque sus maneras de ser funcionan en el argumento general de la novela, y sus historias o sus manías tienen rotundidad, llaman la atención, participan de la sucesiva sorpresa de la realidad. Y, como dije antes, no hay juicios dogmáticos, pero sí una clara conciencia moral tanto en Julius como en Bryce Echenique, cada cual con su edad. Julius notó las diferencias entre el entierro de su padre y el entierro de Bertha, cuyo ataúd había salido por la puerta trasera de la casa. Como respuesta se hace cómplice de su hermana Cinthia en una ceremonia de restitución y homenaje dedicada a la sirvienta. Años más tarde, cuando muere Arminda, por fidelidad a Cinthia y por cariño a los criados, montará toda una estrategia de pestillos para que su ataúd acabe saliendo por la puerta principal de la casa. También es sintomático que el autor haga aparecer al final de la novela a los dos personajes despedidos: Nilda, con su hijo muerto de miseria, y Vilma, obligada a la prostitución. Son dos ejes morales de esta historia.

Lo verdaderamente significativo es que Julius ve la tensión y se va quedando solo. No puede identificarse con el paradigma de Juan Lu­cas, pero su destino es ajeno también al mundo de los criados, que siempre lo verán como un hijo de los señores. No sigue a los ídolos del colegio, no le gusta que peguen a los débiles, se interesa más por el toro que por el torero y tiene debilidad por el piano en una familia donde las cosas están claras, porque Juan Lucas las tiene claras: «Nada de artistas en la familia, había dicho un día, nada de artistas, esos no rinden un céntimo y hay que mantenerlos estudiando toda la vida. Indudablemente Julius es un tipo inteligente, mucho más que Santiago o que Bobby, y algún día podrá encargarse muy bien de los asuntos de la familia».

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