Alfredo Echenique - Un mundo para Julius

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Publicada en 1970, es una de las novelas más importantes escritas en nuestro idioma durante la segunda mitad del siglo xx. A través de las vivencias de Julius, un niño nacido en una privilegiada familia limeña de abolengo, vemos morir y nacer dos épocas diferentes de la sociedad peruana. Los personajes que las representan son descritos con humor y aguda ironía, pero sin dejar de abordar en forma entrañable su singularidad humana.
Cuenta con un prólogo de Luis García Montero, del que compartimos un hermoso párrafo:
"Han pasado 50 años de su publicación y la novela sigue siendo un punto de referencia ineludible en nuestra literatura contemporánea. Supuso la fundación del mundo Alfredo Bryce Echenique. El autor fue capaz de crear una temperatura fácilmente reconocible para el lector con una historia en la que la ternura, las crisis, las interrogaciones, la lucidez, la poesía, las sorpresas, el gusto por la vida, los desamparos y los ojos de un niño nos contagian la extrañeza de estar siempre condenados a ser nosotros mismos. Bendito sea".

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Contar los sucesos de Un mundo para Julius no es contar su argumento, porque todo lo que ocurre cobra sentido más allá de los hechos cuando la vida se hace estilo literario en los ojos del niño y en la libertad de las palabras. El protagonismo está en aquello que no puede contarse de manera cerrada, en la interiorización de una mirada que ve pasar las cosas y construye una realidad. Se trata, como hemos dicho, de una novela de iniciación que sirve para resaltar el peso de unos sentimientos infantiles y la experiencia del fin de la niñez. Las citas que usa Bryce Echenique para dar compañía a la historia de su novela son aclaradoras. Sirva de ejemplo un refrán alemán: «Lo que Juanito no aprende, no lo sabrá nunca Juan». O estas palabras de Dylan Thomas en la última parte de la novela: «... escuchamos la voz de Maurice O’Sullivan diciendo que una gran parte de él murió también esa noche: una íntegra y profunda parte de su vida: su niñez».

Otra cita de Roger Vailland servirá para explicitar uno de los aspectos más importantes de la novela, la articulación entre el mundo alto de la oligarquía peruana y el mundo de los criados: «¿Recuerdas que durante los viajes a los que nos llevaba mi madre, cuando éramos niños, solíamos escaparnos del vagón-cama para ir a corretear por los vagones de tercera clase? Los hombres que veíamos recostados en el hombro de un desconocido, en un vagón sobrecargado, o simplemente tirados por el suelo, nos fascinaban. Nos parecían más reales que las gentes que frecuentaban nuestras familias...». Es un sentimiento sobre el que deberemos volver.

Toda novela necesita crearse una temperatura, un marco definido que nos mantenga interesados y nos atrape. Después de cada paisaje el lector debe reencontrarse fácilmente con la novela, no solo en los acontecimientos, sino en una determinada sensación de estar. Es muy difícil olvidarse de una buena novela a la mitad, porque ante ella nos transformamos en lectores vivos, nos sumergimos en otro clima y ni siquiera se nos pasa por la imaginación el hecho de que se pueda seguir viviendo sin cumplir años, o páginas en este caso. Según creo, y hablo por mi experiencia repetida de lector, la temperatura incuestionable de Un mundo para Julius se basa en el ritmo vertiginoso que su autor es capaz de imponerle a los elementos tradicionales de la novela. Juega con las raíces de la necesidad de contar. En este sentido, cobran especial importancia tres características definidas:

1. La capacidad de crear personajes y hacerlos reales en el argumento.

2. La capacidad para fundar lugares, crear espacios y situaciones fácilmente imaginables para el lector.

3. La capacidad de desatar un estilo narrativo lleno de vida, libre para amoldarse a los diferentes personajes o a las distintas situaciones gracias al sentido del humor y a una tonalidad de carácter oral.

Creo que de la mezcla sabia de estas características surge el exagerado mundo literario de Alfredo Bryce Echenique.

A la hora de fijarnos en la capacidad creadora de personajes es imprescindible empezar por Julius. Lo que más atrae, lo que da sentido a todo, es su mirada: desde el principio de la novela Julius está siempre mirando, mirándolo todo, la vida, la muerte, las cosas, los personajes, las casas, mirando incluso las palabras que oye. La curiosidad, la capacidad de fascinarse ante las repetidas sorpresas de la existencia, es un valor que se amolda bien a las características de una novela de iniciación al mundo. Julius solitario, Julius marginado por su edad o sus sentimientos, Julius que se mira a flor de piel y por dentro, es siempre un testigo que se afecta, una permanente mirada.

Nacido en el palacio original, los sucesos empiezan con la muerte de su padre, y allí estaba él para iniciar el argumento con su mirada: «Lo cierto es que cuando su padre empezó a morirse de cáncer, todo en Versalles giraba en torno al cuarto del enfermo, menos sus hijos que no debían verlo, con excepción de Julius que aún era muy pequeño para darse cuenta del espanto y que andaba lo suficientemente libre como para aparecer cuando menos lo pensaban, envuelto en pijamas de seda, de espaldas a la enfermera que dormitaba, observando cómo se moría su padre, cómo se moría un hombre elegante, rico y buenmozo» [resaltado mío].

La novela va deteniéndose en la mirada de Julius. Cuando conoce en Chosica al pintor vagabundo, se nos dice: «Julius era todo ojos y oídos porque Peter, así se llamaba el pintor, ya había estado en la selva y se conocía Iquitos, Tarapoto y Tingo María como la palma de su mano». Cuando la modista familiar le hace su uniforme para el colegio, se nos dice: «Julius se quedó cojudo, mirándola mientras seguía habla que te habla con la boca llenecita de alfileres y nada, no se le caía ni uno, como si estuvieran incrustados en las encías». Después de que Juan Lucas compre la camioneta para llevar a los niños al colegio, el cambio supone para Julius que deja de ver al conductor del autobús escolar: «Julius ya estaba asistiendo hacía varios meses, cuando a Juan Lucas se le ocurrió lo de la camioneta. Tan lindo como era tomar el ómnibus del colegio por la tarde y regresar a casa mirando durante el trayecto la mano enorme del negro Gumersindo Quiñones, descendiente de los esclavos de los niñitos Quiñones, y como que a mucha honra porque sonreía cuando te lo contaba».

La mirada del tímido crea un mundo en el que se configura una personalidad. Cuando la familia va una tarde a la plaza de toros, se nos dice: «Primera vez que Julius se internaba por barrios antiguos de la gran Lima, era puro ojos con todo». Y cuando el arquitecto lo lleva a ver la construcción de la casa nueva y se encuentra con los albañiles, se nos dice: «Por eso Julius llegó sonriente y decidido a ver algo nuevo, interesante y alegre. Y por eso ahora, al bajar del automóvil del arquitecto, andaba bastante desconcertado: aparte de que era muy probable que todos se fueran al infierno porque no paraban de gritar lisuras, estaban semidesnudos y todos pintarrajeados». Cuando el niño se siente atraído por la joven colegiala que vive en la casa de su profesora de piano, se nos dice. «Claro que él siempre llegaba un poquito tarde porque hasta hoy, en que había descubierto que la chica lo había descubierto, se quedaba un segundito más mirándola y ahí se le iban varios minutos de clase».

Y así hasta el infinito, mirándolo todo, hasta el punto de que su madre tiene que decirle «Darling, no lo mires tanto», cuando Julius se obsesiona con el gordo Lalo Bello, que come langostas en la mesa de al lado. O su hermano Bobby, tiene que gritarle «¿Tú que miras?», cuando se sirve una copa de coñac ante los ojos críticos de Julius.

Lo importante es que las miradas hacen que Julius dialogue consigo mismo al descubrir las extrañezas de un mundo sorprendente y absurdo. Julius siempre está pensando algo cuando mira en secreto o cuando le sorprenden mirando. En el castillo de sus primos Lastarria, Julius se pierde por las salas nobles y allí lo encuentran «mirando muy atento una enorme armadura de metal». Julius se come el mundo con los ojos, es decir, el mundo de Julius es un mundo comido por los ojos y a partir de ahí van tomando sentido los matices. Cuando vuelve a perderse con Cinthia, recorren grandes dormitorios, baños en cuyas tinas podía uno quedarse a vivir; penetran en la parte de la servidumbre, con un suelo de losetas frías como de patio, y allí los encuentra Vilma:

–¡Dónde se han metido! –exclamó Vilma, al verlos.

–Este baño no tiene tina, Vilma –comentó Julius.

Fue toda la respuesta que obtuvo...

Ya con una incipiente conciencia de lo que significa la pobreza, cuando descubre la casa miserable en la que vive Arminda, también entra en un significativo diálogo interior provocado por los ojos: «una gallina lo estaba mirando de reojo, nerviosísima, y bajo la media luz de una bombilla colgando de un techo húmedo, todo al borde del corto circuito y el incendio, familia en la calle. Y él ya no sabía hacia dónde mirar y es que miraba ahí para no mirar allá y sentía que continuaba insultando a Guadalupe, a Arminda, tal vez hasta a Carlos porque el piso está frío y es de tierra [...] la mirada es insulto y ahí también y aquí también...».

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