En un proceso de anagnórisis, Carlota toma conciencia de su situación sin salida en una época en la cual no existía el divorcio. Si “la maldición terrible” y “el fatal destino” de la figura complementaria de Sab lo condujo a una muerte noble y sublime, dicha fatalidad para Carlota será la carga de un matrimonio que llevará a cuestas por el resto de su vida aunque la sociedad la considere una situación normal para el imperativo de ser una mujer decente. La única otra posibilidad durante la época era entrar a un convento, como lo hizo Teresa. No obstante este mensaje de la autora permanece en el nivel abstracto de la fatalidad, del mismo modo como su defensa de la mujer en sus ensayos de 1860 omiten los factores básicos de la infraestructura económica del patriarcado, es importante subrayar que su conciencia feminista la motiva a concluir su novela con dos elementos significativos. En primer lugar, la narradora omnisciente finge ignorar la suerte de Carlota suponiendo “verosímilmente” (274) que su marido se estableció en una ciudad europea y ella debió seguirlo. Lo verosímil (o sea aquello cercano a la verdad) es aquí sinónimo de las convenciones y normas sociales de las cuales la mujer de la época no podía escapar (Girona Fibia, 124). Además de esta imprecisión que implícitamente alude al destino de todas las mujeres, es también importante que la trayectoria posterior se silencie aludiendo, de manera tangencial, a la universalidad de una situación que, en ese momento histórico, resultaba irrevocable.
Apropiación del folletín romántico y contradiscursos de la mímica subversiva en Dos mujeres
En su segunda novela titulada Dos mujeres (1842), Gómez de Avellaneda reitera, con más vigor, su crítica a la institución del matrimonio enmascarando este contenido subversivo bajo el formato del folletín romántico. En efecto, la historia amorosa y sus vicisitudes se presentan a través del encadenamiento de sucesos fortuitos, cambios de fortuna y felices coincidencias que conducen a los personajes a circunstancias típicas de un triángulo folletinesco. Después de casarse en Sevilla con la rubia y angelical Luisa, Carlos debe realizar un viaje a Madrid donde conoce a Catalina (una condesa viuda y famosa por su reputación de mujer fatal) y se enamora perdidamente de ella. Según el imperativo tradicional del folletín y las teleseries de la actualidad, Carlos se encontraría entonces ante la disyuntiva del bien y del mal representados por las figuras antitéticas de ambas mujeres y siguiendo las normas textuales de la ética edificante, el desenlace de la novela debería confirmar el triunfo de la virtud y el castigo al pecado.
Sin embargo, la posición ideológica de la autora dista mucho de concordar con las categorías binarias y disyuntivas propuestas por la moral de la época que ella, tres años después de publicar Dos mujeres, transgredió al convertirse en madre soltera7. Complejizando el triángulo folletinesco en el cual Carlos debería finalmente elegir a la mujer buena y abnegada, la autora nos presenta la situación contradictoria de un hombre que simultáneamente ama a dos mujeres quienes, más allá de la sanción social que las catalogaría como virtuosas o pecadoras, son, de igual manera, nobles. Además, en las relaciones que se establecen entre los tres vértices del triángulo amoroso se dan sentimientos contradictorios: no obstante la infidelidad a su esposa, Carlos siente por ella ternura y amor mientras las mujeres supuestamente rivales terminan compadeciéndose mutuamente y ofreciendo el sacrificio de renunciar a Carlos en un acto de solidaridad entre mujeres. Tensión que se hace evidente en las siguientes afirmaciones: “(…) y puede asegurarse que jamás marido infiel ha sabido honrar tanto a la esposa que ultrajaba” (169); “(…) al verla tan hermosa, tan joven, tan santa, la condesa juzgó muy culpable y muy insensato al hombre que la abandonaba” (189).
Es más, Dos mujeres termina con la siguiente aseveración: “La culpable encuentra por doquier jueces severos, verdugos implacables. La virtuosa pasa desconocida y a veces ¡ay! calumniada. ¡Y la culpable y la virtuosa ambas son igualmente infelices, y acaso también igualmente nobles y generosas!” (216). Contradiciendo las estructuras binarias del falogocentrismo, la autora agrega al folletín romántico, los márgenes de un contradiscurso desde una perspectiva feminista que ofrece una visión no convencional del adulterio, del amor, de la masculinidad y de la mujer quien, lejos de ser la típica amada candorosa, se configura como sujeto en una reapropiación de la subjetividad del héroe romántico.
En la sociedad patriarcal, el adulterio, en el caso de la mujer, constituye un pecado que merece castigo mientras para el hombre, es un testimonio más de su virilidad8. Dado este doble estándar, el lazo indisoluble del matrimonio representaba un obstáculo solo para la mujer. Influida por las ideas de la escritora francesa George Sand, Gómez de Avellaneda defiende el adulterio señalando que el matrimonio es una institución que va contra una ley natural, la del amor que, como en el caso de la naturaleza, no es eterno sino mutable. Del mismo modo como los árboles cambian su follaje y la vida es arrebatada por la muerte, los seres humanos son susceptibles de dejar de amar a una persona y volver a amar a otra, aún después de haber contraído los lazos indisolubles y perpetuos en una ceremonia que la narradora define en la novela como“solemne y patética y que jamás he presenciado sin un enternecimiento profundo mezclado de terror” (34). Este concepto es varias veces reiterado en la correspondencia epistolar y la autobiografía de Gertrudis Gómez de Avellaneda, textos en los cuales define el matrimonio como una profanación, como un lazo público que carece de la trascendencia de vínculos más sublimes establecidos por el amor recíproco9. Si para la visión romántica, el amor es una manifestación espiritual que define la esencia humana y le otorga trascendencia, las reglas convencionales del matrimonio que sancionan el adulterio cometido por una mujer son, desde la perspectiva feminista de la autora, fuerzas negativas que tronchan toda posibilidad de ser.
Por lo tanto, el adulterio se elabora en Dos mujeres desde una perspectiva subversiva que lo propone como fuente de amor sublime y virtuoso. Así, Catalina afirma: “El adulterio, dicen, es un crimen, pero no hay adulterio para el corazón” (127). Este contradiscurso comparado con el de Jean-Jacques Rousseau y otros románticos que, a pesar de su rechazo de los valores de la sociedad mercantilista reafirmaron la noción convencional de “lo femenino”, pone de manifiesto un acto de apropiación de la estética romántica desde una perspectiva feminista en la cual se presenta una dicotomía entre “lo dicho” (aquellos valores éticos que el orden patriarcal dictamina) y “lo sentido”(aquello que los seres humanos realmente viven en su necesidad espiritual y no social de amar). Mientras en dicho orden el romance apasionado de Carlos y Catalina resulta un escándalo inmoral, dentro de esta concepción del amor, posee una dimensión espiritual que otorga a ambos personajes una cualidad sublime. En este sentido, entonces, la transgresión del código moral se plantea como la única alternativa para superar las imperfecciones de una sociedad no solo pragmática sino también injusta con las mujeres.
Dentro de este contexto romántico que subraya lo individual y sentimental agregando un margen feminista, se modifica también el estereotipo de la mujer fatal en un imaginario androcéntrico en el cual se le atribuye a la imagen, los rasgos malévolos de la dame sans merci que hace sufrir a los hombres de manera malévola mientras la figura de Don Juan constituye un modelo admirable de la masculinidad. Demás está agregar que la celebrada sexualidad de Don Juan adquiere, en el caso de la mujer fatal, las oscuras tintas de la perversidad.
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