Lucía Guerra - Escritoras latinoamericanas

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En este libro se traza una genealogía de la escritura de mujer dentro de los contextos culturales e ideologías feministas hasta fines del siglo XX.
Durante el siglo XIX, frente a una hegemonía masculina creadora de formatos literarios, discursos e imaginarios, la única alternativa estética de las escritoras fue la imitación, agregando márgenes y cuestionamientos
en una mímica subversiva que denunció el lugar subalterno de la mujer.
Esta estrategia escritural dio paso, en el siglo XX, a reapropiaciones y a la inscripción del cuerpo como plataforma de procesos de subjetivación y de un discurso de la sexualidad desde una perspectiva femenina que
además cuestionó los paradigmas androcéntricos de la heterosexualidad, la identidad y el saber.
Entre los hitos literarios analizados, se destacan: las injustas diferencias de género (Gertrudis Gómez de Avellaneda, Juana Manuela Gorriti, Rosario Castellanos), la legitimación del cuerpo como signo identitario (Teresa de la Parra, María Luisa Bombal, Armonía Somers, Rosario Ferré), la autonomía social y cultural (Mercedes Valdivieso) y la inscripción de un discurso lesbiano (Reina Roffé, Irene González Frei).
Resulta, entonces, un libro clave para la comprensión de la trayectoria narrativa de la mujer latinoamericana desde una perspectiva teórica que permite conocer la dinámica histórica de las relaciones de género. Lucía Guerra.

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Refiriéndose a la dinámica del poder, Michel Foucault ha señalado: “Hay que admitir un juego complejo e inestable donde el discurso puede, a la vez, ser instrumento y efecto de poder, pero también obstáculo, tope, punto de resistencia y de partida para una estrategia opuesta. El discurso transporta y produce poder; lo refuerza pero también lo mina, lo expone, lo torna frágil y permite detenerlo” (123). En el oleaje impredecible del poder y la resistencia, los movimientos feministas se caracterizan por una trayectoria lenta y discontinua, incompleta siempre debido a la parcialidad de sus logros, fenómeno aún presente en la actualidad.

A mediados del siglo XIX, el contexto feminista está constituido por voces aisladas que denuncian la posición subalterna de la mujer en un acto de resistencia. Entre estas, se destaca en una posición pionera, la voz de Mary Wollstonecraft quien en A Vindication of the Rights of Woman (1792) afirma: “Si la mujer es en general débil en cuerpo y entendimiento, se debe menos a su naturaleza que a su educación” (55-56). Contradiciendo la posición esencialista que había dado origen a la creencia de que la mujer era, por su naturaleza biológica, más débil física e intelectualmente que el hombre, la afirmación de Wollstonecraft resulta señera para el primer movimiento feminista que se centró en la meta de luchar por el derecho de la mujer a la educación. En el caso específico de España, como señala Evelyn Picón Garfield, durante esta época ya están apareciendo revistas destinadas a la mujer y en ellas se aboga por su acceso a la educación, aunque dentro de un marco hegemónico que mantiene las prescripciones patriarcales con respecto a las virtudes y deberes de la mujer tradicional (27). Contradicción también observada en Gertrudis Gómez de Avellaneda quien, a pesar de sus ideas feministas, demuestra, tanto en sus textos literarios como en sus cartas, ideas que oscilan, de manera ambivalente, entre el desafío al orden patriarcal y el consenso.

Convertirse en escritora durante esta época significó un paso atrevido porque, en una situación excepcional, la mujer burguesa salía del ámbito doméstico al espacio público. Dicho paso creó escándalos y polémicas dentro de un contexto hegemónico en el cual se desestimó su valor artístico. Situación que Severo Catalina en 1870 resume diciendo:

Los partidarios de la rueca y la aguja, entre los cuales suelen contarse filósofos muy famosos, censuran siempre el estilo de las literatas; si es dulce y sencillo, por lo que tiene, a su decir, de gazmoña hipocresía; si es vigoroso y arrebatado por lo que afecta de ridícula virilidad. La mujer nunca escribe bien ni con la verdad para los que entienden que la mujer no debe escribir nunca (308-309).

En España, escritoras como Fernán Caballero, Carolina Coronado y Gertrudis Gómez de Avellaneda fueron discriminadas en un ambiente donde se consideraba que el talento literario pertenecía exclusivamente a los hombres y cuando una escritora demostraba poseerlo, según el caso de estas tres autoras, se optaba por atribuirlo al hecho de que, en el fondo, eran hombres en envoltura de mujer3. Así, José Zorrilla, en el funeral de Gómez de Avellaneda, declaró en su discurso:

...su escritura briosamente tendida sobre el papel, y los pensamientos varoniles de los vigorosos versos con que reveló su ingenio, revelaban algo viril y fuerte en el espíritu encerrado dentro de aquella voluptuosa encarnación mujeril. Nada había de áspero, de anguloso, de masculino, en fin, en aquel cuerpo de mujer, y de mujer atractiva: ni coloración subida de la piel, ni espesura excesiva de las cejas ni bozo que sombreara su fresca boca, ni brusquedad en sus maneras: era una mujer, pero lo era sin duda por un error de la naturaleza, que había metido por distracción un alma de hombre en aquella voluptuosa envoltura de mujer (501).

Muy consciente de estas discriminaciones que impidieron que fuera aceptada en la Real Academia de la Lengua, no obstante su extensa y exitosa obra4, en su ensayo “La mujer” publicado en 1860, afirma:

Si la mujer a pesar de estos y otros brillantes indicios de su capacidad científica aún sigue proscrita del templo de los conocimientos profundos, no se crea tampoco que data de muchos siglos su aceptación en el campo literario y artístico; ¡Ah! ¡No! también ese terreno le ha sido disputado palmo á palmo por el exclusivismo varonil, y aún hoy día se la mira en él como intrusa y usurpadora, tratándosela, en consecuencia, con cierta ojeriza y desconfianza, que se echa de ver en el alejamiento en que se la mantiene de las academias barbudas (303).

En repetidas ocasiones, Gómez de Avellaneda se refiere con bastante ironía a “la barba de los hombres” para destacar cómo un detalle hormonal y no intelectual o artístico impide el reconocimiento de las escritoras. Así en este ensayo asevera:

Como desgraciadamente la mayor potencia intelectual no alcanza á hacer brotar en la parte inferior del rostro humano esa exuberancia animal que requiere el filo de la navaja, ella ha venido á ser la única e insuperable distinción de los literatos varones quienes —viéndose despojados de otras prerrogativas que reputaban exclusivas— se aferran á aquella con todas sus fuerzas de sexo fuerte, haciéndola prudentísimamente el sine que non de las académicas glorias (303).

Habiendo experimentado ella misma la masculinización de su talento pues, para sus coetáneos, el hecho de que fuera una escritora destacada se debía a que ella era “mucho hombre”, Gómez de Avellaneda define el éxito literario de la mujer como el producto de un enmascaramiento audaz y estratégico. Refiriéndose a George Sand a quien denomina como “lampiña disfrazada”, afirma: “Otras que cubriendo sus lampiñas caras con máscara varonil, se entraron, sin más ni más, tan adentro del templo de la fama, que cuando vino á conocerse que carecían de barbas y no podían, por consiguiente, ser admitidas entre las capacidades académicas, ya no había medio hábil para figurar eternamente entre las capacidades europeas” (303-304).

La imagen de la máscara y el antifaz es un signo que si bien no metaforiza en toda su complejidad la escritura de mujer pone de manifiesto un elemento esencial: la impostura y el adulterio como dos actos transgresivos que modifican ilegalmente el objeto “legítimo” en un proceso de usurpación. Dentro de un contexto en el cual los escritores, aún hoy día, se refieren a su escritura como “el dar a luz en el parto de la creación” haciendo del texto un embrión que se gesta y crece dentro del sujeto creador, la mujer “concibe” su escritura dentro de una gestualidad que implica encubrir su especificidad genérica a través de una mímica que crea la ilusión de que es un hombre el autor de ese texto, pero esa máscara o antifaz resulta ser solo un subterfugio engendrado por los prejuicios patriarcales. La “escritura masculina” de la mujer es una máscara que se triza para dar paso a la diferencia genérica que, en el caso de Gertrudis Gómez de Avellaneda, constituirá la primera instancia de una mímica subversiva en la producción narrativa de la mujer latinoamericana.

La estructuración palimpséstica del sujeto romántico en Sab

Un aspecto que llama la atención en esta novela publicada en 1841 es el hecho de que, en su capítulo final, se produzca un cambio abrupto con respecto al énfasis de la línea argumental. Si bien la trama se había centrado en los infortunios del esclavo Sab y su amor imposible hacia Carlota quien termina casándose con un hombre blanco, en la sección que concluye la novela y que transcurre cinco años después de la muerte de Sab, se nos presenta a Carlota viviendo un matrimonio desdichado y en la carta del esclavo a Teresa, este afirma que la esclavitud de las mujeres, bajo el lazo indisoluble del matrimonio, es una servidumbre mucho peor que aquella de los mismos esclavos porque ellos, por lo menos, pueden comprar su libertad.

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