En la estética romántica, de la oposición desgarradora de dos órdenes antagónicos e irreconciliables surge el amor como una actividad espiritual de seres excepcionales que trascienden la mezquindad del mundo creado por los hombres para retornar a la perfección de los orígenes y enlazarse a Dios. En las cartas y otros textos autobiográficos de Gertrudis Gómez de Avellaneda, es evidente que ella se concebía a sí misma como uno de estos seres excepcionales y que su concepción del amor coincidía con la de los autores románticos que había leído. En su Autobiografía declara: “(…) el principio eterno de la vida que sentimos en nosotros y que vemos, por decirlo así, flotar en la naturaleza; este soplo de la Divinidad, que circula en sus criaturas, no puede ser sino amor. Amor espiritual, que no se destruye con el cuerpo y que debe existir mientras exista el gran principio, del cual es una emanación” (153). El amor como fuerza trascendente y eco de la divinidad hace de la amada, una belleza sensible que conduce hacia la belleza eterna —visión romántica enraizada en la tradición neo-platónica que Gómez de Avellaneda infunde en Carlota cuya voz es un eco de la melodía del cielo mientras su aliento semeja la brisa del atardecer y su cuerpo evoca la aurora—.
Es precisamente su capacidad de amar y de morir por amor la que hace de Sab un personaje sublime y, a nivel ontológico, su ser se define en términos del amor (“Mi amor, este amor insensato que me devora, principió con mi vida y solo con ella puede terminar; los tormentos que me causa forman mi existencia; nada tengo fuera de él, nada sería si dejase de amar” (280). Como típico héroe romántico, su condición social de esclavo resulta ser un recurso literario para elaborar el leit-motiv del amor imposible mientras en su calidad de esclavo del amor, románticamente trasciende su problemática social para alcanzar la realización de su ser.
Si en el plano social e histórico, la esclavitud de Sab deviene en la abstracción de lo sublime, dicha condición adquiere, al final de la novela, una condición política al adscribirse a la figura de Carlota6. Antes de suicidarse, Sab deja una carta a Teresa en la cual le cuenta que ahora que Carlota se ha casado con Enrique, él aún puede verla:
Es ella, es Carlota, con su anillo nupcial y su corona de virgen… ¡Pero la sigue una tropa escuálida y odiosa!... Son el desengaño, el tedio, el arrepentimiento… y más atrás ese monstruo de voz sepulcral y cabeza de hierro… ¡Lo irremediable! ¡Oh!, ¡las mujeres! ¡Pobres y ciegas víctimas! Como los esclavos, ellas arrastran pacientemente su cadena y bajan la cabeza bajo el yugo de las leyes humanas. Sin otra guía que su corazón ignorante y crédulo, eligen un dueño para toda la vida. El esclavo, al menos, puede cambiar de amo, puede esperar que, juntando oro, comprará algún día su libertad, pero la mujer, cuando levanta sus manos enflaquecidas y su frente ultrajada para pedir libertad, oye el monstruo de voz sepulcral que le grita: “En la tumba” (270-271).
En su calidad de texto que ilumina retroactivamente toda la novela, esta carta traslada a Sab de protagonista a personaje auxiliar en una historia subyacente en la cual Carlota quien, aparte de ser la típica heroína romántica en la narración de la superficie del palimpsesto, es también el contrasello del sujeto romántico en una alteridad subalterna que no le permite ni la trascendencia espiritual ni algún acto de resistencia pues, en su condición de mujer, está condenada a sumisamente aceptar su matrimonio desdichado.
Carlota en el flujo dual de la mistificación patriarcal y la condición subalterna
En la confluencia palimpséstica de dos historias, Carlota es tanto el objeto amado, según imaginario romántico, como un sujeto consciente de su situación aunque privado de la posibilidad de toda praxis. Como objeto del amor romántico, ella se caracteriza de manera muy similar a otras representaciones de la época: su tez de azucena, su talle de palma y su cuello de cisne simbolizan la íntima relación de “lo femenino” con la naturaleza de carácter divino. Sus posturas lánguidas en un balcón, sus suspiros y desmayos hacen de ella una figura de camafeo que responde a una elaboración típica de la imaginación masculina de la época y que refuerza el modelo social impuesto a la conducta y caracterología de la mujer. En efecto, la apropiación de esta mujer dicha desde una perspectiva masculina no solo pone de manifiesto la subordinación a modelos literarios hegemónicos sino que también induce a inquirir en sus silencios como elementos vitales en el texto. Nada se dice de la especificidad genérica de sus experiencias en el ámbito doméstico y su cuerpo se describe desde una mirada exterior que omite las vivencias en la topografía de ese cuerpo.
Sin embargo, en su posición de sujeto consciente, se observan en ella adiciones marginales a la estética romántica masculina reconfigurando a la típica heroína romántica. En primer lugar, su caracterización como sujeto amante se elabora desde el principio a partir del eje disyuntivo de la ilusión y el desengaño. Así, a sus sentimientos hacia Enrique se yuxtaponen los comentarios de una narradora que profetiza el fracaso de estos sentimientos por ser producto de un corazón y una imaginación que embellecen al amado y que irremediablemente deberán enfrentar la realidad. De este modo, se da una tensión oximorónica entre el amor del presente y el desengaño posterior.
Por otra parte y de manera significativa, Carlota como sujeto consciente rechaza los valores pragmáticos de su sociedad, cuestiona la violencia de la Conquista de América y se opone a las injusticias de la esclavitud y la condición mísera de la indígena Martina. Actitud marcada por un factor genérico que hizo que la mujer blanca en el espacio de la casa estableciera relaciones domésticas con negros e indígenas en situaciones que diferían del formato exclusivamente económico y laboral que dirigían los hombres blancos.
De manera similar a Sab, el conflicto de Carlota se especifica como la lucha entre su naturaleza intrínseca y el destino asignado por la sociedad. Pero si en el primero el ser/parecer equivalía a un alma y un cuerpo, en la protagonista esta dualidad es aún más compleja. Definida como esencialmente un ser hecho para amar por ser puro corazón, su ser está primordialmente unido a Dios y a la naturaleza. Su parecer, sin embargo, no corresponde sencillamente al de un cuerpo negro discriminado. Por el contrario, como objeto simbólico del estatus social de su amo (en el eufemismo legal de esposo) debe mantener las apariencias, fingir que es feliz, no obstante haber descubierto la bajeza moral de Enrique y el efecto degradante de su codicia en un mundo del cual no puede huir.
Significativamente, su situación se describe aludiendo al plano social e individual: “Carlota no podía desaprobar con justicia la conducta de su marido, ni debía quejarse de su suerte, pero a pesar suyo se sentía oprimida por todo lo que tenía de serio y material aquella vida del comercio” (259). Esta inadecuación básica interpretada en relación con el ideologema de la esclavitud propone, entonces, que la condición de la mujer va contra la armonía creada por Dios y reflejada en la naturaleza. Este concepto será, en la narrativa de la mujer latinoamericana, parte del núcleo ideológico que denuncia el poder desnaturalizador del sistema patriarcal.
Sintiéndose una extraña en el mundo e impotente para modificar su vida, Carlota no posee otra alternativa que llorar “sus ilusiones perdidas y su libertad encadenada” (260). Esta absoluta claudicación por parte de la protagonista marca el inicio, en la narrativa de la mujer latinoamericana, de lo que denominamos la modalidad hermética de la existencia subrayada por una trayectoria frustrada y la derrota engendrada por el orden patriarcal.
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