Es precisamente en el espacio hermético de un cuarto de su casa que Catalina, tras haber trascendido espiritualmente, se suicida asfixiándose. Como si el suicidio fuera, después de todo, el único acto que la mujer puede libremente elegir, la muerte también representa la claudicación ante un orden que no ofrece ninguna salida. Carlos, por el contrario, se reincorpora al orden simbolizado por la institución del matrimonio y aunque no es feliz, encuentra un sustituto para su felicidad en la ambición y el éxito económico logrando, por medio del rol agente asignado a los hombres, una realización para su existencia. Esta asimetría genérica se refuerza en la novela con un mensaje al final para las otras mujeres quienes, según la narradora, deben comprender que “la suerte de la mujer es infeliz de todos modos. Que la indisolubilidad del mismo lazo con el cual pretenden nuestras leyes asegurarlas un porvenir, se convierte no pocas veces, en una cadena tanto más insufrible, cuanto más inquebrantable” (210).
En la vasta producción literaria de Gertrudis Gómez de Avellaneda, Sab y Dos mujeres se destacan por un importe feminista que la autora no siguió elaborando. En septiembre de 1844, Sab y Dos mujeres se retuvieron en la Real Aduana de Santiago de Cuba prohibiendo su entrada en un expediente que explica que “no pueden introducirse por contener la primera, doctrinas subversivas del sistema de esclavitud de esta Isla y contrarias a la moral y buenas costumbres y la segunda por estar plagada de doctrinas inmorales” (Cruz, 52). De manera paradójica y corroborando su progresivo convencionalismo literario que le aseguraba el éxito, Gómez de Avellaneda en la edición de sus obras completas de 1869, eliminó Sab y Dos mujeres por considerarlas novelas de la juventud que no merecían el honor de ser incluidas en la prestigiosa selección de autores españoles. Sin embargo, contradiciendo esta claudicación de parte de la autora, son precisamente estas dos novelas y no sus numerosos textos posteriores los que marcan un hito de apertura que encontrará una resonancia en la trayectoria de la narrativa de la mujer latinoamericana.
NOCIÓN GENÉRICA DEL AMOR Y EL CUERPO ENFERMO COMO SIGNO DESESTABILIZADOR EN LA NARRATIVA DE SOLEDAD ACOSTA DE SAMPER
En una lógica de género en la cual los roles primarios de hombre y mujer se extienden en una vasta caracterología fundada en la estructura binaria que asigna al hombre agencia social, inteligencia, valentía y otros valores que contrastan con las características de la mujer, no es solamente la sexualidad la que se escinde entre lo masculino activo y lo femenino pasivo. Por el contrario, la noción misma del amor se bifurca genéricamente y adquiere diferentes connotaciones de acuerdo a si es el hombre o la mujer quien lo experimenta.
No obstante el Romanticismo se destaca por su énfasis en las historias de amor, este erróneamente llamado “sentimiento universal” es elaborado dentro de una construcción cultural que le implanta una marca de género. En el caso del héroe romántico, el amor es parte de una búsqueda del orden divino y su amada resulta ser el objeto de identificación y la mediatriz para alcanzar la trascendencia espiritual. En otras palabras, el amor hacia una mujer representa la etapa mediatizadora de una trayectoria más extensa cuya meta corresponde a un plano metafísico.
La amada romántica (símbolo de belleza, espiritualidad y pureza) es obviamente la proyección imaginaria de un sujeto masculino que la inmoviliza en su perfección y refuerza su posición de un otro subordinado. Esta situación de alteridad se reitera en el hecho de que mientras el amor para el hombre es solo parte de una praxis más amplia, en el caso de la mujer constituye la única meta de su existencia en la cual no existen las aventuras y desafíos de una trayectoria masculina. Más aún, será solamente el amor de un hombre el que la proveerá de una identidad. En Emilio (1762), Jean-Jacques Rousseau extiende esta preconcepción al ser mismo de las mujeres al afirmar: “Ellas dependen de nuestros sentimientos, del valor que ponemos en sus méritos, de la importancia que les damos a sus encantos y virtudes (…). No es suficiente que sean estimables, deben ser estimadas. No es suficiente que sean bellas, deben agradar. No es suficiente que sean moderadas, deben ser reconocidas como tales” (354).
Desde una perspectiva más contemporánea, Simone de Beauvoir en El segundo sexo (1949) —texto señero en el pensamiento feminista— señala:
Una criatura inesencial es incapaz de sentir el absoluto en el centro de su subjetividad; un ser condenado a la inmanencia nunca podrá encontrar una auto-realización en sus propios actos. Aprisionada en la esfera de lo relativo, destinada a un hombre desde la niñez, habituada a ver en él a un ser superior que ella no puede igualar, la mujer que no ha reprimido su derecho a la humanidad soñará con hacer trascender su ser hacia uno de estos seres superiores. No existe otra alternativa para ella que perderse en cuerpo y alma en aquel que para ella representa lo absoluto y esencial (713).
La división genérica patriarcal ha adscrito al hombre la trascendencia (de “trans” que significa “más allá” y “cado”, “escalar”). Trascender conlleva el significado de ir más allá, de pasar de un ámbito a otro ámbito más alto y superior. Este término es el significado contrario de la inmanencia que corresponde a permanecer en un mismo lugar y dentro de sí, en un ser y un actuar cerrado en sí mismo y por lo tanto, limitado. Como demuestra Simone de Beauvoir, la mujer en su lugar de un otro subalterno está condenada a la inmanencia, a los cercos de su rol doméstico que le impiden trascender en un afuera y sin otra alternativa que sublimar su deseo de trascendencia en el sujeto masculino que es también, para ella, el absoluto.
El rol primario de madre y esposa en la infraestructura patriarcal implica entonces no solo la dependencia económica sino también una dependencia existencial e identitaria.
Dentro de la estética romántica, el sema de la mujer como “puro corazón” se enlaza a “la fragilidad femenina” de la estructura binaria básica y por consiguiente, se postula que ella posee un corazón débil y sublime. Ella es el ángel del hogar quien cultiva su propia fragilidad con severas dietas y polvos de arroz que hacen de la tez, un pálido semblante. Corazón débil y santo que debe erigirse sobre un pedestal, según Augusto Comte, etéreos reflejos de Ofelia, Julieta y Mimí que el discurso científico del siglo XIX calificará como similar a las razas inferiores de acuerdo a la teoría de Charles Darwin en The Descent of Man (1871). Al dato científico de que el cerebro de la mujer pesa menos que el del hombre, se añade la creencia de que posee un corazón más grande y Herbert Spencer en su Estudio de sociología (1873) concluye que esta es la causa por la cual la mujer no posee el poder abstracto de la razón mientras Augusto Strindberg en “La Revue Blanche”(1895) asevera que la menstruación y la pérdida periódica de fluido nutritivo termina atrofiándole el cerebro. En esta nueva construcción cultural del signo mujer bajo la influencia de estudios científicos, la fragilidad femenina deviene en enfermedad y se perfila como parte de la idealización folletinesca que erotiza anulando, simultáneamente, toda expresión de poder (Dijkstra, 25-63). De esta manera, el desmayo femenino en brazos del amado no solo apunta hacia la posesión sensual de un cuerpo sino también a la fragilidad y vulnerabilidad de la mujer, tanto en términos físicos como sicológicos que la invalidan13. Por lo tanto, la enfermedad dentro del imaginario romántico es un atributo que embellece al cuerpo sumiso y débil en una metáfora de su lugar subalterno.
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