Lucía Guerra - Escritoras latinoamericanas

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En este libro se traza una genealogía de la escritura de mujer dentro de los contextos culturales e ideologías feministas hasta fines del siglo XX.
Durante el siglo XIX, frente a una hegemonía masculina creadora de formatos literarios, discursos e imaginarios, la única alternativa estética de las escritoras fue la imitación, agregando márgenes y cuestionamientos
en una mímica subversiva que denunció el lugar subalterno de la mujer.
Esta estrategia escritural dio paso, en el siglo XX, a reapropiaciones y a la inscripción del cuerpo como plataforma de procesos de subjetivación y de un discurso de la sexualidad desde una perspectiva femenina que
además cuestionó los paradigmas androcéntricos de la heterosexualidad, la identidad y el saber.
Entre los hitos literarios analizados, se destacan: las injustas diferencias de género (Gertrudis Gómez de Avellaneda, Juana Manuela Gorriti, Rosario Castellanos), la legitimación del cuerpo como signo identitario (Teresa de la Parra, María Luisa Bombal, Armonía Somers, Rosario Ferré), la autonomía social y cultural (Mercedes Valdivieso) y la inscripción de un discurso lesbiano (Reina Roffé, Irene González Frei).
Resulta, entonces, un libro clave para la comprensión de la trayectoria narrativa de la mujer latinoamericana desde una perspectiva teórica que permite conocer la dinámica histórica de las relaciones de género. Lucía Guerra.

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El relato se estructura a partir de tres instancias cardinales: la armonía, el advenimiento de la fatalidad y el destierro. En la primera instancia, Dolores se presenta ligada a la naturaleza en una relación armoniosa que refleja el orden divino. Ella es “un precioso lirio en medio de un campo” (1) y elemento integral en un locus amoenus de flores, aves y aguas cristalinas (“En medio de sus flores y pájaros Dolores pasaba el día cosiendo, leyendo y cantando con ellos. Desde lejos se oía el rumor de la pajarera y la dulce voz de su ama”, 23). Tanto las aves, en su simbolismo tradicional de espiritualidad15, como el canto en su función sígnica de materialización de la armonía e imagen de la conexión natural entre todas las cosas (Cirlot, 330-331) ponen de manifiesto una concepción romántica de “lo femenino” unido a una totalidad cósmica que, en su armonía intrínseca, refleja la perfección de Dios. Del mismo modo, su amor con Antonio es un reflejo de Dios y la naturaleza en sus manifestaciones de belleza y fertilidad (“El amor entre estos jóvenes era bello, puro y risueño como un día de primavera”, 16). Según la concepción de la mujer presentada en este relato, el amor es también la instancia natural que viene a satisfacer una esencia hecha para amar, un sentimiento que integra a una armonía mayor. Razón por la cual en la trayectoria de Dolores, el conocimiento del amor posee un valor de iniciación.

Sin embargo, el advenimiento de la fatalidad se inserta como un quiebre de “lo femenino”convencional en su relación armoniosa, tanto con lo cósmico sublime como con el hombre amado. Víctima de un mal hereditario, Dolores enferma de lepra y su cuerpo empieza a deformarse haciendo de ella un espectro (“La linda color de rosa que había asustado á mi padre, y que es el primer síntoma del mal, se cambió en desencajamiento y en la palidez amarillenta que había notado en ella en el Espinal: ahora se mostraba abotagada y su cutis áspera tenía un color morado. Su belleza había desaparecido completamente y solo sus ojos conservaban un brillo demasiado vivo”, 51-52). Y es la fatalidad de la lepra la que la convierte en un ser condenado al horror de la monstruosidad de su propio cuerpo, a la enajenación y la locura.

El estigma de la lepra tiene sus orígenes en el Levítico del Antiguo Testamento. La palabra ritualística “sara’at” denota en el lenguaje hebreo: suciedad, depravación, corrupción e inmundicia como un castigo de Dios. A nivel simbólico, la lepra es sinónimo de enfermedad y abyección, dos elementos que van contra el orden y todo sistema, como señala Julia Kristeva: “It is thus not lack of cleanliness or health that causes abjection but what disturbs identity, system, order”16 (1982, 4).

El cuerpo físico del ser humano, como depositario de diversas inscripciones culturales, constituye un texto en el cual se da prioridad a la identidad genérica como sustrato básico. El cuerpo leproso de Dolores interrumpe el orden patriarcal, ya que ahora es un cuerpo del contagio y la abyección que la ha invalidado como mujer que debe ser elegida y amada por un sujeto masculino para cumplir su rol de madre y esposa.

Así, la dimensión monstruosa de su cuerpo constituye una amenaza contra el orden y por lo tanto, debe ser expulsada de la sociedad manteniéndose aislada en un lugar lejano y oculto hasta el momento de morir.

No obstante, es precisamente su aislamiento y monstruosidad lo que da paso a un ascenso espiritual y noble en una versión femenina de Frankenstein y el jorobado de Notre Dame, portadores de la antítesis romántica de un alma sublime en un cuerpo monstruoso.

De manera significativa, en el texto se establece un radical contraste entre Dolores como figura convencional dentro del orden patriarcal y Dolores fuera de las construcciones culturales de “lo femenino” prescriptivo.

Antes de su enfermedad, su primo Pedro quien enmarca las cartas de Dolores y cuenta su historia, la describe de la siguiente manera: “Desde lejos vi a Dolores vestida de blanco y llevando por único adorno su hermoso pelo de matiz oscuro. Recostada sobre un cojín al pie del asiento en que había estado sentada, apoyaba la cabeza sobre el brazo doblado, mientras que la otra manecita blanca y rosada caía inerte a su lado” (24). Esta imagen de Dolores concuerda con la tradicional representación visual de la mujer que da énfasis a su pasividad en su función de objeto de contemplación en una identidad fabricada para la mirada de los hombres. Mientras en esas imágenes, la pasividad solo refleja que ha nacido para ser vista o poseída en el caso de los desnudos en los cuales se convierte en objeto de deseo, las figuras masculinas conllevan siempre un sello de lo que son capaces de hacer, ya sea en la acción misma que están realizando o en los emblemas de su ropaje y escenario. En la tradición pictórica y escultórica del siglo XIX, el hombre era una presencia de poder en términos físicos, sociales y sexuales, razón por la cual su imagen conllevaba en sí una identidad basada en la actividad17.

Muy distinta es la imagen de Dolores recostada sobre un cojín y apoyando la cabeza sobre uno de sus brazos mientras el otro yace inerte. Dormida o semidormida, ella confirma los rasgos de un imaginario de “lo femenino” que, en una exacerbación de la pasividad y la ausencia de una identidad propia, asume la forma de La Bella Durmiente quien milagrosamente despierta cuando un príncipe la besa. Por otra parte, su abultado vestido blanco simboliza su pureza no solo a nivel síquico sino también en un cuerpo virgen y aún no penetrado por un sujeto masculino.

La lepra, como interrupción del orden patriarcal, deforma el cuerpo de Dolores y produce horror en aquellos que la ven. Postrada, ahora en una inactividad engendrada por la enfermedad y no por un imaginario de carácter androcéntrico, solo desea morir y rehúsa comer. Por esta razón, llega su tía Juana y el padre de Pedro a la choza que habita en su destierro y ante la mirada horrorizada de ellos cuando la ven, huye en un estado de enajenación (“Creo que perdía el juicio: me parecía oír tras de mí la carrera de cien caballos desbocados que me perseguían, y oía el ladrido de innumerables perros… Subí desolada por la orilla de la quebrada, y al llegar a un sitio más inculto atravesé sus aguas sin sentir que me mojaba ni pensar que me hería en los espinos del monte”, 59).

El espacio de la naturaleza como entorno armonioso ha dado paso a una naturaleza salvaje, fuera del dominio del Homo faber y a diferencia de la conjunción falogocéntrica que asocia a la mujer con la naturaleza y al hombre con la cultura, Dolores ha sido herida y está cubierta de sangre (“No sentía dolor ninguno (…) y sin embargo me había desgarrado y estaba inundada de sangre y los vestidos hechos pedazos”, 59). A nivel simbólico, su cabellera desgreñada y su vestido blanco rasgado y lleno de lodo pueden interpretarse como el despojo de los signos de aquella identidad adscrita por la sociedad patriarcal. Ella es ahora el contratexto tanto de la heroína romántica como de la imagen impuesta por el sistema y este despojo de los signos inscritos en su cuerpo conlleva un proceso que la conduce a la autonomía de su subjetividad que le permitirá alcanzar la trascendencia espiritual que su sociedad únicamente permite a los hombres.

Entre los árboles y piedras cubiertas de musgo, como símbolo de la vida, descubre la magnificencia de todo lo creado:

La noche había llegado, y á medida que el suelo se cubría de sombras, el cielo se poblaba de estrellas. Las lámparas celestes se encendían una á una como cirios en un altar. ¡Cuántas constelaciones, qué maravillosa titilación en esos lejanos soles, qué inmensidad de mundos y de universos sin fin...! Poco á poco la misteriosa magnificencia de aquel espectáculo fue calmando mi desesperación. ¿Qué cosa era yo para rebelarme contra la suerte? (60-61).

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