Conviene recalcar ese designio de la Providencia que guarda consonancia con el origen: Varón y mujer los creó (Gn 1, 27). Quien recibe el anuncio del ángel no es una virgen célibe, sino prometida. Un hecho que dista mucho de ser anodino. Dios quiso que una mujer prometida a un hombre fuese la madre de su Hijo: María comprometida con el deseo de José. No es una cuestión de partenogénesis o de reproducción asexual. La gracia no destruye la naturaleza. Es imposible que el deseo humano no esté asumido por la fecundidad divina. El Hijo, precisamente porque es el Verbo y no puede renegar del orden de su creación, es necesariamente, como hombre, fruto del amor entre un hombre y una mujer.
5. En este sentido los evangelios recurren a todos los ingredientes de los grandes amores bíblicos. En primer lugar, los ángeles. En la Biblia, los ángeles son promotores de la carne. Cuando Abrahán envía a su siervo Eleazar a Aram con diez camellos para buscarle esposa a Isaac, sabiendo que esos diez camellos no serán suficientes, le asegura: Él enviará a su ángel delante de ti (Gn 24, 7). Durante su huida a Betel, antes de conocer a su amada Raquel, Jacob ve en un sueño —igual que José de Nazaret— a los ángeles de Dios subiendo y bajando (y no bajando y subiendo, lo que da a entender que los ángeles están íntimamente ligados a la tierra; que desde aquí se elevan como el incienso para volver a descender como el rocío —Gn 28, 12—).
Recordemos también al ángel Rafael, que guía a Tobías hasta Sara; al ángel del Señor que anuncia a la mujer de Manóaj el nacimiento de Sansón —Concebirás y darás a luz un hijo, le dice (Jc 13, 3), igual que Gabriel a María—; al Señor de los ejércitos celestiales invocado por Ana antes de unirse a Elcaná para concebir por fin a Samuel —Mi corazón exulta en el Señor, proclamará después de ser escuchada (1S 2, 1), igual que María ante Isabel—. En la vida sexual de Abrahán los mensajeros divinos hacen constantemente de carabinas. El ángel del Señor le dice a la esclava Agar: He aquí que estás encinta y darás a luz un hijo; le llamarás Ismael (Gn 16, 11). Luego el Eterno se manifiesta por medio de tres seres con forma humana entre las encinas de Mambré (aquí los ángeles se unen a los árboles: unos y otros, la savia y el sueño, se ponen de acuerdo para ayudar a Abrahán a cumplir el primer mandato: Creced, multiplicaos); y esos tres ángeles suscitan las risas de Sara cuando le dicen que se unirá a su marido y tendrá un hijo pese a su edad avanzada.
6. Donde hay ángeles no existe el angelismo: basta que aparezcan para que un hombre conozca a una mujer y su unión se vuelva fecunda. Su presencia entre María y José —bien en un sueño, bien en un anuncio— hace su relación aún más sensible y apasionada.
Evidentemente, aquí se da un paso al límite. Las mujeres del Antiguo Testamento eran estériles; la mujer del Nuevo es virgen. En su día se trataba de hacer ver que el hijo es un don de Dios, antes que un producto biológico; ahora se trata de Dios mismo hecho hijo. Lo que no deja de ser una realidad que, teniendo su origen en el Espíritu, es también auténticamente carnal.
Aún nos queda saber qué significa la carne, más allá de la fisiología. Aún nos queda reflexionar, en un caso que es excepcional, sobre una unión no fisiológica y, sin embargo, mucho más carnal.
EL HOMBRE DE DESEO
7. La carne es receptividad física. Es el espacio de una atracción más poderosa que nuestra voluntad. Antes de que se impusiera la «planificación familiar», y antes de que se redujera la mortalidad infantil, hacer un hijo era algo claramente distinto de fabricar un muñeco. Cuando fabricamos un muñeco lo concebimos en la cabeza, y no en el vientre. Hacemos planes, elaboramos un presupuesto, consultamos los indicadores del mercado para ofrecer un artículo ajustado a la demanda. Cuando hacemos un hijo, lo concebimos en el vientre, no en la cabeza. Y esa misteriosa concepción, in vivo, no in vitro, deriva del misterio del deseo que une al hombre y a la mujer. La carne es débil (Mt 26, 41). Sienten debilidad el uno por el otro. Ceden a esa debilidad en la que se despliega el poder del amor.
Si se puede decir que la unión de José y María es carnal es porque se realiza plenamente en esa receptividad física de algo que los supera. De hecho, se ven aún más superados que nosotros. Dios obra en ellos directamente, sin mediación biológica. Y ellos son más receptivos todavía que nosotros. Lo que penetra en su carne y en su promesa conyugal es el Hijo, que es el Verbo.
8. Algunos espiritualistas han defendido un supuesto «matrimonio josefino»: el de un hombre y una mujer que se casan pero no consuman el matrimonio, no se unen sexualmente. En su opinión, eso sería más espiritual, más divino que el matrimonio ordinario de quienes yacen juntos «como los animales». Nada más lejos de la realidad. María y José son la excepción que confirma la regla.
Lo que en su caso resulta más milagroso en el nuestro es lo natural. Lo que más se ajusta a ese hecho único en la historia es la fecundidad ordinaria de una mujer y de su marido. Los acontecimientos absolutos se deben analizar en toda su dimensión. No porque la primera mujer saliera del costado de Adán han de ejercitar los hombres los oblicuos para encontrar esposa. No porque María y José vivieran el misterio de un compromiso a la vez virginal y carnal hemos de imitarlos nosotros con unas nupcias voluntariamente privadas de sexo (la Iglesia nos recuerda que, en ese caso, el sacramento del matrimonio sería inválido).
María es virgen y madre, pero esa vocación, que en ella es una sola, se desdobla en el caso de las demás mujeres: unas serán madres y otras vírgenes. Lo mismo ocurre con José, cuya vocación única se realiza en el caso de los hombres bien en el celibato consagrado, bien en el matrimonio. Pero, cuando uno está casado, lo que más se aproxima a la unión de José y María es una sexualidad auténtica, y no los escabrosos toqueteos de los abusadores místicos.
Sería absurdo pensar que ellos dos no son, en palabras del Génesis (2, 24), una sola carne. No obstante, sí están envueltos en su propio nimbo de excepción —el del Hijo de Dios hecho hijo de los hombres—, mientras que nosotros estamos llamados a una aureola común: la de los hijos de los hombres hechos hijos o hijas de Dios. Y, si nuestros propios abrazos solo se consuman bajo el velo de la intimidad, si el abrazo de nuestros padres ha de permanecer oculto a nuestros ojos, sería una obscenidad querer violar la intimidad de María y José. Circulen: aquí no hay nada que ver. La puerta de su cámara nupcial permanece cerrada para siempre. Ni siquiera debemos quedarnos en el umbral.
9. Si aun así nos permitimos acercarnos un poco más al secreto de ese deseo, hemos de acudir a los últimos versículos del Apocalipsis (22, 17): El Espíritu y la Esposa dicen: «¡Ven!». Y el que oiga, que diga: «¡Ven!». Y el que tenga sed, que venga; que el hombre de deseo tome gratis el agua de la vida.
¿Cómo no aplicar estas palabras a la pareja evangélica? La esposa que está con el Espíritu es María. Y le dice a José: «¡Ven!». Y José le dice a ella: «¡Ven!». Lo que sin duda evoca el Cantar de los Cantares recitado por los judíos en la sinagoga la tarde de los viernes para dar la bienvenida al sabbat, personificado bajo los rasgos de una mujer: Paloma mía, en los huecos de las peñas, en los escondites de los riscos, muéstrame tu cara, hazme escuchar tu voz: porque tu voz es dulce, y tu cara muy bella (Ct 2, 14).
Si él dice: «Ven», no obstante, es como hombre de deseo, y no de goce. Nosotros, caballeros, conocemos muy bien en qué consiste eso: esa tensión que es más que eléctrica, esa flecha que nos traspasa y nos arrastra con ella para clavarnos en la mujer. Y sabemos también que en el acto sexual el éxtasis va seguido de la postración, que el orgasmo nos vuelve de golpe mudos y apáticos, un flácido desecho varado sin ganas de volver a hacerse a la mar. El goce es la muerte de Eros. Una buena muerte, quizá; pero una muerte, al fin y al cabo, hasta el próximo episodio. Y de episodio en episodio, de deseo mitigado en goce exacerbado, nuestra tendencia consiste en exigir cada vez más el acto sexual como si fuera una golosina, y a gozar de la mujer en lugar de unirnos a ella.
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