5. MIRANDO AL FUTURO
Desde un mundo post-secular, aunque resacralizado en dioses seculares como el dinero, el bienestar, el fútbol o la moda, los ídolos de la canción…, en un mundo occidental donde la religión del cuerpo ha suplantado a la religión de espíritu (gimnasios llenos e iglesias vacías), la pregunta que se le plantea hoy a la Iglesia católica (pues desde ella y pensando en ella escribimos), tanto a su jerarquía, como a sus fieles, sin olvidar a sus pensadores, es la de saber que adviene en un régimen de laicidad publica que parece querer recluirla en su vida interior, a lo sumo en el interior de sus templos, sin dejarla inmiscuirse en la res publica. Basta ver, por ejemplo, el debate sobre la clase de religión en la escuela pública o el de las finanzas con motivo de las visitas del Papa. Los cristianos a la sacristía o a la intimidad de los hogares es la idea dominante en la sociedad actual.
Esta situación, además, sucede en un régimen democrático de libertades públicas, régimen que según algunos, según muchos, no lo es suficientemente, exigiendo ¡democracia real ya!, como hemos observado en los manifiestos y manifestaciones del «movimiento 15-M», régimen de libertades públicas que llama a la participación en la cosa pública de los ciudadanos, según las convicciones de cada uno. Esto es, se pide la participación de los ciudadanos en los debates sociales, en los debates públicos, desde sus propias convicciones. Es evidente que los cristianos se encuentran en una aporía ante esta situación. Como ciudadanos se les pide que participen en la cosa pública, pero como cristianos deben permanecer en sus sacristías.
Ahora bien, ¿tienen los cristianos, en tanto que cristianos –católicos en nuestro contexto– un proyecto de sociedad que ofrecer a la sociedad, con las especificaciones –en sanidad, finanzas, infraestructuras, modelos educativos…– como las que puede presentar un partido político que solicita el sufragio de sus conciudadanos? No es cuestión a excluir de un plumazo. En la historia reciente del siglo pasado hemos vivido estas situaciones, incluso alentadas por la jerarquía católica, pero, en la actualidad, pensamos que resulta inviable. No solamente por la dificultad de sortear el constructo social dominante que pide a los cristianos que se refugien en sus sacristías, es que, de entrada, dado el pluralismo religioso en el seno de la propia Iglesia católica, resulta difícil, por no decir imposible, encontrar un acuerdo entre los cristianos, sobre el modelo de sociedad que ofrecer a sus conciudadanos. Basta, para comprobarlo rápida y fehacientemente, analizar la dispersión del voto católico, que si bien tiene una clara tendencia a apostar por siglas que, convencionalmente, denominamos de derechas, también abundan cristianos en las siglas que se sitúan en la izquierda e, incluso, en la izquierda extrema. Pero hay otra cuestión más de fondo.
¿Es misión de la Iglesia, en la sociedad de hoy, «cristianizar el mundo», «cristianizar la sociedad»? Un poco de perspectiva histórica vendría bien. En el siglo pasado, sin remontarnos más lejos, ha habido un número suficientemente elevado de cristianos que han ocupado cargos decisivos en la política, la economía, la enseñanza, la cultura para no ilusionarse más al respecto. Como dice Poulat, «los cristianos no tienen ninguna razón para desesperarse mientras no confundan la virtud de la esperanza con algunas formas que adoptan sus ilusiones: reconquistar el mundo, rehacer cristianos a nuestros hermanos, instituir una nueva cristiandad o bien profetizar la catástrofe». [36]Incluso, recuérdese la Acción Católica desde Pío XI, y más recientemente, la idea de inculturar la fe en el mundo de hoy bajo el supuesto de dar sentido a una actividad humana de la que se piensa que, sin esa fe, estaría, precisamente, desprovista de sentido. Es esta actitud (de superioridad apenas encubierta de la «única verdad» del mensaje católico) la que está en la base de muchos conflictos en el diálogo interreligioso. También en el diálogo con los no creyentes y, más aún, con los ateos.
Volviendo a la cuestión de la secularización, post-secularización más bien, en la modernidad, los cristianos, especialmente en el mundo europeo occidental, se encuentran en una situación nueva en la historia. Apenas tienen capacidad de influir en su curso. Tampoco son objeto de debate, salvo en cuestiones de bioética, del comienzo y del final de la vida y, de forma ya muy amortiguada, en las cuestiones de ámbito sexual, procreación y la cuestión homosexual. Recuérdese: en el debate sobre el tratado constitucional de la Unión Europea, frustrado ciertamente en 2005, no se logró ni que se mencionaran los orígenes cristianos de la cultura europea, como ya señalábamos arriba.
De nuevo Poulat: «Los cristianos no tienen que condenar ni adoptar la ‘modernidad’, sino, en su crisol, pasar la prueba radical que la modernidad les impone, inédita en la historia de la humanidad. La mayor parte se encuentran cómodos y, aunque críticos con ella, saben aprovecharla aún sin aceptarla con satisfacción. Menos aún producirla. Se han aculturado sin lograr esa inculturación de la que hablan frecuentemente. La sirven y se sirven de ella; no la dirigen y no influyen en su curso.» [37]
La reflexión es lúcida, pertinente, muy importante. En medio de la distinción entre aculturación (de los cristianos en el mundo actual, preciso yo) y de la pretensión de inculturación (de los cristianos respecto al mundo moderno, de nuevo preciso yo) se juega el futuro del cristianismo en general y del catolicismo en particular en el mundo de hoy. La aculturación de los cristianos al mundo actual supone, como poco, dar por buena, sin más, la actual cultura moderna en un intento de acomodar el mensaje cristiano al lenguaje y a los valores y estilos de vida actuales. La inculturación de la cultura de esa sociedad por los cristianos (en realidad la pretensión o el objetivo de inculturar la sociedad actual por el cristianismo) supone, por el contrario, que esa sociedad y esa cultura precisarían de la sabia cristiana, siendo, abandonadas a sí mismas, intrínsecamente perversas o, al menos, radicalmente imperfectas.
Las dos posturas nos parecen criticables y responden, al límite, a dos tentaciones del catolicismo actual, a dos riesgos mayores: el riesgo de la dilución en el mundo moderno o el riesgo del gueto; gueto que, en algunos supuestos, puede llevar al «cruzadismo» ante la lectura del mundo actual como radicalmente perverso.
En efecto, inspirándonos en un estudio de Jean-Pierre Denis [38]constamos que los cristianos vivimos sobre crestas escarpadas y corremos el riesgo de despeñarnos o marginarnos. Como decía arriba los riesgos están, por un lado, en caer en la complacencia, en la acomodación, para quedar bien. Es el riesgo de la fusión. Por el otro lado, está el riesgo del aislamiento, por considerarnos los únicos puros, los únicos poseedores de la verdad. Es el riesgo del gueto. Precisémoslos un poco más.
El riesgo de la fusión con el mundo moderno consiste en disolverse en la secularidad, desaparecer de éxito, al precipitar la trasfusión de los valores cristianos en un humanismo post-religioso abierto a «todos los hombres de buena voluntad», pero que, al mismo tiempo, progresivamente, se mutila de la cruz, luego un cristianismo huérfano de la resurrección.
El riesgo de la fusión lleva también a la complacencia, a la dilución en la adormidera del ron-ron mayoritario con la vana esperanza de ser aceptado en la figura de un cristiano débil, que, a lo sumo, recibiría la sonrisa displicente de quienes, por mor de tolerantes pasivos, «toleran» a los últimos cristianos, cual especie en extinción.
Por el contrario, el riesgo del gueto es la culminación del riesgo de esconderse, de separarse. Mounier en L’affrontement chrétien denunciaba «un dogmatismo altivo encerrado en no se sabe qué problemas, sin duda esenciales en sí mismos considerados, pero devenidos en su formulación tan radicalmente extranjeros al fiel que ni siquiera le irritan: se duerme.» [39]
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