Hace ya varios años en una conferencia que impartí en Barcelona decía que:
como creyente sostengo el carácter absoluto de Dios que, sin embargo, se manifiesta y es comprendido, cuando no construido, de forma muy distinta en las civilizaciones y culturas a lo largo de la historia que, si algo ha mostrado, es la universalidad de la pregunta religiosa y la persistencia de lo religioso. Luego, junto al absoluto de Dios, –para el creyente, por supuesto– sostengo también el carácter relativo de las iglesias, de todas las iglesias, que no son sino la concreción estructural de los que, a lo largo de la historia, se han reunido en una determinada manifestación de Dios. [33]
Desde la sociología, sin invadir el campo de las creencias religiosas y manteniendo la autonomía científica de la disciplina, y desde ella misma, pensamos que las diferentes manifestaciones religiosas no son sino respuestas que los hombres y mujeres han dado a las cuestiones primeras y últimas, según sus contextos y capacidades. Ahora se trata de saber si los líderes de las confesiones religiosas hacen una lectura excluyente de sus dogmas o si, aun manifestando la legitimidad de sus principios, se muestran abiertos a otras confesiones religiosas en diálogo ecuménico. La respuesta a esta pregunta es clave para superar las guerras y conflictos de religión así como la justificación, no sea más que dialéctica, de esas guerras y conflictos en base a religiones que se consideran las únicas verdaderas, excluyentes o, a lo sumo tolerantes, con los «infieles» en espera de que se conviertan a la «única religión verdadera». Esta cuestión teológica tiene una trascendente consecuencia sociológica y política de primer orden en nuestros días y, pensamos, que marcará a su vez, el devenir de las dimensión pública de la religiosidad.
De las relaciones entre creyentes y no creyentes quiero traer aquí un apunte reciente, aunque limitado a la confesión católica. En París, el 24 y 25 de marzo de 2011 tuvo lugar un diálogo entre creyentes y no creyentes denominado «el Atrio de los Gentiles» en referencia al atrio al que acudían los gentiles en el templo de Jerusalén, diferenciado del atrio de los sacerdotes y de los judíos. Partió de una sugerencia del Papa Benedicto XVI y tenía como alma mater al cardenal Ravasi, presidente del Pontificio Consejo para la Cultura. Sus objetivos los explicó al comienzo, en la sede de la UNESCO, señalando que «no se trata de una acción propiamente evangelizadora, sino de la oferta abierta y generosa de una visión propia sobre la vida, el amor, la libertad, el sufrimiento, la muerte, la justicia. Admitimos la autonomía de la Fe y la Razón, pero abogamos por un diálogo posible entre ambas».
El azar quiso que, encontrándome esos días en París por el Barrio Latino, desconocedor del evento, pero atraído por la multitud, el 25 de marzo a las doce menos cuarto de la noche me acercara al Parvis de Notre Dame. Me sentí rodeado por un numeroso público adulto, silencioso e interesado, mientras proyectaban imágenes sobre Notre-Dame. Después he leído alguna documentación sobre los encuentros efectuados con motivo del Atrio. Me impactó sobremanera el texto de Julia Kristeva «Oser l’humanisme», conferencia que pronunció en La Sorbona el 24 de Marzo de 2011 (de acceso directo en Google). El siguiente Atrio tuvo lugar en Barcelona el año 2012 en torno al tema de la belleza que se desprende del arte y la religión. Es importante y significativo subrayar el eco que «El Atrio» de París tuvo en la redes sociales de ámbito religioso y que persistió, con fuerza, varios meses después del evento.
En este orden de cosas, dos líneas sobre el tema del laicismo en España. Me ocupé de esta cuestión en un brevísimo artículo que escribí, a su solicitud, en el Informe Ferrer i Guàrdia de 2011, del que retiro, ligeramente modificadas, estas ideas. [34]
Del concepto de laicidad, siguiendo a Baubérot y Milot, [35]apuntaría a cuatro principios básicos relacionados dos con sus fines y dos con sus medios. Respecto de los fines de la laicidad señalaría, por un lado, la garantía de la libertad de conciencia, y, por el otro, la igualdad y la no discriminación de las personas en razón de las opciones que, en mor de esa libertad de conciencia, hayan adoptado. Respecto de los medios, señalaría por un lado la separación de lo político y lo religioso y, por el otro, la neutralidad del Estado respecto de las diferentes creencias.
La garantía de la libertad de conciencia solamente es posible en un estado de laicidad, esto es, en un estado laico, mientras que entiendo que ello no es posible ni en un estado confesionalmente religioso o teocrático como, tampoco, en otro que sea confesionalmente ateo o laicista en el sentido de que entienda que hay que emanciparse de lo religioso para ser un buen ciudadano.
El Estado laico y la laicidad puede tener diferentes resultantes en diferentes contextos históricos y geográficos concretos. Tipos ideales siguiendo la clásica denominación de Max Weber que los autores Baubérot y Milot resumen en seis no necesariamente solapables, pues son acentuaciones de ésta o aquella dimensión, acentuaciones que pueden llegar a ser criticables y que yo traslado, con mis propios subrayados, de la siguiente manera. Laicidad separatista (cuando la separación entre lo religioso y lo político de medio se convierte en fin), laicidad autoritaria, laicidad anticlerical, laicidad de fe cívica (exigencia de unos valores universales exigibles a todos los ciudadanos), laicidad de reconocimiento (de la autonomía moral de la conciencia individual en un contexto de justicia social) y laicidad de colaboración (con organismos religiosos, siempre a través de la independencia, separación y autonomía de sus decisiones). Personalmente comparto estas tres últimas acentuaciones de laicidad, pero no las tres primeras. De todas ellas encontramos trazas en España.
Mi conclusión es que en España la «marca» católico sigue teniendo vigencia en el universo cultural de una gran masa de ciudadanos. En mayor proporción y fuerza que la opción de los ciudadanos que manifiestan tener confianza en la Iglesia (donde la polarización sigue siendo excesivamente crispada, a mi juicio) y mucho más todavía de la de los que estiman que esa Iglesia responde «a sus necesidades morales y espirituales».
A tenor de los datos ofrecidos al inicio de estas páginas y de la sociología y de la historia reciente de España, abogaría por avanzar hacia un Estado laico donde la imprescindible separación del Estado (con soberanía legislativa compartida con los diferentes parlamentos de la España autonómica) respecto de las normas y pronunciamientos de las Iglesias, especialmente, dado su peso, de la católica, no conlleve una privatización de las manifestaciones religiosas, recluidas en sus templos, centros educativos, de ocio, trabajo o de lo que sea. Siempre en el respeto a las convicciones de los demás. Pues no me parece razonable que un chaval pueda llevar en el ojal de su chaqueta la insignia del Barça, del Madrid, del Athletic o del equipo que sea, y no una cruz o una media luna, por ejemplo. Sin embargo, para muchas personas, la religión parece deber limitarse al ámbito de lo privado, al interior de los templos como mucho. Basta observar cómo muchas de las manifestaciones en contra de la Jornada Mundial de la Juventud y la venida del papa a España en agosto de 2011 seguían ese razonamiento.
Nunca habrá normas perfectas. Menos aún definitivas. Las normas y los valores los vamos construyendo día y a día. Demasiadas veces con imposiciones. De signo diverso. La historia de España es fiel testigo de ello. Quizás vayamos aprendiendo la virtud de la tolerancia activa, la que ve en el otro más que un individuo, más que un ciudadano: una persona con una autonomía de conciencia inalienable. Que solamente puede expresarse (y debe ser defendida) en un Estado laico, que no laicista.
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