Siguiendo este mismo razonamiento en sentido inverso, nosotros nos centraremos en el cine estadounidense, que es el modelo que devora y asimila las propuestas del resto de cinematografías. Hollywood no sólo compra a cineastas de otros lares 25 , no sólo depreda aquellas propuestas visuales que juzga exóticas u originales, Hollywood es también el rasero a partir del que otras naciones recortan cuanto hay de autóctono en sus productos culturales 26 . Hollywood es ante todo un exportador de ideología, un emisor que propaga sobre el mundo sus ideales, valores e, incluso, sus problemas nacionales. Acotar y estudiar lo que es específicamente nacional en los filmes estadounidenses se convierte, por lo tanto, en una prioridad o, en otras palabras, en el único modo posible de desnaturalizar ese modelo supuestamente universal que Estados Unidos proyecta sobre el resto del planeta.
Regresemos a las películas asiáticas de terror y preguntémonos por qué sus remakes americanos florecen después del once de septiembre. La respuesta corta es «porque dan dinero»; la larga, que son beneficiosas porque aportan un elemento que responde a la brecha cultural abierta por los atentados del World Trade Center: la malignidad incomprensible, inaplacable, del fantasmas japonés. Después del 11-S, las ánimas que lloraban por las esquinas buscando alguien que las escuche se desvanecen; aparecen en su lugar maldiciones terribles, espectros de puro odio. Su mensaje es contrario al de películas como El sexto sentido ( The Sixth Sense , M. Night Shyamalan, 1999) o El último escalón ( Stir of Echoes , David Koepp, 1999): si éstas nos invitaban a indagar en la otredad e interrogar a lo desconocido, las nuevas películas de fantasmas nos apremian a recelar de todo lo extraño, porque es malvado, porque es una amenaza. Dos cosas han sucedido en este proceso de reescritura: por un lado, los motivos culturales que explicaban la ira del fantasma asiático han desaparecido; por otro, el mensaje de miedo al otro se ha convertido en la dominante del género, tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo.
Resulta difícil hallar un cineasta americano que se pregunte a sí mismo si realiza sus películas para el público patrio o para el foráneo, pues ambos son uno mismo para la industria, un modelo único de ciudadano para un mundo en el que sólo es posible un tipo de democracia, un tipo de sociedad y un tipo de economía. Así, según Deleyto (2003: 19), «la internalización de las historias contadas por sus películas produce una especie de identidad entre Estados Unidos y el resto del mundo, como si en el imaginario hollywoodiense todos fuéramos (ya) “ciudadanos americanos”». Del mismo modo que Estados Unidos acude a las armas de la OTAN y del FMI para crear un mundo acorde a sus intereses, Hollywood plantea una cultura y una ética en la que las decisiones políticas, militares y económicas estadounidenses parezcan sensatas, justas e irremediables.
Lo curioso del caso radica en que, en el proceso, el cine de terror estadounidense no sólo exporta sus héroes e ideales, sino también sus contradicciones sociales. Toda mitología gira en torno a una serie de oposiciones que, a menudo, permanecen irresolutas: es preciso que haya un monstruo para el héroe, un caos para el orden, una guerra para la paz. La mitología estadounidense no es una excepción y nos presenta, en sus películas, las tensiones que atraviesan la continua reescritura de su hegemonía ideológica. Así, del mismo modo que el cineasta americano raramente se plantea si cuenta sus historias para el bostoniano o la bonaerense, tampoco tiene en cuenta que está haciendo partícipe al espectador global de traumas sociales e históricos estadounidenses y que, por lo tanto, dicho espectador los interiorizará de manera problemática. ¿Es esta fractura la que hace posible que interpretemos críticamente el cine americano o, más bien, acabamos creyendo que los problemas americanos son inherentes a la historia humana? En cualquier caso, esta aproximación implica indagar las raíces culturales del cine estadounidense y comprender la naturaleza contingente e histórica de sus problemas. Así, los atentados del 11 de septiembre son un shock nacional; sin embargo, su trauma se expande globalmente. Entender los discursos globales sobre terrorismo y civilización requerirá, por lo tanto, centrarse primero en el contexto cultural desde el que se irradia la reacción inicial a aquel shock .
Cuando vemos una película de terror estadounidense, asistimos a una puesta en escena de lo que debemos considerar normalidad y de lo que debemos juzgar monstruoso; pero esta construcción es, a menudo, netamente ideológica y puramente americana. Ahora bien, para que una película de terror nos transmita una determinada ideología, es preciso que, como espectadores, identifiquemos y entendamos sus convenciones genéricas y nos dejemos arrastrar por los meandros de su trama. Uno de los motivos por los que hemos de recalcar la nacionalidad de las películas radica en que su pertenencia al género de terror depende, también, de cómo se han configurado las pautas de relación entre productor y público en una cinematografía determinada. Tal como expone Andrew Tudor (1989: 6-7): «Los datos cruciales que distinguen un género no son sólo características inherentes a las películas mismas; también dependen de la cultura particular dentro de la que funcionan. Por lo que, a no ser que haya un consenso mundial sobre el tema […], no hay base para asumir que el western será concebido de la misma manera en cada cultura. […] El género es aquello que colectivamente creemos como tal.» Leída hoy, la cita pone de relieve que el consenso en torno a lo que es un género es cada vez más global, tanto para los productores como para los espectadores, lo que sugiere un trasvase cultural unidireccional.
Si disfrutamos y entendemos el cine de terror no sólo se debe a que nos plantee cuestiones existenciales, sino principalmente a que, como espectadores, hemos aprendido a interpretar las película de un género —el cine de terror— que hoy en día se encuentra dominado por las formas y los temas del cine estadounidense. Por lo tanto, habremos de analizar la categoría de género cinematográfico e identificar aquello que nos permite, como espectadores, determinar qué es una película de terror.
Acotación textual: los géneros cinematográficos y el terror
Primera secuencia: en una noche oscura, una joven pareja pasea en automóvil cuando, de repente, otro vehículo pasa a toda prisa y les deja un rascón de recuerdo. El joven, airado, decide ir en su busca para descubrir un complot macabro: un grupo de gángsters está trasladando un cadáver para inculpar de asesinato a John Ellman (Boris Karloff), un preso que acaba de cumplir condena.
Segunda secuencia: en un laboratorio, el cadáver de John Ellman espera a ser resucitado después de que el complot lo haya llevado a la silla eléctrica. La cámara se desliza a través del amplio laboratorio y se recrea en los cachivaches tecnológicos y el ajetreo de los científicos. A diferencia de la resurrección que tiene lugar en El doctor Frankenstein ( Frankenstein , James Whale, 1931), aquí el énfasis recae en los movimientos de médicos y máquinas, en la modernidad y la tecnología. Finalmente, la música se dulcifica y los doctores comprueban que el corazón de John vuelve a latir en la radiografía.
Tercera secuencia: en una casita junto al cementerio, el resucitado toca el piano. Sabemos que su cuerpo vive, pero de su alma acaso sólo permanecen los acordes de la triste melodía. Los mismos gángsteres que consiguieron inculparlo llegan al cementerio con el fin de rematarlo, le disparan y, no obstante, el muerto avanza todavía con paso tambaleante.
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